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Mientras nuestra acción social esté orientada a dar un show de cara a los otros antes que a intentar modificar los problemas de fondo, sabiendo que no se tiene la menor garantía de poder modificarlos, seguirán prosperando los tipos de doble cara, los nefastos y los crápulas
Si algo deja en evidencia la denuncia por violencia de género realizada por su expareja contra el expresidente argentino Alberto Fernández es lo epidérmica que puede ser la adhesión a las causas. O, mejor dicho, lo fácil que es hacerse pasar por bueno en nuestra sociedad del espectáculo, cuando se es un sátrapa de verdad. Como en la sociedad del espectáculo las palabras equivalen a los hechos, venimos concentrándonos en cambiar las palabras y esperando que los hechos caigan tras ser empujados por los símbolos. De ahí que a los crápulas les resulte sencillo sumarse al coro de los virtuosos: lo único que se exige para ser del bando bueno es hacer declaraciones de buena fe y mostrar adhesión a la causa.
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En una sociedad en donde el compromiso con la causa se mide por los likes que se dan en redes, por los memes que se postean, por la adhesión ruidosa al griterío de turno, en donde lo que importa antes que nada es ser visto en el acto de indignarse, es muy difícil que los asuntos colectivos sean percibidos en su real complejidad. No todos los temas sociales son binarios y/o fácilmente explicables sobre un eje único. La mayor parte de los asuntos humanos no son en blanco y negro, sino que se ubican en algún tono del gris. Y localizarlos recorriendo el gradiente es una tarea que va más allá de subir un meme y regocijarnos con lo buenos que somos.
Por supuesto, la acusación contra Fernández debe ser probada, por lo que, de momento, el hombre es presunto agresor y no agresor en firme. En nuestro derecho, quien acusa debe probar y hasta que esa prueba no pase por el proceso legal, el acusado es presumido inocente. Justo por eso no deja de ser irónico (aunque quizá doloroso sea una palabra más ajustada) que la militancia kirchnerista se vea obligada a recurrir a la presunción de inocencia después de años de despreciarla precisamente en los casos de violencia de género, como este. Esa militancia y otras militancias que, en su afán de restituir la voz a las mujeres que han sido silenciadas y sometidas a lo largo de los tiempos, se colocaron en el lugar del Juez Dredd, aquel personaje de cómic que detiene, juzga y ejecuta a sus detenidos sin el menor atisbo de dudas ni de garantías procesales.
Que esas militancias recuerden hoy la importancia de la presunción de inocencia y la necesidad de la prueba es un resumen también de lo superficial que viene siendo ese debate. Tan superficial que muchas veces toma la forma de subterfugio para pegarle un par de piñas retóricas al rival ideológico, sin mostrar una preocupación seria por las implicaciones de lo que se pide. Y es que las reglas del debido proceso fueron establecidas como garantía para los más débiles, incluidas las más débiles. Y es que incluso cuando esos y esas más débiles no reciban de manera adecuada los beneficios de esas garantías procesales, el camino no puede ser la destrucción del andamiaje y tirar la presunción de inocencia al tacho de la historia. Hacer eso es volver a la ley de la jungla, en donde el más fuerte es quien prevalece.
El abogado que defiende al expresidente argentino, ¿es un inmoral que merece el escarnio público o es un profesional que debe velar porque su defendido tenga un juicio justo? La pregunta vale porque a una conocida abogada uruguaya que ha defendido a personajes masculinos de muy dudosa calidad moral se la ha acusado, desde esas mismas militancias, de toda clase de cosas horribles, sin entender que es precisamente en la justeza del trato que se dispensa a los peores entre nosotros en donde se testea la calidad y confiabilidad del sistema. Si la aplicación de la ley es opcional (o de autor, como se suele decir), desaparecen las garantías para el colectivo. Colectivo que, nos guste o no, somos todos, incluidos los peores. Así que es bueno entender que eliminar esas garantías a quien más perjudica, en un sentido profundo, es a quienes las tienen como única barrera ante el abuso de los poderes constituidos.
Mencionaba el asunto en sus términos macro en la columna pasada: parte del problema de Occidente es que mucha gente ya no cree en las posibilidades de la modernidad y el proyecto ilustrado. Pero otra parte del abandono de esos resortes que estructuran nuestra experiencia colectiva tiene que ver con el progresivo auge del narcisismo: somos algo en la medida en que la mirada del otro lo confirma, no por nosotros mismos, por nuestro trabajo en la construcción interior. Ese proceso, el de construirnos como personas y ciudadanos es mucho más trabajoso y con menos garantías de éxito, que el simplemente exteriorizar de manera ruidosa y visible aquellos aspectos de nuestra identidad que, lo sabemos, cotizan mejor en nuestro ecosistema/mercado de ideas.
Leyendo los testimonios de las chicas que de manera anónima escribían en las cuentas de Varones en Instagram (siguen allí y se pueden leer, aunque es una experiencia triste y abrumadora que no recomiendo), en muchos casos era posible detectar un patrón que, en caso de confirmarse lo de Alberto Fernández, podría pasar a llamarse El patrón Alberto: los hombres se acercaban a las mujeres, muchas de ellas menores o casi, con la coartada de ser “aliades” en su lucha contra al patriarcado. Ese gesto servía para ganar la confianza de las chicas y luego violentarlas de distintas maneras. En algunos casos, llegando a la violencia física. Por supuesto, es necesario indagar cómo es que esos personajes llegan a ejercer esa violencia y hacer todo lo posible por terminar con ella. Pero es difícil que eso se logre con miradas superficiales que atienden más a los gestos y a las narrativas en torno a los gestos, en vez de tomar medidas en el mundo material. A veces son esas miradas superficiales las que, sin desearlo, obviamente, abren la puerta a los falsos “aliades” para ejercer su violencia. Ese parece ser precisamente el patrón en el caso del expresidente argentino.
La idea de que los modelos culturales presentan una ventaja sobre los modelos biológicos porque son más fácilmente modificables es una tontería seguramente derivada de los libros de autoayuda antes que de la evidencia disponible. Que algo sea cultural no equivale a que sea modificable por la simple voluntad consciente de quien quiere modificarlo. Ese constructivismo for dummies resulta muy efectivo en la pasarela de las redes sociales, donde es fácil quedar bien con la barra aplaudiendo las cosas que se nos dicen son correctas y repudiando las malas. Pero de ninguna manera el carácter cultural de algo implica que sea algo que uno se pone y se saca, como una campera. Los patrones culturales son complejos, difícilmente detectables (todos somos observadores participantes) y más difícilmente modificables. Entiendo que esta es una idea que no es fácil de resumir en un meme, pero así es la vida, muchas cosas no entran en un meme.
Mientras nuestra acción social esté orientada a dar un show de cara a los otros antes que a intentar modificar los problemas de fondo, sabiendo que no se tiene la menor garantía de poder modificarlos, seguirán prosperando los tipos de doble cara, los nefastos y los crápulas. Y así el patrón Alberto seguirá funcionando tan bien como hasta ahora.