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En la medida en que los ciudadanos acepten una política que los considera incapaces de lidiar con las complejidades de la vida en común y voten a quienes les proponen pura indignación simbólica, los políticos solo encontrarán incentivos para ir en esa dirección
El actor tiene un micrófono adelante y está hablándole al público a través de este. Se lo ve emocionado, intenso. Está pidiéndole al dueño de una de las principales cadenas de supermercados españolas que gane un poco menos, que modere sus instintos de millonario depredador, así las grandes masas pueden ahorrarse unos euros en la compra y llegar a fin de mes. Su discurso suena convincente, después de todo, los millonarios no van a dejar de serlo por ganar un poco menos y, quizá, eso alivie la situación de muchos.
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Sin embargo (siempre surge un “sin embargo” cuando la política se vuelve pura emocionalidad), el margen de ganancia neta de esa empresa es del 2%. Es decir, que, si le empresa renunciara por completo a su margen de ganancia, eso significaría apenas un par de euros menos en la compra mensual de cada comprador. Lo que resulta la nada misma cuando, por ejemplo, poder alquilar una vivienda (otro de los reclamos que hace con justicia el actor en su alocución) resulta dificilísimo en un volumen de miles de euros al año, porque los alquileres han aumentado casi 50% en los últimos 10 años en España. Y ese es el problema de hacer política como moralización y consigna de los problemas reales, que existen y que afectan la vida de muchísima gente, pero que no se solucionan con proclamas emotivas.
Que eso lo haga un actor, vaya y pase. Los actores no tienen por qué saber cómo funciona la economía y pueden opinar al respecto, aunque no tengan la menor idea, ya que así funciona la libertad de expresión. Y en todo caso, nadie tiene por qué hacerle caso a lo que un actor diga en esos terrenos de la política y la economía. Cosa distinta es cuando son los políticos mismos quienes recurren al arsenal de la cultura del espectáculo para abordar los problemas reales. O, peor aún, cuando por tratarse de gente que solo conoce esa forma de hacer política, directamente no se interesa por hacer las cuentas reales de los asuntos que promueve.
Por una cuestión de edad, de generaciones, buena parte de quienes hacen política hoy en Uruguay se encuentra en el rango de quienes crecieron como nativos digitales y, también, de quienes han conocido y manejado redes sociales desde casi su adolescencia. Es decir, de gente para la cual el “virtue signaling” es más importante que los cambios reales. Gente para la cual lo importante no es proponer medidas que puedan transformar la realidad de manera efectiva y hacerla más justa para todos, sino que sea muy visible su enojo por lo mal que están las cosas y lo moralmente superiores que ese enojo los hace frente a quienes no se enojan. Esa suerte de activismo pour la galerie, en el que lo que pesa es ser bien percibido por nuestros pares y no tanto lo que pueda realmente hacerse para cambiar eso que nos enoja. En ese sentido, se puede decir que nuestros representantes efectivamente lo son: reflejan cada vez más y mejor eso que en España se llama “postureo” y que ha convertido la plaza pública en una suerte de pasarela de vanidades, en donde el gesto visible, y hasta épico, importa muchísimo más que ponerse a pensar soluciones realistas. De alguna forma, ese método lo que hace es reconocer que los problemas reales no se solucionan tan fácilmente como se podría creer. Y que treparse a un altar moral da más réditos, pudiéndose incluso llegar al Parlamento o un carguito en algún ministerio. Ojo, es muy probable que ese “postureo” en algún punto sea sincero, pero eso no mejora su utilidad.
Los problemas que plantea ese abandono del mundo real para sumergirse en el mundo de los gestos grandilocuentes son varios. Uno, evidente, es que mandar mensajes al dueño de una cadena de supermercados hace poco por mejorar la vida de nadie, por más nobles que sean nuestras intenciones. De hecho, nos retrotrae al feudalismo, en el que se pedían favores al señor a cambio de entregarle lo producido. Lo que corresponde, aunque sea menos llamativo, es pedirles a quienes tienen oportunidad de legislar que promuevan medidas que intenten solucionar esos problemas que van más allá de la voluntad, en apariencia mágica, de un millonario.
Pero ¿qué ocurre cuando aquellos que deberían legislar en pro de las soluciones actúan dentro de la misma lógica del “postureo”? Ocurre que el ciudadano se desencanta de la política porque esta no ofrece cambios tangibles, sino una sucesión de gestos indignados. Y ese es el segundo de los problemas: cuando la política se concentra en los símbolos y el ciudadano no ve soluciones materiales, deserta de la política tradicional. Esto lo entendió muy bien Marx hace casi 200 años: de lo que se trata es de transformar las condiciones materiales de la existencia. Claro, cuando la política es hecha porque quienes hace rato tienen solucionadas las condiciones materiales de su existencia, es casi esperable que se concentren en lo simbólico que, después de todo, es de fácil acceso y difícil tasación.
Pero también se debe a que da resultados: si vengo desde hace años usando un retorica incendiaria de alguna clase y con eso me votan, ¿qué incentivos tengo como político para meterme en el barro de pensar políticas públicas realistas y complejas? Y ese pasito, el que va de la política de las soluciones a la política del espectáculo constante, ya lo dimos. Hace rato que votamos gestos y no propuestas materiales. O, mejor dicho, se nos ofrecen propuestas materiales que muy probablemente sean, en los hechos, mero gesto porque son de muy difícil realización. Lo que nos lleva al tercer problema de hacer política de gestos: se está creando un ecosistema de votantes y políticos infantilizados que, en vez de lidiar con la complejidad de lo real, prefieren vivir en esa suerte de planeta de la indignación en donde lo posible no tiene cabida porque siempre parece poco. Un votante infantilizado que no quiere saber nada de complejidades o soluciones más o menos grises, y que prefiere la seducción del ruido simbólico, pomposo e indignado. Lo que favorece, a su vez, que prosperen los políticos infantilizados que no entienden (ni les interesa) la aritmética de lo que proponen.
En la medida en que los ciudadanos acepten una política que los considera incapaces de lidiar con las complejidades de la vida en común y voten a quienes les proponen pura indignación simbólica, los políticos solo encontrarán incentivos para ir en esa dirección, la del gesto autoafirmante dirigido a mejorar nuestro estatus social. Y en la medida en que los propios políticos sean, incluso por una cuestión de edad, ciudadanos que solo han conocido esa forma de lidiar con la charla pública, la solución de los problemas reales será mucho más lenta. Cuando, por ejemplo, los problemas heredados de una administración previa son usados antes que nada como material de shows mediáticos de alto impacto político (en términos simbólicos), el ecosistema se verá reforzado en esa dirección. Pienso en las famosas auditorias del gobierno anterior y en el show montado por Presidencia en torno a Cardama: las dos cosas se podrían haber resuelto mejor sin “postureo”, pero lo que rinde políticamente es, justo, hacer esa clase de ruido. Así nos va.