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Sí, es extraño, la explotación de crímenes se tolera muy bien en los medios de comunicación, televisión, redes, prensa, y a nadie se le ocurre salir a cuestionar a cada periodista o participante de paneles que le saca el jugo a la situación; ¿acaso la sociedad siente que un libro es más peligroso que otras formas de difusión?
Estamos en España, provincia de Córdoba, pero podría ser cualquier otra parte. Son las dos de la tarde del 8 de octubre de 2011 y José Bretón empieza a preparar la fogata en la que quemará a sus dos hijos, de dos y seis años, presumiblemente muertos, aunque de eso no hay evidencia, solo su propia palabra. En el viaje les suministró ansiolíticos para adormecerlos o para matarlos, tampoco hay certeza. Lo único seguro es que ya tiene dispuesto lo necesario para la pira funeraria: días atrás compró 250 kilos de leña, 80 litros de gasoil y unas chapas de metal. Con eso y su ingenio armará una hoguera que alcanzará los 1.200 grados. Ha construido un crematorio, casero pero efectivo.
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Desde este momento y hasta las cinco y media de la tarde estará al lado del fuego, alimentándolo con el combustible para que no baje la temperatura. Sabe muy bien lo que hace. Las partes blandas de los cuerpos desaparecerán rápidamente, y la intensidad del calor se encargará de borrar los rastros de ADN de los huesos de los niños.
Terminada la tarea, Bretón se trasladará a un parque infantil y montará la mise-en-scène que ya tiene preparada: el supuesto extravío de los niños, las llamadas desesperadas a la familia, las denuncias a la Policía. De más está decir que sus hijos no aparecerán, y la investigación terminará encontrando los rastros de la quema que, finalmente y después de infinitos errores policiales y periciales, llevarán a la condena del verdugo.
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Tapa del libro El odio, de Luisgé Martín
Hoy, 14 años después y con el asesino en prisión con una larga condena por delante, el escritor Luisgé Martín escribió El odio (Anagrama), un libro sobre el caso que se iba a distribuir en estos días y que probablemente nunca vea la luz. Para escribirlo, el autor se carteó con el criminal, mantuvo charlas telefónicas y en una oportunidad lo visitó en la cárcel. Finalmente escribió su texto y hasta logró que Bretón, que siempre sostuvo su inocencia, confesara que asesinó a sus hijos.
La madre de los niños asesinados, Ruth Ortiz, denunció ante Fiscalía no haber sido informada sobre la investigación, sobre el libro y la publicación. Adujo que el tema le volverá a provocar dolor y revictimización, que se vulnerará su derecho a la intimidad, al honor y a la imagen de sus hijos. La Fiscalía de Menores pidió una medida cautelar que paralizara la difusión del libro, y un juez de Barcelona rechazó el pedido fiscal, que volvió a plantearse y que presumiblemente volverá a ser rechazado.
Y aquí es donde se levanta el muro. Alto e infranqueable, un sólido muro divide a España: por un lado, los que dicen que ese libro no debe salir a la calle porque hay que proteger los derechos de Ruth Ortiz y de sus hijos; del otro lado, los que defienden la libertad de expresión e información, para esta obra o cualquiera. En definitiva, se reabre el debate infinito sobre la explotación literaria o periodística de las tragedias. Y se reabre a partir del libro de Luisgé Martín, que nadie o casi nadie leyó. Pero no importa, no es necesario leerlo para tomar posición porque se trata del viejo conflicto entre dos derechos contrapuestos: al honor, la intimidad, la imagen o a la libertad de información y expresión. Usted elige.
Es interesante que nos detengamos en ese derecho español de “información y expresión”, o sea, nuestro uruguayo derecho a la libertad de prensa. Sobre todo, me interesa detenerme en el doble rasero con que se aplica (o no). Porque los noticieros de España, programas de debates y hasta los paneles de chismes de la tarde se hartaron de usar el caso Bretón, de hablar del asesino, de los niños, y de detenerse en cada detalle truculento con total impunidad y sin consecuencias. Pero basta con que se amague a publicar un libro para que se ponga en marcha el aparato represivo de los bienpensantes de siempre (y no me refiero a la madre). Sí, es extraño, la explotación de crímenes se tolera muy bien en los medios de comunicación, televisión, redes, prensa, y a nadie se le ocurre salir a cuestionar a cada periodista o participante de paneles que le saca el jugo a la situación; ¿acaso la sociedad siente que un libro es más peligroso que otras formas de difusión? Porque un libro, así sea un bestseller, difícilmente tendrá la llegada de los programas exitosos, como los de chismes de la tarde, que en España han explotado el caso Bretón hasta el hastío.
Casi nadie leyó El odio de Luisgé Martín, decía, y sospecho que ya casi nadie lo leerá. Quienes sí lo hicieron dicen que está muy bien escrito, pero si estuviera mal escrito tampoco cambiaría su derecho a publicarlo dentro del marco de la ley. Algunos le reprochan que esté flojo de testimonios, concretamente, que da voz solo al asesino, que debería haberlo hecho también con su exmujer. Saliendo al cruce, el autor explica que su texto es “el viaje literario al corazón de un asesino”. Entonces, la voz elegida es una decisión artística, un acto de subjetividad. ¿Con qué vara habría que medir si puede publicarse o no? Decir que el autor tendría que haber incluido el testimonio de la madre es creer que la literatura o el cine, el arte en general, tienen el deber de explicar y documentar minuciosamente el mal. ¿No basta con que nos lo muestre? Bueno sería que hubiera un manual de instrucciones sobre cómo contar un crimen.
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José Bretón durante su juicio
EFE
Entiendo a la madre y su dolor, ¿cómo no hacerlo? Tanto la entiendo que se me hace difícil sostener el derecho a la libertad de prensa en este caso en particular, discutir contra argumentos que, a primera vista, parecen humanamente más sensibles que los míos. No justifico lo monstruoso, pero trato de no perder de vista que el arte es una mirada sobre lo monstruoso, en este caso sobre un oscuro asesino de sus propios hijos. Me resultaría difícil y arrogante ponerle límites a la visión de Luigé Martín, más allá de los que marca la ley.
El hecho de frenar esta publicación, un único libro en un fárrago de opiniones sobre el caso de un crimen de dos niños, sienta un precedente lleno de peligros, y es válido preguntarse: ¿después de sacar el texto de circulación, qué? ¿Otra vez quema de libros? Uno piensa dónde habría quedado tanta literatura y tanto cine basados en casos reales, tremendos, horrorosos, si se hubiera decidido prohibirlos o censurarlos. ¿Dónde A sangre fría, dónde la investigación de Truman Capote? Emmanuel Carrère escribió sobre un hombre que asesinó a toda su familia, mujer e hijos, el médico falso Jean-Claude Romand, y el resultado que logró, El adversario, es una novela maravillosa. Qué peligro para el arte es entrar en la senda prohibicionista, arrogarse el derecho a definir los límites del arte.
¿En qué queda ahora el debate sobre el libro, cuál será su futuro? Impulsada por la oleada de furia social contra Luisgé Martín y aplaudida por sectores de la sociedad que consideran que darle voz a un asesino es un acto de violencia vicaria, la editorial Anagrama cortó por lo sano: decidió suspender indefinidamente la distribución de El odio. Y la verdad es que la entiendo, porque frente al circo mediático, frente al alto e infranqueable muro que hoy divide a España por este tema, siempre es más seguro y confortable quedar del lado de los buenos.