A veces hay casualidades. Durante un reciente viaje a Montevideo, me encontré y comencé a leer un libro, El quinquenio de los chicos, de Miguel Méndez, que detalla con profundidad y belleza los cinco años, de 1987 a 1991, en los que Defensor, Danubio, Progreso, Bella Vista y otra vez Defensor rompieron la habitual hegemonía de Peñarol y Nacional y se consagraron campeones.
Platense, eso sí, acaba de ganar una liga hecha y derecha, el Apertura 2025. Y lo consiguió por primera vez en sus 120 años de historia. Un equipo de barrio al que siempre se lo miró de costado, que en el siglo pasado había permanecido mucho tiempo en Primera División pero siempre en las partes bajas de la tabla, tratando de evitar el descenso, y que entre 1998 y 2019 sumó 22 años en el Ascenso. Es el equipo cuya tribuna popular no lleva el nombre de un futbolista, sino de su hincha más famoso, Roberto Goyeneche, mítico cantante de tango y vecino de Saavedra, la comarca porteña de Platense. Y el equipo, también, de un grito de gol ahogado.
Jorge Mario Ramón publicó a mediados de la década pasada, ya en sus años de jubilado, El regreso y otros cuentos, un libro de relatos de ficción y textos de su vida personal con ligeras licencias. En uno de ellos, titulado El grito ahogado, el autor —que tomaba la escritura como un hobby— contó una experiencia referida a Platense, mucho antes de estos días de gloria en 2025.
Hincha de River pero vecino de Saavedra, el barrio de Buenos Aires original de Platense —hoy tiene su estadio en Vicente López, a pocos metros del límite con Saavedra—, Ramón sobrevivió a la dictadura que gobernó Argentina entre 1976 y 1983. Pocos meses después del golpe de Estado, el autor de El grito ahogado estuvo secuestrado y desaparecido durante 14 días en Campo de Mayo, el centro de exterminio con menor promedio de sobrevivientes: se estima que pasaron entre 4.000 y 5.000 personas y solo 43 salieron con vida.
Obrero en la fábrica Nestlé y militante de un partido de izquierda, Ramón fue testigo mientras era torturado de cómo la afinidad de un hincha por sus colores, no importa cuáles, lo acompañaron a su llegada y salida por el centro del horror. Después de una primera noche de picanas, descargas eléctricas y golpes en todo el cuerpo, el militante fue arrojado a un colchón. Comenzó a entender que compartía celda cuando, en medio de su aturdimiento, ensangrentado en la cabeza, atado de pies y manos y con los ojos tapados por una venda y una capucha, oyó que otros tres muchachos le hablaban.
Cuando le preguntaron de dónde era, Jorge apeló al instinto de conservación y no mencionó a la organización en la que militaba —no sabía si esos jóvenes eran agentes encubiertos—, sino que respondió con su barrio de residencia: “Soy de Saavedra”.
“Uh, ¿sos de Platense? ¡Qué grande, flaco!”, le devolvieron dos de sus compañeros de calabozo y, aunque Jorge era de River, el Calamar nunca le resultó ajeno: siempre fue su segundo equipo, o al menos el club de su vecindario.
Continuaron los interrogatorios, las atrocidades físicas, los tormentos psicológicos, el disparatado esfuerzo por no quebrarse, las noches de frío extremo sin una frazada para protegerse, el hambre y la sed en tamaños inimaginables y la convivencia codo a codo con la muerte. Su único consuelo era que la cautela inicial con los dos vecinos de Saavedra e hinchas de Platense —que eran hermanos— y un tercer familiar de ellos, un primo de Parque de los Patricios y de Huracán, derivó en una relación de compañerismo que los llevó a entablar esos diálogos que, vistos desde afuera, parecen un retrato de la locura.
“Quiero comer milanesas con puré como las hace mi mamá”, decía uno. “Hoy cocino yo, muchachos”, le seguía otro. “Jugo de naranja, por favor”, se sumaba un tercero. Aunque Jorge nunca les vio las caras, esa complicidad derivó en un pedido que los hermanos de Platense le suplicaron cuando los carceleros le anunciaron al futuro autor de El regreso y otros cuentos que lo trasladaban de lugar.
“Eso fue el 14 de junio”, me contó Jorge, a quien llegué a conocer, en 2018. “Yo creía que me estaban llevando para matarme, pero uno de los pibes me dijo ‘Flaco, a vos te van a largar, así que prometeme que vas a ir a la cancha a gritar un gol de Platense por mí. Te lo pido por favor, jurame que lo vas a hacer: es muy importante para mí’. Ya pasaron más de 40 años y el secuestro se me hizo cicatriz pero, de todos los recuerdos que me quedaron, esos pibes de Platense son lo único que me conmueve. Tenían 22 o 23 años y se habían dado cuenta de que no volverían a gritar un gol de su equipo. Nunca supe nada más de ellos. Deben seguir desaparecidos”.
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Con algo de torpeza —tampoco tenía tanta confianza— le pregunté a Jorge si había cumplido ese pedido y me respondió que sí, que claro, que cómo no iba a hacerlo: “Ni bien pude caminar, porque estuve tres meses sin caminar —reconstruyó—, lo primero que hice fue ir a ver un partido de Platense. Trato de acordarme del rival, tengo la imagen de un equipo del interior, tal vez San Martín de Mendoza, pero no lo puedo asegurar. Lo que tengo claro es la cancha: fue en la de Ferro. Y también la fecha: a finales de 1976”.
Al volver a mi casa tras aquel café con Jorge, repasé los partidos que Platense jugó en aquellos meses de 1976. Como el club de Saavedra había perdido su histórico templo de Cramer y Manuela Pedraza en 1971 y tendría que esperar para la inauguración de su estadio en Vicente López hasta 1979, durante la década de los 70 ejerció su localía peregrinando por diferentes canchas. En el Nacional de 1976, el torneo en que participaban equipos del interior y arrancaba en el segundo semestre, el Calamar fue especialmente un equipo gitano que alquiló los estadios de Tigre, Vélez, Atlanta, Chacarita y, en una única ocasión, de Ferro.
La memoria futbolera de Jorge era, otra vez, prodigiosa: el domingo 3 de octubre de 1976, o sea, tres meses y medio después de su liberación, Platense recibió a San Martín de Mendoza en Caballito. Según la ficha del partido, el Calamar se fue al descanso con una derrota parcial 1-0 pero empató, también transitoriamente, a los 2 minutos del segundo tiempo. Ese olvidado gol de Platense lo convirtió un defensor llamado Osvaldo Morelli y, para Jorge, fue todo lo que suele ser un gol —un instante extraordinario, una explosión sin pensamiento, un contagio de alegría— pero esta vez multiplicado por dos, por 10, por 100: también fue reivindicación, homenaje, odio —porque un gol también puede ser odio— y, tal vez como nunca antes y nunca después en los estadios argentinos, una promesa cumplida.
Lo único mejor que un gol, escribió Juan Villoro, es recordarlo, y Jorge lo tuvo grabado en su memoria: “Estaba en la platea de Ferro, todavía no del todo repuesto físicamente, pero sí con mucha voluntad física y anímica de cumplirles la promesa a mis compañeritos de prisión —me dijo—. Aunque Platense es un club que nunca me dio lo mismo, ese día fui a la cancha por estos pibes, no por el equipo. Cuando llegó el gol, lo grité desaforado: me saqué tanto que caí desmayado en la tribuna y me tuvieron que levantar tres o cuatro personas que estaban cerca. Fue un desahogo impresionante de rabia, desesperación y sufrimiento”.
Que Platense haya perdido 2-1 con un gol de los mendocinos a los 44 minutos del segundo tiempo patentiza cómo muchos resultados son mera decoración de historias superiores.
Mario Ramón tendría, entre otras restituciones, una dominical: “Meses más tarde del día que fui a ver a Platense —me contó en nuestra charla—, cuando ya estaba recuperado físicamente, cumplí mi sueño de entrar al Monumental con mi hijo mayor, Pablo. Para mí, fue como recibirme de padre: hasta le di la mamadera en la cancha. Yo venía de un hogar bravo y River fue mi escapatoria, mi segunda casa. Hay cosas que nunca dejamos de ser, de lo más importante a lo supuestamente menos importante: yo nunca dejé de ser un exdesaparecido ni hincha de River”.
Jorge Ramón, a sus 80 años, falleció en 2023. En lo personal, lo sentí en el momento, desde ya, pero volví a sufrirlo hace pocos días, cuando Platense le ganó la final a Huracán —justamente, el club del otro joven desaparecido en ese subsuelo— y me acordé de esos dos hermanos de Saavedra y de Platense. Me habría gustado llamar a Jorge y brindar en la memoria de ellos, campeones en la memoria. Y campeones, también, con un equipo chico.
Acaso en algunos años en Argentina se publique un libro similar al que ya escribió Méndez: El quinquenio de los chicos.