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Una ley que busque proteger a las trabajadoras sexuales no debería jamás abrir la puerta a que el trabajo sexual pueda ser prestado “en relación de dependencia”, ya que eso sería legalizar la explotación
Redactar una ley sobre trabajo sexual es tarea compleja. Y lo es por la sensibilidad y capacitación específica que requiere legislar sobre la vida de personas históricamente estigmatizadas. Lo es por todas las aristas y problemáticas que el tema conlleva.
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El 14 de agosto se aprobó en la Cámara de Diputados un proyecto de ley de trabajo sexual, llevado adelante por la colorada María Eugenia Roselló y el nacionalista Pedro Jisdonian, junto con el Ministerio de Salud Pública (MSP) y el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social (MTSS). Este proyecto derogaría la ley de Trabajo Sexual (17.515), vigente en Uruguay desde el año 2002.
La ley de 2002 había sido presentada por el diputado del Partido Colorado Daniel García Pintos. Desde hace años, la Organización de Trabajadoras Sexuales del Uruguay (Otras) y otros colectivos relacionados con el trabajo sexual vienen pidiendo modificaciones a una ley que las trata más como objetos de consumo que como sujetas de derecho. Una ley que define un “trabajo”, pero establece que este debe ser regido por el Ministerio del Interior y el Ministerio de Salud, y no por el MTSS. Una ley que pretende naturalizar una actividad al mismo tiempo que aclara que, “por el solo hecho de su actividad, no serán pasibles de detención por parte de la autoridad policial” (aclaración extraña para algo que pretende ser considerado un “trabajo”). Una ley que se aboca a definir lo que pueden y no pueden hacer quienes ejercen esta actividad “a cambio de una remuneración”, sin hacer la más mínima referencia a la otra parte del asunto: la persona que remunera.
El proyecto recientemente aprobado en Diputados “tiene como finalidad establecer niveles mínimos de protección para las trabajadoras y los trabajadores que desarrollen trabajo sexual”. Sin embargo, como señala la diaria, la primera versión del proyecto fue redactada sin los aportes de las trabajadoras sexuales organizadas, quienes tuvieron que solicitar ser recibidas en la comisión, ante la preocupación por algunos artículos de la propuesta.
La principal alarma era la ambigüedad con que el proyecto se refería al proxenetismo, en especial en el artículo 28, algo que fue cambiado a solicitud de los colectivos. Una ley que busque proteger a las trabajadoras sexuales no debería jamás abrir la puerta a que el trabajo sexual pueda ser prestado “en relación de dependencia”, ya que eso sería legalizar la explotación.
Otro aspecto relevante para los colectivos es que el MTSS sea el que tome el papel central en la regulación. Sin embargo, en el proyecto presentado siguen ocupando un lugar central la Policía y el Ministerio del Interior, lo que, de alguna manera, transparenta la visión de quienes redactaron la ley. Una visión que les hizo mantener aspectos de la vieja norma, como, por ejemplo, que: “La reglamentación deberá prever en forma precisa el horario, la vestimenta, como así también el comportamiento del trabajador sexual, de modo que no afecte la sensibilidad de las familias de la vecindad ni resulte lesivo para niños y adolescentes”. Rompe los ojos que una ley que busca “aumentar la protección” a las trabajadoras sexuales mantenga un enfoque que, en definitiva, se preocupa más por no afectar “la sensibilidad de las familias” que por detallar con claridad las prohibiciones a los responsables de los establecimientos privados donde se ejerce el trabajo sexual.
El 31 de julio, la Comisión de Legislación del Trabajo de la Cámara de Representantes recibió a integrantes de Otras, del Grupo Visión Nocturna y del colectivo Mas.Tras (masculinidades en el trabajo sexual). Allí, otra de las preocupaciones manifestadas hacía referencia a que el proyecto de ley mantenía una mirada estigmatizante que se podía sentir a lo largo de la redacción. Me apena decir que tuve la misma sensación al leer el proyecto, la sensación de una redacción que en todo momento mantiene expresiones problemáticas. Por ejemplo, decir que la trabajadora sexual deberá “someterse” a controles sanitarios, en lugar de simplemente decir “realizarse” controles, parece una tontería, pero no lo es. Legislar implica tener la oportunidad de cambiar un estigma histórico a través de la letra misma de la norma, pero para eso es necesario ser consciente de los propios sesgos.
“Me parece que tendría que ser una buena noticia que los problemas sean de nombre y no de tema, es decir, de fondo del asunto”, respondió molesto el diputado Jisdonian ante el planteo de los colectivos. Pero la forma en que los “asuntos” son nombrados, es, en realidad, un tema de fondo: nos habla precisamente del marco conceptual en el que cada quien se para. Las modificaciones a la ley del 2002 son, sin duda, urgentes, pero ojalá el nuevo proyecto pueda incorporar una mirada más sensible e informada hacia la temática.
Y para quien quiera saber un poco más sobre la vida de las trabajadoras sexuales, puede ver desde hoy en cines el documental Mala reputación, protagonizado por la extrabajadora sexual y activista por los derechos humanos Karina Núñez.