En los últimos días, la muerte tocó de cerca en reiteradas ocasiones. Partieron tres personas con las que compartí distintos momentos o ámbitos de mi vida, y sus ausencias me dejaron pensando, con una mezcla de tristeza y lucidez, en cuanto a la fragilidad de todo lo que día a día damos por sentado. Pero también en lo que queda. En eso que no muere con nosotros y que solemos planificar como nuestro legado.
Rafael Hermida fue uno de ellos. Lo conocí en 2001 por los pasillos de la Facultad de Ingeniería de la Universidad Católica. Años después, nos volvimos a cruzar en ámbitos profesionales. No fuimos amigos íntimos, pero compartíamos una relación cercana, genuina, de respeto y diálogo. Lideró varios años la operación de Mercado Libre en Uruguay. Siempre me impresionó la humildad con la que lo hizo, su capacidad para mirar hacia adelante, su empuje por transformar lo técnico en humano, lo complejo en posible y la entereza con la que vivió los últimos años de su vida luchando contra una dura enfermedad que finalmente se lo llevó el pasado fin de semana.
También falleció de forma inesperada, hace un par de semanas, Gonzalo Varela, reconocido cardiólogo y durante muchos años presidente de la comisión directiva de básquetbol del Club Biguá. Más allá de su prestigio en el ámbito médico, lo que más destacaban quienes lo rodeaban era su calidad humana, su compromiso callado, su vocación de servicio. Fue un verdadero referente, de esos que construyen comunidad con hechos, no con discursos.
El lunes por la mañana amanecí con la noticia del fallecimiento de Humberto Graña en un accidente de tránsito, ingeniero industrial, dedicado a Alcoholes del Uruguay (Alur), a quien tuve hace unos seis años como alumno en el MBA. Recuerdo su mirada inquieta, su actitud abierta, su gratitud por cada nuevo aprendizaje. Era de esas personas que, incluso ya avanzadas en su carrera, nunca dejaban de hacerse preguntas ni de buscar entender más y mejor.
La noticia de sus muertes me paralizó por un momento. Luego, me empujó a escribir al punto tal que cambié la temática que tenía planificada para mi columna de esta semana. Porque cuando la vida se acorta de golpe, lo que queda es la pregunta por su sentido. ¿Qué estamos dejando atrás? ¿Qué recordarán de nosotros? ¿Estamos construyendo, cada día, un legado que merezca ser transmitido?
Como líder, dejar un gran legado es posiblemente lo más poderoso que alguien pueda hacer en su carrera y en su vida, porque es lo que permite tener influencia en el futuro, incluso después de estar físicamente fuera de escena. Es clave para optimizar el impacto en su organización y su gente. La construcción del legado en contextos empresariales puede tomar la forma de trabajar para garantizar la viabilidad a largo plazo de la organización y hacerla más fuerte, más productiva y más valiosa de lo que era antes. O, en escenarios más cambiantes liderados por emprendedores, crear una organización completamente nueva. Pensar en tu legado también es una excelente manera de asegurarse de que estás teniendo en cuenta la perspectiva a largo plazo de tu organización y que resistís la tentación de tomar decisiones miopes que están demasiado enfocadas en la ganancia o beneficios a corto plazo.
Entonces, ¿cómo podemos tener en cuenta nuestro legado a medida que tomamos decisiones cotidianas?
Tomar conciencia de cómo te ven los demás
Si has ocupado un puesto senior durante un tiempo, es probable que tengas una idea de cómo te ven los demás. Pero la autopercepción solo cuenta una parte de la historia. Invitá a algunos colegas de confianza que te vean en diferentes contextos, ya sea que lo pidas en persona o por correo electrónico. Podés decir: “Estoy reflexionando sobre el tipo de impacto que estoy teniendo. ¿Estarías dispuesto a compartir tu experiencia trabajando conmigo?”.
Algunas ideas a relevar con los demás podrían ser cuáles son las dos o tres palabras que usarían para describirte en el trabajo, qué es lo que quizás no te des cuenta sobre cómo te presentás o en qué dimensiones piensan los demás que hacés el mayor impacto. Hacer esto implica tener la mente abierta. Algunas ideas pueden sorprenderte; otras pueden confirmar lo que ya sabés. Ambas son valiosas para aumentar la autoconciencia.
Recordar a los que ya no están y pensar en cómo te afectaron sus acciones
¿Qué recursos dejaron para vos y tus contemporáneos? ¿Cómo cambiaron tu vida y la de tu empresa por brindarte oportunidades? ¿Cómo influyeron en la cultura de tu organización?
Si bien no siempre se pueden corresponder las acciones de las generaciones anteriores, se puede devolver el favor comportándose de manera similar con la próxima generación de actores organizacionales. Como dice la frase: “sé el adulto que necesitabas cuando eras un niño”. Cuando se adopta una perspectiva a largo plazo y se piensa en la organización en términos de múltiples generaciones, la reciprocidad no es directa, sino que adopta una forma más generalizada. Cuando tomamos conciencia de todo lo que nos hemos beneficiado del legado de la generación anterior, podemos pensar en el legado positivo que queremos dejar a las generaciones futuras y así tomar mejores decisiones orientadas a largo plazo.
Pensar siempre en las personas primero
En el liderazgo, el verdadero legado no está en los resultados que se logran, sino en las personas que se transforman en el camino. Pensar primero en las personas no es solo una actitud empática, es una estrategia de impacto duradero.
Los líderes que dejan huella son aquellos que ponen a las personas en el centro de sus decisiones. Son aquellos que entienden que los equipos no son recursos, sino seres humanos con aspiraciones, miedos y potencial y que saben que un negocio crece en la medida en que crecen quienes lo hacen posible.
En un mundo donde todo cambia rápidamente, lo que permanece es cómo hiciste sentir a los demás, cómo los ayudaste a desarrollarse, cómo los inspiraste a ser mejores incluso cuando ya no estabas presente. Pensar primero en las personas no significa ser menos exigente. Significa liderar con propósito, con conciencia del impacto que cada decisión tiene sobre otros.
Algún día te vas a morir
Un día de 1888, un hombre rico y exitoso estaba leyendo lo que se suponía que era el obituario de su hermano en un periódico francés. Mientras leía, se dio cuenta de que el editor había confundido a los dos hermanos y había escrito un obituario para él. El titular proclamaba: “El mercader de la muerte ha muerto”, y luego describía a un hombre que había obtenido su riqueza ayudando a la gente a matarse unos a otros.
El hombre quedó profundamente preocupado y afectado por esta visión de lo que podría haber sido su legado si realmente hubiera muerto ese día. Se cree que este incidente fue fundamental para motivarlo a dejar casi toda su fortuna, tras su muerte real ocho años después, para financiar premios anuales destinados a quienes más beneficiaran a la humanidad con su trabajo. Esta es, por supuesto, la verdadera historia de Alfred Nobel, el inventor de la dinamita y el fundador del Premio Nobel.
Sí, todos morimos. Cuando se nos recuerda nuestra muerte, recordamos que no queremos morir, obviamente queremos vivir. Pero entendemos la inevitabilidad de la muerte y ese hecho crea un dilema existencial a la luz de nuestro, profundamente arraigado, instinto de supervivencia. Una de las cosas más efectivas que podemos hacer para calmar nuestra ansiedad acerca de la muerte es intentar trascenderla encontrando significado a nuestras vidas. Un aspecto central de este significado es que tenemos un impacto que persiste más allá de nuestra existencia física.
Hace un par de años, el doctor Daniel Radesca, experto en cuidados paliativos, me hizo una pregunta que hoy uso en algunos ejercicios para ayudar a encontrar el propósito personal: “¿Te gustaría saber la fecha exacta de tu muerte?”. No tuve ni tengo la respuesta a esa pregunta. Cuando la hago, me doy cuenta de que se abre en los demás una ventana profunda hacia nuestra relación con la finitud, el control y la incertidumbre. Quienes responden que sí, suelen buscar una sensación de preparación o dominio sobre lo inevitable, como si el conocimiento les otorgara la posibilidad de organizar su vida con mayor propósito o evitar el arrepentimiento. En cambio, quienes responden que no, muchas veces lo hacen para protegerse del peso emocional que conllevaría vivir con una cuenta regresiva visible, priorizando la libertad del presente, carpe diem. Ambas respuestas revelan actitudes distintas ante la vida; algunos necesitan certezas para actuar, otros prefieren que el misterio alimente su espontaneidad. En el fondo, la pregunta no trata solo de la muerte, sino de cómo elegimos vivir. Y ahí no hay dobles lecturas, lo que perduran son los hechos, los actos, aquello que hicimos o que dejamos de hacer.
Nuestro impacto duradero está moldeado por lo que es consistente, no necesariamente por lo que es ruidoso. Desde mi experiencia, son las acciones simples y cotidianas las que generan confianza, refuerzan tus valores y dan forma a la manera en que las personas te recordarán. Ese es el impacto que siento que han dejado en mí —en distintas medidas y sin haberlos conocido tanto como hubiera querido— las vidas de Rafa, Gonzalo y Humberto. ¿Qué dirán tus hechos sobre vos? ¿Y cómo empezarás a darles forma hoy?