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    La maldición de los algoritmos

    El espacio que queda sin ser llenado, porque hay demasiados que prefieren no involucrase, es ocupado rápidamente por los fanáticos, los que usan el odio como su principal arma y buscan destruir al adversario antes que apoyar a los suyos

    Director Periodístico de Búsqueda

    No hay dos elecciones iguales. Una gran verdad. Aquello de las circunstancias, de los estados de ánimo, de los abanderados, de los fanáticos, de los más politizados, de los desinformados, de las nuevas generaciones, es muy larga la lista de factores que alteran el producto. Por eso, cada cinco años cambia mucho más que el gobierno y el Parlamento. Por mas que esas variantes de cambio sean más silenciosas que las otras, las de los cargos electivos, siempre están actuando y hacen que no haya dos elecciones iguales.

    El problema de la actual es que se perfila a ser la más distinta de todas las que hubo desde la de la restauración democrática, en noviembre de 1984, hasta ahora. Y que conste que el sustantivo elegido es problema. Problema porque la mayoría de las diferencias, en este caso, no son positivas. Problema porque hoy lo que más prevalece, a menos de dos meses de que se pongan las urnas arriba de las mesas electoras, es la apatía. Problema porque un porcentaje muy importante de votantes no está para nada informado ni quiere estarlo. Problema porque muchos de ellos están desencantados de la política y no logran identificarse con ninguno de los postulantes presidenciales.

    Según coinciden la mayoría de los politólogos y analistas de opinión pública, alrededor de la mitad de la población uruguaya es la que se encuentra más politizada y tiene una identificación importante con algún partido. La otra mitad tiene distintos grados de compromiso, pero una parte importante de ella se siente muy lejos del mundo de los votos. Ocurre más todavía entre las generaciones más jóvenes. Según un reciente sondeo de Cifra, realizado a mediados de junio, el 47% de los uruguayos tiene interés por la política. Ese porcentaje sube a más de la mitad en los mayores de 45 años y baja a un tercio en los menores de 30.

    Ni este tiempo electoral ayuda a modificar esos guarismos que se arrastran por años. No hay efervescencia, no hay un nuevo líder muy carismático en la competencia, no hay grandes movimientos de opinión pública hacia ningún lado. Los candidatos presidenciales de los tres partidos principales son debutantes, ocupaban lugares importantes pero no centrales en el tablero político, hasta ahora, y no han logrado todavía enganchar a los que miran de lejos.

    Las últimas encuestas muestran un escenario muy parejo entre los dos bloques ideológicos, por un lado, el Frente Amplio y, por el otro, la coalición republicana. Es más, luego de las elecciones internas, cuando la oposición arrancó como favorita, se han acortado las distancias. Pero lo que no bajan son los indecisos. Al revés, en algunos de los estudios de opinión pública, como el último realizado por la empresa consultora Equipos, crecieron del 12% al 15%.

    Son señales de todo lo anterior. La apatía y la desidia con respecto a los tiempos electorales se ha instalado como una niebla densa que no permite ver el horizonte. Muchos prefieren mirar para el costado, no involucrarse en ninguno de los caminos propuestos o recurrir a la tan complicada frase de que “son todos iguales” o de que “no hay ninguno que merezca el voto”. Todos los días y en distintos ámbitos se escuchan frases de ese tipo.

    El espacio que queda sin ser llenado, porque hay demasiados que prefieren no involucrase, es ocupado rápidamente por los fanáticos, los que usan el odio como su principal arma y buscan destruir al adversario antes que apoyar a los suyos. Esos sí que están todo el día produciendo desde las redes sociales o hasta desde algunos medios de comunicación.

    Es entonces cuando aparece la maldición de los algoritmos, que está siendo una de las grandes ganadoras de la actual campaña electoral. Porque lo que hace es retroalimentar a todos aquellos que ya están convencidos, haciéndoles creer que van por el buen camino y que los otros, los que son sus competidores, están haciendo las cosas cada vez peor. Alimenta el monstruo ese que crece de las redes sociales y que desplaza de la discusión primero y del interés después a muchos de los sensatos.

    Basta entrar y recorrer por unos segundos X, la red social donde se registran la mayor cantidad de comentarios políticos, para darse cuenta de que hay muchísimo ruido, pero casi nada de contenido real. La antigua Twitter es utilizada solo por alrededor del 10% de los uruguayos, según la Encuesta de Usos de las Tecnologías de la Información y las Comunicaciones de 2022, pero allí están prácticamente todos los dirigentes políticos, que recurren a ella como un canal para enviar mensajes, y también los dirigentes intermedios y los militantes fanáticos. Muchas de las comunicaciones políticas recientes, incluidas las del presidente Luis Lacalle Pou y las de los principales postulantes presidenciales, han sido por allí.

    Pues en ese lugar no hay debate ni intercambio de ideas ni espacio para que se puedan convencer los indecisos. Allí lo que sobran son espejos por todos lados, donde los de un lado se miran y lo mismo hacen los del otro, sin siquiera reparar que lo que reciben es su propia imagen y, para peor, edulcorada por esa maldición de los algoritmos. Lo que crece en ese tipo de tribunas no es la reflexión, es el odio.

    Y ante la nueva realidad política de esta elección, en la cual los principales líderes políticos actuales no son los que compiten, ese excesivo ombliguismo en el que se desarrolla una parte importante de la campaña termina generando rechazo a los que se mantienen al margen, pero que pueden terminar definiendo las elecciones.

    Porque Uruguay no es un país donde el odio sea generalizado. Por suerte. Es una ventaja comparativa importante con respecto a muchos otros países de la región. Aquí la inmensa mayoría no tiene sentimientos de destrucción hacia el que piensa distinto. Por eso no suelen prosperar esos líderes mesiánicos y populistas que se presentan como guerreros contra enemigos que se inventan dentro de sus propias sociedades.

    Es más, los dos candidatos con más posibilidades de transformase en presidentes según las encuestas, el frenteamplista Yamandú Orsi y el blanco Álvaro Delgado, son moderados y dialoguistas. Por más que ahora, al final de la campaña electoral, endurezcan su discurso, tienen un pasado de tolerancia y buena relación con los integrantes de otros partidos y también entre ellos dos. El Uruguay que va a ganar es el del medio, no el de los radicales.

    Por eso hace tanto mal la maldición de los algoritmos, porque esconde lo que verdaderamente está pasando y deja afuera de la discusión a muchísima gente que tiene más para aportar que cualquier fanático.

    Que sea temporal, al menos. Que se diluya entre todas las urnas. Ese sería un buen comienzo.