Afirmamos que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad.
Colapinto también es víctima de este fanatismo religioso que su figura ha generado y que lo ubica y lo obliga a ocupar la posición del nuevo mesías del deporte argentino; es demasiado para un adolescente
Afirmamos que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad.
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáNo hay belleza sino en la lucha. Ninguna obra de arte sin carácter agresivo puede ser considerada una obra maestra. La pintura ha de ser concebida como un asalto violento contra las fuerzas desconocidas, para reducirlas a postrarse delante del hombre.
Queremos glorificar la guerra —única higiene del mundo—, el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los anarquistas, las ideas por las cuales se muere y el desprecio por la mujer.
Queremos destruir y quemar los museos, las bibliotecas, las academias variadas y todas las demás cobardías oportunistas y utilitarias.
Es desde Italia donde lanzaremos al mundo este manifiesto nuestro de violencia atropelladora e incendiaria, con el cual fundamos hoy el “futurismo”, porque queremos liberar este país de su fétida gangrena de profesores, de cicerones y de anticuarios.
Estos párrafos podrían haber sido escritos y tuiteados por Donald Trump, Javier Milei, sus ministros, legisladores, o troles y retuiteados y likeados por groupies, emprendedores amigos (esos de la fotito en la reasunción de Donald), periodistas adictos y adeptos, influencers (a esta altura no se distinguen unos de otros), salvo por un detalle no menor: están muy bien escritos, algo que está muy lejos de la vulgaridad y escasez de recursos intelectuales de los antes mencionados.
De todas maneras, el espíritu es el mismo que el del Manifiesto Futurista, escrito por Filippo Tommaso Marinetti en 1909 y publicado por Le Figaro el 20 de febrero de ese año. Eran momentos de hastío contra el viejo orden mundial, ese de los imperios, contra esa forma obscena de perpetuar privilegios (los nobles y la alta burguesía), la desigualdad y las injusticias sociales. También eran los años de las grandes revoluciones científicas, tecnológicas (la tecnología no es un invento de los nerds fantásticos de Sillicon Valley) y culturales. Los pueblos, hartos de la opresión, descubrieron que podían transformarse en algo más poderoso, la masa.
Este movimiento merecería ser estudiado y analizado con mayor profundidad porque sería injusto hacer derivar de él, de manera exclusiva y excluyente, esos movimientos de masa que provocaron el totalitarismo, principalmente en Italia, Alemania, y, con variaciones, en Rusia. Pero lo que es innegable es que estos fanatismos abrevaron en la violencia verbal y metafórica del Manifiesto Futurista. Subestimar el poder simbólico de las palabras, pensar que todo y de cualquier manera se puede decir o compartir, ya que estamos en el siglo de los retuiteos, los emojis y los likes, en el que ya no hace falta ni pensar ni escribir, para adherir sin beneficio de inventario, tiene un costo altísimo, algo que la historia (que pareciera haber sido cancelada en pos de la revolución cultural del siglo XXI) nos recuerda con mucha sangre, como si los seres humanos estuviésemos más obsesionados por reescribir el pasado que por soñar un futuro.
Hablar por hablar, agredir por agredir es el nuevo formato del ecosistema, ese de la revolución cultural, en el que cualquier cosa es verdadera o exactamente lo contrario, y alcanza con un “era una joda, no se lo tomen a mal”, un “no me cuidó el entorno”, o el trilladísimo “me hackearon la cuenta”. Si el espesor de los conceptos se acható, todo puede decirse sin temor al ridículo. Porque todo es un show en el cual todos somos espectadores. Como ocurrió con los artistas en los inicios del siglo XX, esos influenciados por el Manifiesto Futurista, ahora son los influencers los encargados de transmitir los valores de la nueva cultura, la que fundamenta su existencia en la cantidad de seguidores continuando el camino que inició Iósif Stalin en Yalta con su histórica ironía: “¿Cuántas divisiones tiene el papa?”.
Políticos influencers, empresarios influencers, deportistas influencers, botineras influencers, un ecosistema de influencers a la velocidad de la luz, o por lo menos a la de un auto de carrera. Nada se inventó ahora. La motosierra cultural tiene más años que cualquier persona viva y más fracasos que quienes la lideran. Franco Colapinto no tiene que caer en la trampa de su fama, esa que lo llevó a ganar premios (olimpia de oro a mejor deportista argentino en 2024) y reconocimientos antes que a subirse a un podio (su mejor posición fue octavo, si no me equivoco).
En la Argentina se desató una cacería despiadada a Doohan y Aron, los pilotos que, según una versión nacionalista (otras de las características del Manifiesto Futurista), son el último obstáculo entre Colapinto y la butaca oficial de un fórmula 1, algo que soslaya lo indecente, en un formato batalla cultural, estilo troles políticos. Colapinto también es víctima de este fanatismo religioso que su figura ha generado y que lo ubica y lo obliga a ocupar la posición del nuevo mesías del deporte argentino; es demasiado para un adolescente. Franco ha sido ungido por los gurúes de la revolución cultural como un nuevo adalid, el que los ayudará en su batalla contra el mundo perimido y a penetrar la sociedad con los ideales neofuturistas, esos que exigen velocidad, espíritu de guerra, valentía física, éxito, veneración por la tecnología. Dijo una estupidez sobre Uruguay que debería quedar como un comentario desafortunado de un chico que aún no domina su vida, nada más. Más preocupante es cuando deja entrever un juicio de valor sobre la vida de Maradona, alguien que también se ha convertido en una obsesión para el gobierno argentino y para los nuevos agentes de adoctrinamiento que apuntan y disparan desde lejos, vía tuit, sus prédicas moralizantes, catalogando y ubicando en el cielo o en el infierno a quienes la vieron y a quienes aún no la ven, en una versión revisada y ajustada a los nuevos parámetros de la Divina comedia.
Las palabras y los ejemplos no son hechos aislados, son ecosistemas, trampas al acecho, como en las que seguramente cayeron las buenas intenciones del Manifiesto Futurista. Colapinto está a tiempo de entender que puede llegar a ser un piloto oficial de F1 en muy poco tiempo, algo que es mucho mejor y más sano que ser un influencer cooptado por los nuevos encantadores de serpientes, esos que al revés suyo no van a quedar ni en el recuerdo. Es solo un chico que se equivocó. El problema grave son otros, los que quieren reescribir la vida sobrecargando la nube y las redes de sentencias discriminatorias y abusivas. Los que desean alterar el código genético de la existencia.