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En los años 60, el Instituto General Electric fue el epicentro para las artes plásticas, las visuales y las gráficas, la danza, la música, la poesía y el teatro: un vendaval que transgredió y renovó el apacible y tradicional ambiente nacional
Hay ciertos momentos en el devenir de las artes en los que irrumpe el aire fresco de lo nuevo. Se los reconoce, se huele su radicalidad y, aunque sus rebeldías abren fronteras y transforman la creación y a los creadores, no siempre se celebra su huella. En Uruguay ese momento fue en los años 60 y su epicentro fue el Instituto General Electric (IGE), en donde durante seis años todas las artes, las plásticas, las visuales y las gráficas, la danza, la música, la poesía y el teatro fueron un vendaval que transgredió y renovó el apacible y tradicional ambiente nacional.
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Fueron nuestros “años eléctricos”, años cargados por la energía de una idea: podíamos ser contemporáneos, podíamos estar en el mundo y con el mundo a pesar de estar flanqueados por dos gigantes y bien lejos de los escenarios internacionales.
Vaya uno a saber por qué el porteño Instituto Di Tella ha pasado a ser parte de la mitología de los años 60 y no ha sucedido lo mismo con el IGE. Ambos nacieron con apenas meses de diferencia, ambos tenían el patrocinio de industrias privadas, sus respectivos directores, Jorge Romero Brest y Ángel Kalenberg, que mantenían un estrecho vínculo, y el arte y los artistas que promovían eran lo más parecido a un juego de espejos. Quizá sea una cuestión de escala o quizá tan solo un capricho esnob, no lo sé, lo que importa es que la historia del IGE finalmente se ha convertido en libro y bien vale que se sepa.
Se publicó hace unos meses en el sello editorial del MACA (Museo de Arte Contemporáneo Atchugarry) y se llama IGE: una aventura cultural en el Uruguay de los 60. Su autor es Ángel Kalenberg, figura referente de nuestro medio que fuera el creador, gestor y director del instituto desde su nacimiento en 1963 hasta su cierre en 1969.
Sin duda, el libro es un invalorable testimonio de uno de los momentos más revulsivos de nuestras artes, mas lo interesante está en que no se trata de un ejercicio de la memoria. Por el contrario, estamos ante una narración objetiva y ordenada que da cuenta de lo hecho y deja las subjetividades en la palabra de los críticos y los expertos de la época. Es así que el libro nos ofrece un doble registro: por un lado, el relato del estado de situación y la relación de las actividades en función de los objetivos propuestos y, por otro, la recopilación de un sinnúmero de textos críticos que son un inmenso trozo de nuestra historia del arte. Una decisión que no solo lo aleja del autoelogio, sino que permite dimensionar las dificultades que se enfrentaron, haciendo aún más palpable la dimensión de lo logrado.
En aquel entonces, el debate oscilaba entre las fuerzas binómicas “figuración-abstracción” y era impensable imaginar no ya solo una apertura a las nuevas experiencias como las instalaciones, los happenigns y las acciones, sino simplemente concebir una apertura a la idea de lo contemporáneo. Y, sin embargo, sucedió. La fluidez estratégica de los vínculos generados por el IGE facilitaron la presencia en Uruguay de figuras internacionales de la talla de César Baldaccini y otras de la región, como Julio Le Parc, Jorge de La Vega y Rómulo Macciò, cuyas exposiciones fueron un escándalo nacional. De este modo, dictaron conferencias en nuestro país críticos extranjeros como Clement Greenberg, Pierre Restany o Giulio Carlo Argan. El gran arquitecto Clorindo Testa fue jurado del Primer Salón Moderno del IGE, sin olvidar la movida del Primer Jardín de Escultura al Aire Libre, que en 1964 le plantó cara a la tradición decimonónica con las fantásticas chatarras de Germán Cabrera. Claro que pensar hoy un panorama de intercambio de este tipo puede resultar natural; sin embargo, todo esto se logró sin internet, sin mail, sin redes sociales ni espacios virtuales de conexión instantánea.
Aquellos eran los tiempos de las cartas, y en el libro se reproducen extractos de decenas de ellas de todas las instituciones del mundo, desde el mítico MoMA (Museo de Arte Moderno de Nueva York) de Alfred Barr Jr. hasta el Stedelijk Museum de Ámsterdam. Por cierto, las cartas, las postales y los sobres enviados por los artistas son verdaderas piezas de museo por su originalidad gráfica. Y, hablando de gráfica, no puedo dejar de mencionar la inmensa calidad de los afiches y de las carpetas de grabados del IGE: piezas maestras de maestros como Hermenegildo Sábat, Jorge Carrozzino o Antonio Frasconi. La selección de fotografías merece un renglón aparte; resulta conmovedor ver los rostros juveniles de prácticamente todo el mundo artístico uruguayo y, a un mismo tiempo, valorar a través de aquel blanco y negro de otra época la vigencia de sus obras y de su palabra.
El IGE desafió todas las certidumbres, sembró vanguardia y por eso vale recordar y celebrar los años en los que nos atravesó una descarga de corriente y fuimos eléctricos.