El 9 de enero de 2025, una multitud se juntó en la Plaza de Mayo para recibir al presidente electo de Venezuela, Edmundo González Urrutia, triunfador en unas elecciones que dieron como ganador, de modo fraudulento, a Nicolás Maduro.
La migración venezolana provoca un nuevo desafío: ¿cómo puede hacer el progresismo o la izquierda para rediseñar su discurso y entender que surgieron fenómenos novedosos que no se pueden interpretar desde grillas tradicionales?
El 9 de enero de 2025, una multitud se juntó en la Plaza de Mayo para recibir al presidente electo de Venezuela, Edmundo González Urrutia, triunfador en unas elecciones que dieron como ganador, de modo fraudulento, a Nicolás Maduro.
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáAndrea estuvo ahí. Ella todavía no tiene 18 años (es estudiante de escuela media), pero fue allí con su prima movida por los deseos de volver a su país (extraña a sus amigas, y también las comidas, los tequeños y las arepas), pero también porque quiere que la dictadura de Maduro termine. No es una activista política ni forma parte de ninguna organización de exiliados, pero no dudó en tomarse el tren desde el barrio en el que vive (al norte de la ciudad) para ir a la Plaza de Mayo, sin tener mucha idea de lo que esa plaza significa en la historia argentina. Ella llegó a Argentina hace poco más de un año, acompañada de su mamá Daymari y de su hermano Víctor, de 13 años. Daymari recuerda todavía la crisis económica y de desabastecimiento que hubo en su país entre 2015 y 2017, y cómo se alimentaban básicamente con mango, el fruto tropical. Ella tiene estudios universitarios, se recibió en Seguridad e Higiene Industrial y trabajó durante muchos años, como su padre, en la petrolera PDVSA, pero cuando fue demitida del trabajo, vio que en su país no tenía futuro. Su hermano vivía en la Argentina, y ella decidió emigrar con sus hijos. En Venezuela quedaba una de sus hermanas, o sea que la opción era realmente dramática.
Andrea ya se está haciendo amigas en Buenos Aires y se está aporteñando, pero extraña su casa en Puerto Píritu, en el estado Anzoátegui, cerca de la playa. Su mamá, que no puede ejercer la profesión por no tener matrícula, trabaja de lo que puede: en un local de cosmética, hace viandas, sobrevive con la ayuda de su hermano. La historia de esta familia es la de miles de venezolanos que, desde hace varios años, vienen protagonizando una de las diásporas más dramáticas del siglo XXI. Lamentablemente para ellos, es un éxodo que los intelectuales siguen interpretando según coordenadas del siglo pasado, cuando los exiliados latinoamericanos eran víctimas de las dictaduras militares. Obviamente, la palabra de los intelectuales ya no tiene la misma relevancia que cuando la opinión pública se manifestaba en los medios que hoy llamamos tradicionales, pero ayudan a forjar relatos y perspectivas que ayudan a la comprensión del fenómeno.
La razón fundamental de la partida de Daymari y su familia fue económica, pero ella no duda en calificar al gobierno de Maduro de una dictadura y tiene la esperanza de que caiga en breve. La historia de la familia de Daymari, como tantas otras, muestra la diferencia entre el exilio venezolano reciente y lo que fueron los exilios de los setenta, en el siglo XX, provocados por razones políticas y con un claro componente ideológico de izquierda. Brasil, Argentina, Chile y Uruguay fueron los países de donde salieron las migraciones más numerosas y los destinos solían ser España, Francia, México y Cuba. Era una migración de personas con formación política que concitaba la solidaridad de los intelectuales vernáculos. La migración venezolana plantea un nuevo desafío: ¿cómo puede hacer el progresismo o la izquierda para rediseñar su discurso y entender que surgieron fenómenos novedosos que no se pueden interpretar desde grillas tradicionales? ¿Cómo ser crítico con la dictadura de Maduro sin que eso signifique “hacerle juego a la derecha”, esa vieja excusa discursiva que ha llevado a tomas de posición equivocadas cuando no crueles? Los líderes políticos de izquierda en América Latina se encuentran desorientados con la excepción de Gabriel Boric, el presidente chileno, que entendió que la dictadura de Maduro no admite vacilaciones ni posiciones tibias.
A la marcha del 9 de enero no acudieron ni los regulares participantes de las marchas ni los activistas de izquierda ni las tradicionales organizaciones de derechos humanos. Algunas guardaron silencio, otras manifestaron críticas al régimen (como Estela de Carlotto de Abuelas) y hasta la importante Madres de Plaza de Mayo sacó un comunicado celebrando la asunción de Maduro y “deseando que tenga la fortaleza y la sabiduría suficientes y necesarias para continuar la Revolución Bolivariana”. En la marcha no hubo intelectuales reconocidos y sí algunos políticos de derecha con los que es difícil identificarse.
Un ejemplo emblemático de la posición de la intelectualidad argentina es el de Horacio González (1944-2021), quien fue director de la Biblioteca Nacional, profesor universitario y referente del peronismo de izquierda. Antes de que saliera a luz el Informe Bachelet, Horacio González dijo que no le constaba que hubiera violaciones a los derechos humanos en Venezuela. Una vez que se publicó el informe, lo calificó de “sectario”. Aunque suele tener un estilo argumentativo más sofisticado y aggiornado que el militante de los sesenta, por momentos también se apoya en la larga tradición retórica de las venas abiertas: “La mano de los poderes que gruñen y destilan veneno desde sus guaridas —escribió—, son las mismas que están atacando con insistente cotidianeidad a Venezuela”. Esa resistencia a denominar al gobierno venezolano como una dictadura tout court, no solo es un tema de la intelectualidad argentina. El importante congreso de LASA (Latin American Studies Association), que se realiza anualmente en Estados Unidos y reúne a los académicos y académicas que estudian Latinoamérica, se resistió durante mucho tiempo a pronunciarse sobre la situación en Venezuela pese a que, en la misma época, emitió un comunicado a favor de Lula cuando fue injustamente apresado. En 2017, fueron los votos de sus más de 10.000 miembros los que se pronunciaron en contra de que la organización condenara la dictadura en Venezuela.
La emigración venezolana, más allá de que en lo cotidiano ha sido muy bien recibida en la Argentina, presenta esta particularidad: es asociada a la derecha, a posiciones reaccionarias y sin el aura que solían tener los exiliados políticos del siglo pasado. Los escritores e intelectuales venezolanos que están en Argentina deben lidiar con esta dificultad, la de una comunidad que en su mayoría ha celebrado el apoyo primero del gobierno de Mauricio Macri y ahora el de Javier Milei. Esta incomodidad se ve claramente en alguien a quien entrevisté y que prefirió no dar su nombre. Él se fue de Venezuela en 2007 por decisión propia y dice que no se siente exiliado y que le incomoda usar el término migrante. Se queja de “la operación que intenta homogeneizar la experiencia migratoria y, por ende, la manera de percibir a quienes por distintas razones hemos salido del país”. Y agrega: “Una lectura plana de los venezolanos admite, en primer lugar, que somos unos reaccionarios: desestimamos, miramos con sospecha o directamente negamos todo lo concerniente a lo que es reconocido como izquierda. Trabajo de cara al público y cuando un cliente advierte que soy venezolano, en seguida presume que soy, cuando menos, antichavista, antiperonista y antikirchnerista”. Se resiste al significado que la derecha le ha asignado a la comunidad venezolana en el exterior y señala que, “en resumen, no soy ni reaccionario ni patriota ni víctima de ningún régimen”.
El caso de Gustavo Valle es diferente. Él es escritor y llegó a Buenos Aires en 2005. Ya lleva publicados cuatro libros en la Argentina y tuvo un hijo aquí, así que simbólicamente ya plantó un árbol en esta tierra. Pese a que llegó cuando todavía vivía Chávez y se autodenomina como un “emigrante amateur”, es muy crítico de la dictadura venezolana y no duda en hablar de barbarie. En su texto “Un fuerte aplauso para Yelimar. (Peripecias de un venezolano en Buenos Aires)”, publicado en la revista Cuadernos Hispanoamericanos, Gustavo sostiene que el desafío que enfrentan los venezolanos fuera de su país es “construir ese relato continuo, comprensible y verosímil de nuestra tragedia; un argumento lo suficientemente sentido, sencillo y documentado que logre vencer, o al menos debilite, las recalcitrantes actitudes que muchas veces debemos enfrentar en contextos en los que se asocian los atropellos a los derechos humanos exclusivamente a gobiernos dictatoriales de derecha. Construir esa narración, apoderarse de ella y difundirla, contribuirá a fundar un nuevo domicilio vital que le permita al emigrado recuperar la dignidad que le arrebataron”.
Como lo muestran estas palabras, el caso de los exiliados venezolanos es una verdadera prueba de fuego para el discurso que apuesta por una ampliación de los derechos y una sociedad más igualitaria: estos principios son universales y no pueden administrarse parcialmente según la ideología de las personas. En un mundo que atraviesa una crisis migratoria de dimensiones catastróficas, nos faltan narraciones que nos permitan comprender y dar respuestas. Pienso en el futuro de Daymari, Andrea y Víctor, en mi entrevistado, en Gustavo Valle, en su amor a dos países, el de nacimiento y el de adopción, y en un mundo en el que la hospitalidad sea un acto previo a cualquier ideología.