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Uno se pregunta si el gobierno de Milei entiende en qué consiste una batalla cultural; si en vez de dedicarse a la difamación y a la destrucción no debería construir un relato alternativo como el que hizo, con mucho éxito, con el significante “casta” para referirse a los políticos
Osvaldo Bayer fue un escritor, historiador y activista argentino que nació en 1927. De ideología anarquista, escribió en 1970 Severino Di Giovanni, el idealista de la violencia y en 1972 su libro más famoso, Los vengadores de la Patagonia trágica, sobre el fusilamiento de más de 1.500 obreros rurales por el Ejército argentino en la década de 1920, durante un gobierno democrático. En 1974, el libro fue adaptado al cine con el título La Patagonia rebelde, año en que se estrenaron otros filmes de mucho éxito y que daban cuenta de la apertura política que se vivía entonces en la Argentina: La tregua (adaptación de la novela de Mario Benedetti) y Quebracho, de Ricardo Wullicher, sobre la explotación inglesa de los bosques del Chaco argentino. Bayer además fue un reconocido luchador de los derechos humanos, sufrió el exilio durante la última dictadura militar y también fue un defensor inclaudicable por los derechos de los pueblos originarios. Murió en Buenos Aires, en 2018.
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Nunca hubiera escrito estas líneas sobre Osvaldo Bayer si no fuera por la batalla cultural que está llevando a cabo el actual gobierno argentino. Ya en la campaña de 2023, la idea de una “batalla cultural” fue central en el discurso del presidente Javier Milei y más de una vez ha expresado que las reformas económicas no podrán tener éxito si no se logra un cambio en la mentalidad de los argentinos. El discurso de Davos, en el que dijo que “en sus versiones más extremas la ideología de género constituye lisa y llanamente abuso infantil” y que provocó la masiva movilización de repudio en febrero de este año, y sus ataques a cantantes mujeres como Lali Espósito y María Becerra son algunos de los episodios de sus pronunciamientos bélicos. El 25 de marzo de este año, el gobierno derribó el monumento de Osvaldo Bayer que estaba en la entrada de la ciudad de Río Gallegos, en una Patagonia que tanto le debe. Se trata de un monumento de grandes dimensiones realizado en metal por el escultor Miguel Villalba, con una leyenda que dice “Bienvenidx, usted está ingresando a la tierra de la Patagonia rebelde”. Vialidad Nacional, que se encargó de la destrucción del monumento, lo registró en un video tal vez pensando que iba a recibir aplausos y elogios. Pero nada de eso sucedió. Más bien todo lo contrario. Instituciones, colectivos y personas del campo progresista reaccionaron de un modo previsible. La Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, por ejemplo, hizo un acto de reparación histórica e inauguró una réplica en menor tamaño de la escultura del escritor. Pero también otros actores que suelen ser muy críticos con el progresismo y que no tienen ninguna afinidad con las ideas de Bayer criticaron el accionar del gobierno. Radio Mitre, el periódico La Nación y casi todos los políticos de diversos partidos se manifestaron en contra de la demolición del monumento, que no evocó un acto de justicia sino los peores tiempos de la historia argentina, de las dictaduras militares y la represión. Ante este hecho, uno se pregunta si el gobierno entiende en qué consiste una batalla cultural. Si en vez de dedicarse a la difamación y a la destrucción no debería construir un relato alternativo como el que hizo, con mucho éxito, con el significante “casta” para referirse a los políticos (aunque también esta denominación sea una generalización injusta y problemática).
La llamada “batalla cultural” es internacional, pero en cada país adquiere características específicas. Si bien su origen se remonta a la Alemania de Bismarck, a fines del siglo XIX, el término cultural wars comenzó a usarse en los Estados Unidos en los años 50. Fue una bandera de los sectores conservadores que detestaban la administración Roosevelt y su economía keynesiana, agitaban el fantasma de la amenaza comunista y consideraban que el american way of life estaba siendo atacado. Las persecuciones del senador McCarthy a la gente de cine y a todo aquel que se sospechara que tuviera lazos con los comunistas han quedado como el símbolo de esos tiempos de prohibiciones y listas negras. A estos años se refiere Donald Trump con su eslogan “Make America great again”.
Los libertarios argentinos introdujeron la guerra cultural en nuestro país, pero tuvieron que hacer algunos reajustes. Ya no se trata de los años 50 (gobernados en parte por el peronismo y después por los militares sin mucho éxito) sino de la década de los 80 del siglo XIX, algo mucho más lejano y difuso a diferencia de los norteamericanos, que si no vivieron los años de esplendor los pueden evocar mediante infinitas películas y novelas. La evocación de la bonanza y grandeza nacional de la presidencia de Julio Argentino Roca no solo debe eludir la crisis de la Bolsa de 1890 (que afectó a todo el continente) sino el hecho de que se tratara de una democracia restringida en cuanto a la participación popular.
Otra diferencia conceptual importante es cómo definir la posición ideológica. Steve Bannon, asesor de Trump y figura clave en la cultural war, se autodenomina “nacional-populista”, pero para los libertarios argentinos el populismo es el enemigo. Aunque hay quienes los definen como “populistas de derecha”, ellos no se identifican con esa denominación. Pero las dificultades mayores provienen de un entramado cultural-ideológico que en la Argentina sigue siendo muy sólido y que difiere del propuesto por Milei y sus seguidores, sobre todo, en la valoración de lo que fue la última dictadura militar.
Como parte de la batalla cultural, el gobierno publicó el 24 de marzo un video de Agustín Laje, referente del anarcoliberalismo en la Argentina, con una duración de casi 20 minutos. Allí Laje plantea la necesidad de una memoria completa y con ese fin retrotrae la dictadura al período anterior y a la responsabilidad de los grupos armados. Si bien se cuida de defender la dictadura militar (a la que califica como “horrorosa”), pone todo el eje en la crítica de los movimientos guerrilleros, lo que lo lleva a pasar por alto la diferencia fundacional que estableció el gobierno democrático de Alfonsín en diferenciar entre la violencia que venía de la sociedad civil y la del Estado, que encontró una fórmula muy precisa: terrorismo de Estado. Nunca antes el Estado había asumido de modo tan sistemático métodos de persecución, asesinato y tortura, y eso lo hace sustancialmente diferente a lo que hicieron las organizaciones guerrilleras, que fue muy dañino pero que está en otro nivel jurídico, político y cultural. Y aunque uno puede estar dispuesto a aceptar que hubo distorsiones y manipulaciones en la versión oficial durante muchos años de los años 70, el efecto de la batalla cultural emprendida por el gobierno obtiene resultados paradójicos. La destrucción del monumento de Osvaldo Bayer anuncia algo cuyas consecuencias no son difíciles de vislumbrar: el ataque a sus enemigos no hace más que fortalecerlos. Y una consecuencia tal vez peor: que la crítica a ese entramado cultural argentino tan instalado, que obviamente no carece de inconsistencias y contradicciones, nunca pueda realizarse porque las guerras culturales no admiten a quienes no se niegan a tomar las armas.