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Tras años y años de hacer de cuenta que no pasa nada, en los últimos tiempos han surgido voces que comentan la creciente pulsión iliberal que viene desestructurando a las democracias liberales. Esto es, la democracia representativa. Ojo, esas voces que comentan lo hacen lanzando alarmas o cantando loas al prolijo lijado de la institucionalidad democrática tal como la conocemos. Alarmas de quienes creen que los mecanismos de nuestras democracias no deben ser abandonados, sino mejorados; loas de quienes se vuelcan de manera cada vez más abierta por el iliberalismo y sus variantes asamblearias o del ordeno y mando del líder carismático.
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Quizá porque en Uruguay todas esas cosas parecen transcurrir lejos, ese lijado, esa deslegitimación de la democracia, no parece ser algo evidente, ni siquiera algo que deba preocuparnos. Y, sin embargo, no es delirante pensar que buena parte de lo que puede explicar el ascenso de outsiders como nuestro vecino Javier Milei tenga que ver, entre otras razones, con ese poco cuidado por la institucionalidad y por ese manoseo de lo democrático. Ambas prácticas habituales de la política argentina, en particular del peronismo. Pero a pesar de que nos suene lejano, no lo es. El argumento de que nuestras instituciones son solidísimas es bueno, pero no es garantía de nada. Esas maravillosas instituciones democráticas fueron desgastadas desde mediados de los sesenta, para finalmente ser reventadas en 1973. Así que garantías absolutas no existen.
No deja de ser curioso que quienes logran detectar esas señales iliberales en el bando ideológico opuesto sean completamente ciegos a esos gestos cuando se hacen evidentes en el bando propio. En realidad no es tan curioso, ya que es así como funcionan las ideologías en su versión más elusiva: sirven como filtro para evitar contemplar el conjunto de las cosas reales y solo dejan pasar la luz que alumbra las malas prácticas de los rivales políticos. Las propias son invisibilizadas por ese mismo filtro. Así, la gente de la izquierda contabiliza a cada Milei, Trump, Bolsonaro y Orbán que logra detectar, pero no logra ver los mismos tics antidemocráticos (o iliberales, como se prefiera) en los Maduro, Ortega o (el ya casi retirado) Pablo Iglesias. Lo mismo ocurre en sentido contrario con la gente de derecha: el antidemócrata siempre está en la vereda de enfrente.
Ahora, ¿en qué consiste esa paleta de elementos iliberales que empiezan a complicar la existencia de las democracias tal como las conocemos? El primero y más evidente: atacar la separación de poderes y hacer lo posible por subordinar a los demás poderes al Ejecutivo. En caso de tener una mayoría parlamentaria, declarar que la soberanía reside en el Parlamento y usar ese argumento para retorcer la ley y, si hace falta, la propia Constitución. Lo que sea necesario con tal de perpetuarse en el poder. Un tercer elemento es atacar a la prensa que no sea afín y, por qué no, a la prensa en general. Así, la prensa será acusada de operar para el otro y se planteará la necesidad de controlarla, acusándola de mala praxis y de difundir fake news. Algo de eso se viene cocinando en Uruguay con la nueva ley de medios, de la mano de los agregados de Cabildo Abierto y una voluntad de control de parte del Partido Nacional que contrasta con su muchas veces proclamado afecto por la libertad.
El filósofo Manuel Arias Maldonado (referente habitual en estas columnas), hablando sobre cómo los antitrumpistas españoles no son capaces de ver gestos muy similares en el gobierno de Pedro Sánchez, señala que estos mecanismos de empuje iliberal son de varios tipos: “Hay que descontar primero el cinismo de quienes se limitan a defender sus intereses materiales: los que saben y callan porque así les conviene. También guardan silencio al respecto quienes ponen su identificación partidista por delante de cualquier evaluación desapasionada de la realidad (…) Luego están quienes creen genuinamente que Trump es un político iliberal y Sánchez no. Para que tal creencia se sostenga, la identificación partidista juega un papel decisivo: cada uno ve lo que quiere ver. Y si hace falta expresar una opinión en las redes sociales o las cenas familiares, el argumentario del propio Sánchez y de su partido —amplificado por medios oficialistas regados con publicidad institucional— hace el resto: dígase que la democracia está en peligro y solo este Gobierno puede salvarla. Se trata de la 'proyección maliciosa' (cunning projection) que la historiadora Patricia Roberts-Miller atribuye al demagogo: denunciar en el rival lo que uno mismo está haciendo”.
Uno lee a Arias Maldonado y no puede evitar recordar el mecanismo orwelliano del doblepensar, que se define como “el poder, la facultad de sostener dos opiniones contradictorias simultáneamente, dos creencias contrarias albergadas a la vez en la mente. El intelectual del Partido sabe en qué dirección han de ser alterados sus recuerdos; por tanto, sabe que está trucando la realidad; pero al mismo tiempo se satisface a sí mismo por medio del ejercicio del doblepensar en el sentido de que la realidad no queda violada. Este proceso ha de ser consciente, pues, si no, no se verificaría con la suficiente precisión, pero también tiene que ser inconsciente para que no deje un sentimiento de falsedad y, por tanto, de culpabilidad”. Para que ese doblepensar nos permita percibir los desmanes del otro bando, pero no los propios, la adhesión partidaria es esencial. Una adhesión que, en tiempos de identidades desbocadas y antioccidentalismo de postal a izquierda y derecha (pobre del ingenuo que crea que Putin es de izquierda), cabalga entusiasmada al encuentro del líder carismático, desdeñando las barreras y contrapesos que proporciona la democracia liberal.
En resumen, cuando la adhesión partidaria se vuelve ciega (algo que ocurre con regularidad en las campañas electorales), es probable que la calidad democrática decaiga. ¿Por qué? Porque comenzamos por no ver los desmanes propios y terminamos, en caso de lograr detectarlos, aplaudiéndolos como una necesidad: si no queremos que gobiernen aquellos que consideramos peores, nos parece válido controlar la prensa, toquetear las leyes fundamentales y, si la situación lo amerita, hasta mentir a sabiendas. El problema es que en esa clase de caldo de cultivo perdemos todos, no solo “los malos”. Si se destruyen los mecanismos de check and balance, si se debilita el control de la prensa, si la separación de poderes es atacada, quedamos todos en manos del demagogo, no importa con qué pierna patee, la derecha o la izquierda. El resultado de ese debilitamiento, de ese impulso iliberal, nos empuja, sin duda, hacia abajo en la tabla.