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El primer año de Javier Milei en la Presidencia se convirtió en un momento disruptivo del sistema sociopolítico argentino, convirtiendo sus convicciones en dogma de fe, cuya potencia solo puede compararse con la aparición de Juan Domingo Perón, el hombre que convirtió la política argentina en una teocracia
Año 2024: dragón de madera en el horóscopo chino y del león en la Argentina. Jeff Goldblum, en Jurassic Park I, encarnaba al matemático especialista en la teoría del caos, quien, desesperado ante la ingenuidad y fascinación de sus pares científicos por el regreso de los dinosaurios a la vida, les recordaba que la naturaleza no puede ser manipulada por el hombre, y que la vida se abre camino sola… La política argentina en el siglo XXI apabulló con promesas no cumplidas, propuestas insensatas y mentiras descaradas a una sociedad que quiso creer en su clase política y terminó aplastada y sumergida en una realidad temible, burlada y traicionada, cada día más olvidada por aquellos en quienes había confiado y obedecido. Fue entonces que esa sociedad recuperó la fe y se volvió creyente, una vez más, porque solo un milagro podía acabar con la maldición.
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La naturaleza no puede ser manipulada por el hombre, y la vida se abre camino sola. Y el enviado de las fuerzas del cielo apareció y con él, la división entre los buenos, los que la vieron y los malditos. La vocación religiosa de la Argentina es indiscutible y está presente en cada gesto que realiza. Exigimos la presencia de dioses y demonios, al mejor estilo de la tragedia griega, en nuestra cotidianeidad. Somos un paraíso habitado por demonios, como el libro del formidable historiador italiano Benedetto Croce, tratando de explicar lo inexplicable, Nápoles.
Dios es argentino, ya lo sabemos, y no paramos de producir dioses y arcángeles malditos (todo de acuerdo al relato de turno). Y los argentinos somos, cada vez, caballeros devotos de la cruzada del momento, esa que todo justifica, esa que solo puede morir por implosión, de la peor manera. Tan creyentes somos que tenemos un papa en el trono de san Pedro en el Vaticano y un enviado de las fuerzas del cielo en el sillón de Rivadavia en la Casa Rosada. El presidente Javier Milei demostró ser capaz de realizar milagros, o al menos es lo que le atribuyen en términos financieros, los centenares de millones de enfurecidos en todo el mundo con sus clases políticas filibusteras y el puñado de beneficiados globalizados con sus políticas financieras, que distan mucho de ser económicas, y que lo llevaron a autoproclamarse como el nuevo Mesías, en la lucha universal contra el mal absoluto, que él identifica con el comunismo y su sicario, el Estado.
Debo decir que las primeras veces que lo escuché pensé que solo un argentino es capaz de llegar tan lejos con su ego, algo que como argentino sé muy bien. Pero la pobreza intelectual, de valores y la cobardía son el común denominador de la abrumadora mayoría de los líderes occidentales, de manera que sus pretensiones hoy no me resultan absurdas. El primer año de Milei es la renovación de un pacto divino, ese que los conservadores sellaron con Menem en los 90. Ese que el pueblo argentino, no la oligarquía como el kirchnerismo quiso hacer creer en su nuevo manual de historia, selló con Menem. No podemos olvidar el rol y las amistades del matrimonio Kirchner en aquellos años 90 de los que nadie quiere hacerse cargo; sus relaciones carnales con Cavallo, y sus votos privatizadores, por ejemplo, el de YPF; indudablemente, sufrimos de delirio místico.
Menem pasó a la historia como un criminal, que banalizó las instituciones, que naturalizó la corrupción y que transformó la política, y los problemas centrales de la gente, en un Circo Beat. En realidad, a nadie le hubiese importado lo anterior si, en la crisis financiera de 1994 (el Tequila), hubiese tomado la decisión de salir de la convertibilidad (otro acto de fe, llevado al paroxismo que terminó de la mano de quien la creó con el nefasto corralito y el que se vayan todos). Otra hubiese sido la imagen de Menem y su recuerdo si el uno a uno en lugar de un fin hubiese sido una herramienta.
Algo similar es la trampa en la que está cayendo Milei, con su política monetaria como única acción, en medio de tormentas que se van desencadenando, que lo van acorralando y convirtiendo en un ser atormentado por su propio destino, ese del mensaje divino. Pero está a tiempo, si comprende los errores tácticos y estratégicos que cometió su ídolo Carlos Menem (de paso, no estaría mal leer su manual de política, porque en eso el riojano era solo inferior a Alfonsín), aunque lo dudo, porque el poder sin frenos en mi país intoxica. Una lástima, porque la historia de Argentina podría cambiar.
Pero las guerras santas jamás terminan bien, ya lo sabemos. Y como todo es cada vez la repetición de la misma historia, así describía Federico Fellini su obra, con Milei volvió la épica del relato (esta vez el conservador; no confundir con el liberal). Ese relato que tanto aborrecía, pero que es imprescindible en cualquier gesta que se jacte de tal, desde la elocuencia incomparable de Churchill, pasando por los contagiosos y pegadizos discursos de Perón, o los interminables, contundentes y muy eruditos de Fidel Castro, hasta el charme inigualable de JFK, o los irrepetibles momentos de Nelson Mandela, Martin Luther King, Gandhi, Malcolm X, Charles de Gaulle y Margaret Thatcher, o la fe cívica con la que nos contagió Raúl Alfonsín, convenciéndonos de que el único camino es la Constitución (recordar que era a la Argentina milagrosa de los golpes de Estado a la que le hablaba, sin distinción de clases).
La religiosidad profana de los argentinos funciona como Cronos, el titán del tiempo en la mitología griega, que, entre otras cosas, tenía por costumbre comerse a sus hijos (muy por arriba, se refiere al paroxismo del poder). Deportistas y políticos deberían tomar nota de este mal que nos aqueja y recordar, cuanto más encumbrados estén, la profecía autocumplida del periodista estrella que dominó la pantalla y la línea de pensamiento oficialista durante más de 20 años entre mediados de los 70 y fines de los 90, que solía terminar sus programas con un “no me dejen solo”, y, finalmente, auspiciantes y público lo abandonaron (no me da pena). O cuando un operativo policial y de medios impiadoso e infame filmó a Diego Maradona saliendo escoltado por policías de un departamento del barrio de Caballito, expuesto públicamente por sus problemas de adicciones, violando impunemente la privacidad de quien solo nos dio alegrías, y que tan bien interpretó Alejandro Dolina, cuando dijo que en un país donde todos somos cinco no podemos tolerar la presencia de un 10.
El primer año de Javier Milei en la Presidencia se convirtió en un momento disruptivo del sistema sociopolítico argentino, convirtiendo sus convicciones en dogma de fe, cuya potencia solo puede compararse con la aparición de Juan Domingo Perón, el hombre que convirtió la política argentina en una teocracia.
Este es el año del león, pero sería bueno que Milei tome nota de la historia contemporánea argentina, que es tan volátil como caprichosa, que endiosa a alguien sin darse cuenta y lo destroza sin saber por qué (esto se lo saqué a Shakespeare, y en épocas atenazadas por derechos de propiedad y redes sociales, prefiero aclarar, a ver si encima despierto al genio). Los dioses no existen, son una construcción de los seres humanos para poder soportar su esporádico paso por la Tierra. Pero abundan cantos de sirenas. Los antiguos griegos siempre tenían razón. Tomemos nota, señor presidente, fieles devotos, y los demás. La naturaleza no puede ser manipulada por el hombre, y la vida se abre camino sola. No deberíamos jugar con la genética de la sociedad o los dinosaurios van a volver desencadenados.