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Esa capacidad de negociar de manera amortiguada las diferencias parece haberse recuperado como señal de identidad de la ciudadanía uruguaya y hasta del país como proyecto común
En la presentación del ensayo de Carlos Real de Azúa, Uruguay, ¿una sociedad amortiguadora?, Juan Rial recuerda que en su primera versión el texto no incluía los signos de interrogación. El trabajo, editado de forma póstuma en 1985, es “un balance de constantes e invariantes” en los períodos sociopolíticos uruguayos que habían llevado a esa sociedad amortiguadora de conflictos y también a su “amortización”. A la luz del agrietamiento de la convivencia que se vivía en 1973, año en que escribe el material, Real de Azúa decide agregar los signos de interrogación. El quiebre institucional de ese mismo año los volvió plenamente justificados.
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Hoy, a más de 40 años de recuperada la libertad en el país, con una democracia consolidada y ante el rechazo a los dos recientes plebiscitos planteados a la ciudadanía, quizá sea momento de cuestionar la permanencia de los signos. ¿Por qué? Porque esa capacidad de negociar de manera amortiguada las diferencias parece haberse recuperado como señal de identidad de la ciudadanía uruguaya y hasta del país como proyecto común. El rechazo a dos proyectos de corte populista (ambos ofrecían “soluciones” sencillas a problemas muy complejos) parece indicar que una mayoría muy amplia de uruguayos no suele verse entusiasmada por los cantos de sirena de propuestas que tienen poco de viable y menos de solución.
El plebiscito relativo a la seguridad social, que provocó la alarma entre la inmensa mayoría de los economistas de todos los signos políticos, era tan seductor como inviable: ¿quién no querría que fuera la propia Constitución de la República la que nos garantice que nos jubilamos antes y cobramos más? Que eso provoque un problema en las cuentas nacionales, tan grande como para hacer tambalear la posibilidad misma de las políticas sociales más necesarias, o que hipoteque las posibilidades de jubilación de las generaciones futuras, es un problema que “la vida dirá” cómo se arregla, según la fórmula de Daniel Olesker. O, parafraseando lo que dice un amigo cuando comienza a beber temprano, “que se joda mi yo de mañana”. Sin embargo, esta convocatoria concreta de esa clase de populismo que cree que las políticas públicas son siempre una cuestión de buena o mala voluntad moral, y que plata siempre hay, estuvo lejos de ser mayoritaria.
El plebiscito, promovido por el PIT-CNT, la Federación Uruguaya de Cooperativas de Vivienda por Ayuda Mutua (Fucvam), la Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay, el Partido Comunista y el Partido Socialista, entre otras organizaciones sociales y políticas, proponía fijar la edad de retiro en los 60 años, equiparar la jubilación mínima con el salario mínimo e implicaba la eliminación de los fondos privados de pensión. Todo muy sencillo y tentador; sin embargo, apenas 36 uruguayos de cada 100 votaron por él. ¿Quiere esto decir, como se pudo leer en X, que los restantes 64 electores son idiotas abducidos por _______________ (complete con el nombre de su fobia ideológica favorita)? Tiendo a creer que no, que se trata justamente de una ciudadanía que, al decir de Real de Azúa, intenta estar alejada de las “tensiones extremosas”. Tal como apunta el ensayista, esto no equivale a que la uruguaya sea “una sociedad de bajas tensiones”. “Todo ocurre en todos lados, dijo alguna vez sensatamente Marías, y la estimación importante es saber en qué grado, con qué cuantía ocurre”, apunta en su libro Real de Azúa. Y agrega: “Aunque esto provoque desdén en un modo de producción intelectual dominante que solo atiende a las opciones tajantes, lo muchas veces decisivo puede no ser el ‘sí’ y el ‘no’, el ‘cero-suma’, sino el ‘más’ y el ‘menos’”.
Algo parecido se puede decir del otro plebiscito, el de los allanamientos nocturnos. De la misma forma que el de la seguridad social responde a la agenda ideológica de los sectores más radicales de la izquierda y funciona como una forma de mostrarles a sus adherentes que esas ideas tienen músculo en su lucha con el poder, el de los allanamientos funciona como una suerte de placebo dirigido a los sectores más punitivistas del electorado, que creen que la inseguridad se arregla achicando libertades. Apela también a los sectores más angustiados, por lo que se percibe como una creciente ola de violencia que no parece tener techo y que, después de años de extenderse por los márgenes, empieza ahora a salpicar a los integrados. Ahora, que esa ola efectivamente exista, no implica en absoluto que se pueda solucionar (o siquiera empezar a solucionar) gracias a los allanamientos nocturnos.
Incluso, alguien que suele apelar al uso de la evidencia para defender las medidas que se toman, el criminólogo colorado Diego Sanjurjo, casi siempre defendió la propuesta en clave política y no técnica. “Al sistema político le sirve polarizar para mantener la militancia activa. Todos los líderes del Frente Amplio apoyaban los allanamientos nocturnos cuando estaban en el gobierno, pero ahora se oponen”, dijo en una entrevista reciente, en la que, por cierto, no aportaba ningún dato que mostrara de qué manera concreta y medible los allanamientos dan alguna garantía de mejorar la situación previa. Decir que no se conoce ningún policía que se oponga a los allanamientos nocturnos, como decía allí Sanjurjo, no califica como evidencia. Por cierto, creo que Diego es de los mejores cuadros técnicos que tiene este gobierno. Pero política y técnica son cosas distintas.
De alguna forma, en su rechazo a los dos plebiscitos populistas que se le plantearon, la ciudadanía uruguaya parece confirmar la intuición del presidente Lacalle Pou, cuando llamó a “la libertad responsable” (concepto que es muy bien desarrollado por Daniel Supervielle en el libro homónimo) a la hora de diseñar las medidas frente a la pandemia. El rechazo a las propuestas que desde un lado y otro del espectro ideológico se le hicieron parece haber sido la norma entre la ciudadanía. A pesar de las muchas “ventajas” que ofrecían, ambos plebiscitos no estuvieron ni cerca de una mayoría. ¿Qué es lo que puede explicar esa resistencia a lo que se le plantea como una posibilidad sencilla y accesible? Quizá sea aquella amortiguación de la que hablaba Real de Azúa en su fundamental análisis.
Dice Real de Azúa que “la presencia de ‘constantes’ o ‘invariables’ se despliega a veces con total ostensibilidad mientras en otras se emboza de modo diverso; en ambos casos, empero, esa misma continuidad les da, por su fuerza acumulada —y ya entonces ‘tradicional’— un poder de incidencia mucho mayor que el que en cada período, aisladamente ponderadas, hubieran sido capaces de mostrar”. Entre ellas, el ensayista apunta “la amortización del disenso social y de la marginalización de los sectores más desheredados”. El rechazo a los plebiscitos parecería ser uno de esos momentos de mayor incidencia de las “invariables” de las que habla Real de Azúa. Como si el electorado uruguayo fuera bastante consciente de los logros colectivos obtenidos y que, incluso, aunque entienda que estos son insuficientes y deben ser transformados, considera mejores las opciones responsables, amortiguadas, que los más llamativos y ruidosos cantos de sirena.