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El ojo, el cerebro y el misterio de ‘La joven de la perla’
El cuadro más famoso de Johannes Vermeer provoca en los espectadores un fenómeno llamado bucle de atención sostenida, mediante el cual quienes lo observan quedan atrapados y fascinados por la magistral manipulación óptica del artista
Cuando contemplamos un cuadro lo hacemos con el cuerpo y con la mente, el ojo recibe los estímulos y nuestro cerebro decodifica la información y desencadena el proceso de la percepción. Parece sencillo, pero todo aquel que tenga una obra de arte favorita sabe bien que no es razón suficiente para explicar la atracción que nos produce y el torrente de emociones que nos provoca. Ese es el reto que se ha propuesto develar el Museo Mauritshuis de La Haya al convocar a un grupo de neurocientíficos para que estudien las reacciones cerebrales de los espectadores frente a la estrella del museo, la famosísima Joven de la perla, obra del gran maestro barroco Johannes Vermeer.
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La experiencia incluyó dos grupos de personas de entre 21 y 65 años y cinco cuadros de géneros bien distintos: La lección de anatomía de Rembrandt, cuyo tema es el retrato colectivo, La vista de Delft de Vermeer, que es un paisaje, El violinista de Gerrit van Honthorst, pintura de género, el Autorretrato de Rembrandt de 1669 y, por supuesto, La joven de la perla. En la primera fase del estudio, los espectadores recorrieron los cuadros llevando en su cabeza un casco portátil de electroencefalograma y un rastreador visual. El primero permitía registrar la actividad cerebral, y el segundo reconocer los movimientos oculares al cotejar lo que se ve con la información que se busca. La segunda fase transcurrió en la Universidad de Ámsterdam, en donde observaban las reproducciones de las cinco pinturas mientras se les realizaba un escáner de resonancia magnética funcional.
El resultado concluyó que, a diferencia de los otros cuatro cuadros, la joven de Vermeer provoca un fenómeno neurológico llamado bucle de atención sostenida. El espectador queda atrapado en una ruta de tres puntos focales específicos; el ojo izquierdo, luego, la boca y, de allí, a la perla. Mas lo fascinante es que volvían al ojo y a la boca y una vez más a la perla, y así una y otra vez. Asimismo, los científicos explicaron que el cuadro generó una fuerte estimulación de la región cerebral del precúneo (o precuña), zona del lóbulo parietal que desempeña un papel esencial en varias funciones cognitivas avanzadas como la conciencia y la identidad personal. Por otra parte, se pudo constatar que la reacción emocional ante la obra original es 10 veces más intensa que ante la reproducción. Un dato que podría parecer intrascendente, pero que, sin embargo, nos dice que las imágenes artísticas reproducidas en tazas, pósteres y demás objetos de merchandising en lugar de banalizar la obra potencian el original. En pocas palabras, gracias a la multitud de reproducciones la experiencia con lo auténtico adquiere mayor valor.
Sin duda, estos estudios son atractivos y enriquecen nuestro conocimiento sobre los procesos de la percepción, pero lo cierto es que hace mucho tiempo que sabemos que la fascinación por La joven de la perla es fruto de la magistral manipulación óptica que pintó Vermeer. Un artista extremadamente reflexivo que, desde su pequeña y deliciosa Delft, manipuló nuestros ojos con infinitos efectos visuales como la reducción de la profundidad de campo, la forma por contraste de luz y oscuridad, la impresión de luz por puntos desenfocados y un gran etcétera. Es que en el siglo XVII el fenómeno de la luz era centro del debate científico y artístico, universos que no estaban divorciados como hoy y que partían de un mismo principio: la observación.
No es casual que en 1665 Isaac Newton llevara a cabo su experimento de la descomposición de la luz y que ese sea el año en que se pintó La joven de la perla. A pocas cuadras de la casa de Vermeer en Delft, vivía Anton van Leeuwenhoek, gran investigador de lentes y cámaras oscuras, considerado el padre de la microbiología por ser el primero en observar con un microscopio bacterias y otros microrganismos. Van Leeuwenhoek —que fue el albacea testamentario de Vermeer— se carteaba con Christiaan Huygens, quien talló unas poderosas lentes y con un telescopio de su invención descubrió los anillos de Saturno. Ahora, lo fabuloso de Vermeer es la forma en la que concilió su curiosidad científica por lo visible y lo invisible con su capacidad para técnicamente trasladarla a una pintura.
Si observamos La joven de la perla, veremos que la chica no tiene cejas ni pestañas, que sus pupilas son líquidas y que la nariz no existe como tal. Veremos que la perla no es perla, sino un magnífico punto de luz, el pendiente no “pende” del lóbulo, la superficie es tan solo un toque de blanco y un reflejo. Vermeer no pintó todo lo que vemos, sabía que nuestro cerebro completaría lo que faltaba y así su punto de luz podía convertirse ópticamente en una resplandeciente perla. No sabía que llamaríamos al fenómeno bucle de atención sostenida, pero sin duda conocía sus efectos. El resto es puro misterio, y quizás es mejor que siga así.