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Con el fin de año llegan los balances, y en la política argentina están proliferando aún más debido a que, por otra parte, acaba de cumplir un año de existencia la gran novedad que significa que un personaje mediático sin programa ni partido ejerza la presidencia de la nación.
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A pesar de su orfandad política, su inexperiencia y sus preocupantes delirios de grandeza, el presidente Javier Milei goza de una popularidad excepcional y su imagen positiva supera el 50% en los estudios de opinión pública. Sus políticas de ajuste feroz de la economía (socialmente regresivo, por definición), de dólar barato y de recortes indiscriminados del gasto público lograron bajar la inflación de una forma sorpresiva por su efectividad y su rapidez. Y no es la primera vez que quien logra domar, aunque sea momentáneamente, el principal problema endémico de la economía argentina reciba el reconocimiento fervoroso de sus eternos sufrientes.
El descenso de la inflación le ha dado confianza y credibilidad, y lógicamente a Milei le han crecido las ambiciones: no quiere ser solo el suicida que haga el trabajo sucio que nadie quiere hacer para luego retornar a la política tradicional, sino que su proyecto constituye un todo unívoco que incluye, además de la estabilización de la economía, la reconfiguración del escenario político de una forma que no solo minimice las voces opositoras sino que también suprima las restricciones institucionales (y también las restricciones contables, puesto que para 2025 acaba de prorrogar por decreto el presupuesto de 2023) que implican el régimen republicano que conocemos hasta ahora. ¿Original? No, son ambiciones comunes a muchos gobernantes del mundo y de la historia.
La novedad radica en que, en medio de un río político muy revuelto, estos nuevos apetitos parecen enfrentar menos resistencias que en otras ocasiones. ¿Cómo puede ser que una dirigencia política con experiencia como pocas en la región le haya cedido el protagonismo a un procaz animador de Twitter? ¿Cómo es que un país con una fuerte tradición de protestas sociales y reivindicaciones sectoriales (piqueterismo incluido) está aceptando pacíficamente una pérdida brutal del poder adquisitivo de los salarios, de las jubilaciones y de casi toda la ayuda social?
La explicación primera es de largo plazo: desde hace por lo menos una década, la política argentina se ha convertido en una farsa llena de muecas, una ineficiente feria de vanidades. Es muy difícil encontrar un país que en 50 años haya concentrado bestialmente la riqueza y al mismo tiempo haya multiplicado por 10 la pobreza. No es la primera vez en la historia que los pliegues minúsculos del microclima de la política impiden a los actores involucrados ver lo que es evidente y actuar en consecuencia. Pareciera que, cuanto más adentro se está, menos se ve.
Una parte importante de la suerte del gobierno, de sus políticas extremas y de su desdén republicano se jugará en las elecciones legislativas de 2025. ¿Qué hará el resto de la política frente a esta situación? ¿Se rendirá ante el cetro de la opinión pública que ostenta Milei o defenderá aquello que alguna vez fue su orgullo, a saber, una economía que genere empleo, una sociedad relativamente integrada y una institucionalidad democrática que ha sabido resistir más de un embate?
En el corto plazo, la mirada tampoco es benevolente. El peronismo ya no esgrime ninguna de estas banderas. El gobierno de Alberto Fernández fue pésimo. Era obvio que el modelo kirchnerista de gasto público, consumo interno y capitalismo de amigos finalmente estallaría en la era de la economía globalizada y precios de la soja en baja. Su vicepresidenta, Cristina Kirchner, decidió arruinarlo aún más con internas sangrientas. En este contexto decadente, los peronistas no tuvieron mejor idea que, en un típico sobregiro de las jugarretas políticas (que solo celebra y valora el 1% del país que se dedica a eso), financiar a Milei para que le restara votos a la amenazante coalición opositora Juntos por el Cambio. Y ahora ya ni siquiera pueden ofrecer una alternativa porque no logran concretar alguna de sus típicas renovaciones de líderes y discursos, atrapados como están bajo el liderazgo menguante de Cristina, que a la sazón sigue sumando condenas por corrupción.
Del lado de (lo que queda de) Juntos por el Cambio, el actor decisivo es el expresidente Mauricio Macri, que en su hora supo ser un líder bastante cohesivo y constructivo. Aunque sea justo decir que ni aun durante su presidencia lograba ordenar el escenario político, sin embargo, tuvo el mérito de mantener unido a su partido y su coalición y terminar su mandato. Pero, desde que perdió su reelección con Alberto Fernández en 2019 y sobre todo desde la aparición política de Milei en 2021, su capacidad de análisis y su liderazgo perdieron el rumbo. Empezó por renegar de su propio gobierno, tanto en lo político como en lo económico, y apostó a la división de su propio armado político en una desesperada estrategia de supervivencia individual, algo poco esperable de un expresidente (que se supone tiene una mirada experimentada y que, precisamente por eso, llega más lejos). En cambio, autorreferencial y ombliguista, Macri socavó a su sucesor natural (Horacio Rodríguez Larreta), prefiriendo a la inescrupulosa Patricia Bullrich, para luego boicotear la campaña de Bullrich elogiando a Milei. Hubo muchos responsables en esa debacle, pero como líder del espacio Macri provocó una derrota inexplicable de una elección que estaba ganada de antemano.
Ya con Milei electo presidente, Macri no supo ver que, a pesar de su desnudez política, Milei no buscaría abrigarse en la experiencia y los recursos humanos del PRO: Milei no solo sedujo a su electorado, sino que desoye sus penosos pedidos de nombrar gente en el gobierno, le roba dirigentes y hasta, en las propias palabras de Macri, lo somete a un “destrato permanente”. A pesar de todo esto, Macri ha manifestado querer hacer una alianza con La Libertad Avanza (el partido de Milei), pero a condición de que quienes lo integran “cumplan con la palabra, sean absolutamente transparentes y, ante todo, cuiden la República”, cosas que no han hecho hasta ahora. Así las cosas, se entiende entonces por qué el PRO (y todo Juntos por el Cambio) se ha convertido en un “sálvese quien pueda”.
La sociedad observa atónita este espectáculo, que alimenta una desilusión y un resentimiento que Milei administra con maestría. Pareciera que no tiene ni tendrá la capacidad instrumental para llevarlo a cabo pero, a diferencia de Macri, Milei sí tiene un proyecto. Es una sociedad individualista y desintegrada, que se defiende con más mano propia y menos Estado, culturalmente empobrecida, con una burguesía pequeña compuesta por hiperricos de la tecnología, las finanzas y el extractivismo, y unas mayorías conservadoras y reaccionarias en sus costumbres, cuya imagen ideal la representan los repartidores de las plataformas de delivery que tanto lo apoyan. La fórmula de Milei pareciera consistir en recursos naturales más economía digital. A pesar de lo que dijo en campaña, Argentina no llegará a ser como Alemania sino, con suerte, como Paraguay. Las instituciones que históricamente crearon desarrollo horizontal y lazos sociales, como la escuela y la universidad públicas (incluida la producción científica local), los clubes, el cine y otras expresiones culturales, son para este proyecto un target a desnutrir.
¿Aceptará este destino la sociedad civil más vibrante de la región? Algunos analistas han sostenido que, si no se doblegó ante el decisionismo kirchnerista, tampoco lo hará frente a este nuevo populismo y que este proyecto terminará su sueño apenas deje de producir bienes socialmente valorados como la estabilidad de precios o algunos bolsones de crecimiento. En cualquier caso, el país tendrá tarde o temprano que enfrentar este dilema y elegir finalmente un destino. Pero la ilusión de una forma racional, no simplista, de superar los límites que impuso una economía cerrada y de modernizar la sociedad sin renunciar a su pujanza parece cada día más lejos.