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    Argentina y sus eternas recurrencias

    Es sorprendente constatar cómo la Argentina se rinde cíclicamente ante el mesianismo populista cuando se consiguen algunas mejoras económicas, por más fugaces que parezcan

    El presidente argentino Javier Milei se ha convertido en una figura global. Su popularidad, basada en su radicalidad ideológica, su personalidad excéntrica y sus discursos extravagantes, lo ha transformado en uno de los mandatarios más mentados del mundo entero. Parece increíble que este personaje, que él mismo se encarga de alimentar día a día, y salido de un país periférico, obtenga la atención de las personas más poderosas del planeta, como Donald Trump, o los más renombrados empresarios y multimillonarios del mundo de la tecnología.

    En Argentina resulta inevitable preguntarse (y es quizás el comentario más repetido en todo tipo de reuniones) cuán sólidas son las bases de este ascenso meteórico del presidente argentino. ¿Es Milei una cenicienta, a quien en cualquier momento le dan las 12 y vuelve súbitamente a la realidad latinoamericana de pobreza e intrascendencia, o el nuevo mundo que estamos empezando a conocer se construye a partir de sobreactuaciones que consiguen adhesión porque entretienen al gran público?

    Hay algo que es seguro, y es que el actual estrellato internacional de Milei está sujeto a condiciones internas que, al menos hasta el momento, son bastante inciertas. Por supuesto, su principal fortaleza radica en haber bajado drásticamente la inflación. Ese resultado, atado al mantenimiento de un dólar barato y de haber logrado eliminar el déficit fiscal, ha despertado un gran optimismo en los mercados financieros del país y del exterior, así como el beneplácito de gran parte del empresariado. Se acepta que, a pesar de que en rigor no hay un plan económico integral, este esquema ha logrado despejar las dudas iniciales y está consiguiendo sentar las bases para que el día de mañana se pueda pensar en algún programa de desarrollo. Aunque la recesión persiste, si en los próximos meses la economía continuara por este sendero, el gobierno no tendría mayores dificultades en ganar las elecciones legislativas de medio término de 2025 y poder avanzar con su agenda con menos traspiés que hasta ahora.

    Sin embargo, la agenda del gobierno de Milei contiene otro grupo de elementos constitutivos, basados en aquello que le permitió ganar las presidenciales de 2023: la disrupción con casi todo lo conocido, sea bueno o sea malo. Por esta razón, no se puede esperar que Milei solo haga “el trabajo sucio” de estabilización de la macroeconomía, absorbiendo los altos costos sociales que ello conlleva, para después pasar a una fase más normal de convivencia. El mileísmo es un “combo” inseparable ideológica y políticamente. Así, desde hace algunos meses viene confrontando con las universidades (que no son perfectas pero hacen malabares con sus magros presupuestos históricos), que son las instituciones con mejor imagen pública en el país. La necesidad de reducir gastos también en la educación superior fue claramente una excusa. De hecho, a pesar de los ajustes y los despidos de a miles en el Estado, el gobierno llevó casi al triple la cantidad de cargos políticos que forman parte del centro presidencial, es decir, las agencias de asistencia directa al funcionamiento de la presidencia (incluidas las que controla su propia hermana en abierta violación de la normativa vigente que prohíbe a los funcionarios a nombrar familiares en el Estado). Otro ejemplo de disrupción y exageración sin mayor sentido es que la semana pasada la Argentina fue el único país del mundo en votar en contra de una resolución de la Asamblea General de la ONU sobre la prevención de la violencia contra mujeres y niñas.

    Estas ambivalencias (la combinación de normalización económica y disrupción política) le sirven al gobierno en su exitoso afán de controlar de manera absoluta la agenda pública. El gobierno domina el escenario y la oposición no sabe qué hacer. Pero lo que resulta más controversial es el trazo extremadamente grueso con el que lo consigue y los temores que despierta respecto del funcionamiento del régimen democrático. Si bien es cierto que no se han cruzado las barreras cruciales, el gobierno de Milei no deja de dar señales inquietantes en esta materia.

    En primer lugar, despiertan dudas las formas de participar en el debate público que muestran el presidente y sus seguidores. Ellos se defienden diciendo que lo importante no son las formas sino el fondo de los asuntos, pero eso es incorrecto: con el fin de no ser puesta en niveles de tensión peligrosos para su propia salud, la democracia requiere de ciertos modales para que nadie quiera levantarse de la mesa. Los contenidos pueden variar con la dirección impuesta por cada gobierno, pero la democracia, en rigor de verdad, es básicamente una forma que debe ser cuidada.

    En segundo lugar, también encienden algunas alarmas las constantes provocaciones para crispar a la sociedad: se le cambia el nombre al Centro Cultural Kirchner pero para ponerle el nombre del partido de Milei; se declara que el presidente Raúl Alfonsín fue un golpista; se le quita a la expresidenta Cristina Kirchner una jubilación de privilegio dispuesta por una ley a través de una resolución administrativa (es cierto que se trata de una jubilación millonaria y hasta impúdica, pero el mecanismo y la arbitrariedad son muy polémicos); se difunde el retiro de bustos del expresidente Néstor Kirchner de oficinas estatales; y se proyecta la demolición del edificio histórico en el que Evita hizo su famoso “renunciamiento” a la candidatura a vicepresidente de Perón en 1951. El gobierno llama “ratas” a los parlamentarios, “terroristas” a los trabajadores que hacen huelga e impulsa un control ideológico macartista (con elogios al senador estadounidense McCarthy incluidos) a los funcionarios de la Cancillería.

    Pero dejemos los fuegos artificiales y vayamos, en tercer lugar, a los contenidos, que preocupan todavía más. Milei limitó por decreto los derechos de los ciudadanos a solicitar a los funcionarios información pública sobre cómo gobiernan, justamente, en su nombre. En la era de la información, el gobierno busca el secreto y la opacidad. A ello se suman los ataques a periodistas independientes en niveles aún mayores de los que conocimos bajo los gobiernos kirchneristas y el intento de avanzar en el debilitamiento directo de la oposición mediante proyectos que buscan eliminar el sistema de primarias, el financiamiento a los partidos políticos para hacer campaña, los espacios cedidos gratuitamente en los períodos preelectorales y la obligatoriedad de los debates presidenciales. Son bríos destinados a mutilar la circulación de ideas y propuestas alternativas (savia vital de la democracia) en nombre del ahorro de dinero. Vale recordar que todo este ahorro en el “gasto político” es inferior al presupuesto de la nueva agencia de inteligencia del Estado, que recibió aumentos presupuestarios superiores al mil por ciento. En otras palabras, la tan clamada austeridad no rige para las oficinas encargadas de hacer inteligencia y entonces asusta que desde la perspectiva del gobierno sea la propia democracia lo que se considere un gasto excesivo.

    En cualquier caso, el gobierno de Milei es claramente un gobierno populista. Una de las características del populismo es que niega al otro la posibilidad de expresarse de manera legítima (es el “pueblo oprimido” versus las “elites parasitarias”). Y otro rasgo central es que ese otro va cambiando según las circunstancias. Esa oposición fundamental, sin embargo, nunca llega a serlo del todo porque es siempre maleable y a medida. En el caso de Milei, es sorprendente la velocidad con la que cambia la frontera que separa a “la casta” de “los argentinos de bien”: en ese nuevo cielo pueden entrar mágicamente políticos profesionales de larga actuación en cualquier partido (incluido el kirchnerismo). Y, como todos los populismos, pone en tensión algunos de los elementos esenciales para el funcionamiento de la forma democrática, como el pluralismo, la rendición de cuentas y la libertad de opinión y oposición.

    Es sorprendente constatar cómo la Argentina se rinde cíclicamente ante el mesianismo populista cuando se consiguen algunas mejoras económicas, por más fugaces que parezcan. La pregunta que hoy desvela a los demócratas argentinos es si esta vez el populismo podrá quebrar las defensas democráticas y deslizarse hacia alguna forma de régimen híbrido o abiertamente autoritario. El gran politólogo español Juan Linz enseñó hace 50 años que, cuando algo así ocurre, es porque algunos líderes políticos abdican de sus valores democráticos y su moderación con la esperanza de alguna ventaja particular y algunos sectores de la sociedad lo hacen anhelando un gobierno más eficaz. Aquí la preocupación crece aún más porque, si bien es cierto que los resultados económicos son muy importantes, lo que produce democracia no es el superávit fiscal sino del liderazgo político, que deja mucho que desear.

    *Politólogo, profesor de ciencia política UBA