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Si se le pregunta a cualquier persona de 50 años o menos cuántos de sus compañeros de generación se dedicaron a la política, es probable que enumeren solo a unos pocos y no a los más calificados
La política ya no es lo que era. Esa sentencia, digna de un veterano nostálgico que no ha logrado adaptarse a los tiempos actuales, tiene su fundamento en la realidad. Es indiscutible que la política ya no es lo que era. Ni en Uruguay ni el mundo. Y cuando se habla de lo que era, no hay que irse tan lejos en la historia. La división bien puede hacerse entre los últimos 25 años del siglo XX de un lado y los primeros 25 años del siglo XXI del otro.
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La política perdió presencia en la vida cotidiana de la mayoría de los ciudadanos. Ocupa un lugar relativamente protagónico a nivel general solo una vez cada cinco años, cuando son las elecciones nacionales. Ahí sí concentra una atención central, aunque el lapso en el que eso ocurre es cada vez más corto. Antes era al menos un año o más y ahora con suerte son tres meses.
La política perdió, a su vez, la motivación que a mediados y fines del siglo pasado generaba en la mayoría de la población, especialmente entre los más jóvenes. Cada vez son menos los representantes de las nuevas generaciones que ponen la militancia y la actividad política dentro de sus principales prioridades. Eso no quiere decir que hayan perdido interés en algunos temas referidos a la cuestión pública o a los derechos o a las libertades o a otros asuntos vinculados históricamente con la política, pero llegan a ellos y los abordan desde otros lados.
En este segundo aspecto hay un punto de quiebre referido a los menores de 50 años, los que vivieron igual o más en este siglo XXI que en el XX. La mayoría de las generaciones comprendidas en esos grupos no cuentan con sus más talentosos dedicados a la política. Los hay pero son las excepciones. Si se le pregunta a cualquier persona de 50 años o menos cuántos de sus compañeros de generación se dedicaron a la política, es probable que enumeren solo a unos pocos y no a los más calificados.
Y porque perdió presencia y perdió motivación, la política también perdió poder. Este es un fenómeno que ocurre a escala mundial pero que también repercute en Uruguay. El mundo ya no gira alrededor de los grandes líderes políticos ni de la disputa silenciosa entre distintas corrientes ideológicas. Hoy parecen tener más poder de decisión los grandes millonarios o las empresas tecnológicas multinacionales, a cargo, por ejemplo, de las redes sociales, que los gobiernos de países enteros, Uruguay incluido. Esto se hace evidente al ver quién toma las grandes decisiones, esas que repercuten en la mayor cantidad de población.
Con esta decadencia política que se terminó de consolidar en las últimas décadas, también se debilitaron o directamente cayeron los ismos. El siglo XX fue, además del de un mundo bipolar y de Guerra Fría, el de los ismos. Comunismo, socialismo, nazismo, fascismo, liberalismo y tantos otros macrorrelatos crecieron y se consolidaron en esa etapa de la historia y la mayoría de ellos se han ido debilitando o directamente muriendo. Quizá lo único que ha logrado sobrevivir con relativa fortaleza es el capitalismo, aunque también en una versión bastante modificada y con muy poca competencia.
En Uruguay ocurre algo muy similar, aunque adaptado a la nomenclatura e idiosincrasia local. Aquí también están cada vez más débiles o directamente muertos los ismos. En los últimos años, en lugar de grandes movimientos agrupados bajo la sombra de viejos caudillismos, lo que hay son líderes que atraen y concentran más con su individualidad que con las tradiciones que cargan en sus espaldas.
Nadie duda, por ejemplo, de que el líder del Partido Nacional e incluso de la coalición republicana es el actual presidente, Luis Lacalle Pou. ¿Y qué es Lacalle Pou? ¿Herrerista? ¿Wilsonista? Y ahora, que empezaron las disputas por quién va a presidir el nuevo directorio blanco: ¿los dos principales candidatos, Álvaro Delgado y Javier García, representan acaso a alguna de las dos corrientes históricas de los blancos? Los dos vienen del wilsonismo y hoy están cerca de Lacalle Pou y de algunos herreristas y exherreristas. Esas alas, que marcaron la segunda mitad del siglo XX y gran parte del actual dentro de los blancos, están muy debilitadas. Y tampoco es que haya nuevas. Lo que hay son liderazgos o, mejor dicho, un liderazgo con mucha fuerza que abarca casi todo y, por abajo, una disputa en la que todo lo histórico se mezcla.
Algo similar también ocurre con el Partido Colorado y con el Frente Amplio. En el primer caso es poco lo que queda del batllismo y el pachequismo, las dos corrientes que dividieron esa colectividad política durante muchas décadas. Eso no quiere decir que no haya unos cuantos dirigentes que sigan reivindicando esos ismos, pero los principales líderes actuales no se identifican plenamente con ninguno de ellos. Tanto el excandidato presidencial y actual senador y secretario general del partido, Andrés Ojeda, como el también senador Pedro Bordaberry tienen discursos que distan bastante de los históricos de los viejos caudillos colorados. La excepción es el expresidente Julio Sanguinetti, gran defensor y promotor de las ideas batllistas, pero que en los últimos tiempos ha elegido adoptar un rol más secundario en la interna partidaria.
En el Frente Amplio el que se está diluyendo rápidamente es el seregnismo, surgido del líder histórico de esa colectividad política Liber Seregni. Uno de sus principales herederos fue el exvicepresidente y exministro de Economía Danilo Astori, que desde su sector, Asamblea Uruguay, lideró el ala más seregnista dentro de la coalición de izquierda. Con el fallecimiento de Astori, hace más de un año que el seregnismo es otro de los ismos que se ha debilitado y así lo mostraron las últimas elecciones nacionales.
Del vazquismo, asociado al dos veces presidente y líder frenteamplista Tabaré Vázquez, tampoco queda demasiado porque nunca se terminó de consolidar. Son muy pocos los actuales dirigentes que se asumen vazquistas y ninguno de los sectores políticos actuales fue creado por Vázquez.
Lo que sí permanece con mucha fuerza y con la mayor votación histórica de un sector político en casi un siglo es el Movimiento de Participación Popular (MPP), creado y liderado por el expresidente José Mujica. Hay muchos que hablan del mujiquismo como una de las principales corrientes políticas actuales en Uruguay y eso es evidente teniendo en cuenta el resultado electoral. La gran duda es si ese sector tan sólido y poderoso seguirá de la misma forma cuando Mujica ya no esté o si repetirá la historia de tantos otros ismos fundamentales para la historia reciente uruguaya.
El tiempo dirá pero es bastante evidente que el poder ya no está donde estaba, se está trasladando hacia otros lados tanto en Uruguay como en el mundo, lejos de lo que se define en las urnas. Y lo peor es que muchos políticos ni siquiera parecen darse cuenta.