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En el modelo de negocio de las empresas tecnológicas se invirtieron los términos del intercambio y en vez de que las empresas nos ofrezcan sus productos, los tecnofílicos somos la mercancía
“Steve Austin, astronauta. Su vida está en peligro. Lo reconstruiremos, poseemos la tecnología para convertirlo en un organismo cibernético. Steve Austin. Muy pronto se habrá convertido en un ser poderoso, superdotado”. Esa era la introducción en español de la serie Six Million Dollar Man, conocida en América Latina como El hombre nuclear. Recuerdo la emoción de ver a Lee Majors corriendo como un poseso y la certeza infantil de que todo eso que se veía en la pantalla iba a ser posible en cualquier momento. Aún no lo sabía pero mi emoción y mi certeza me hacían parte de la sociedad tecnofílica que en aquel entonces, finales de los setenta, comenzaba a acelerarse a pasos agigantados, como los que daba Steve.
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Según la parca definición de la RAE, tecnofilia es la afición por la tecnología. Según Wikipedia, que se esforzó un poco más, “se refiere generalmente a una fuerte atracción por la tecnología, especialmente las nuevas tecnologías como las computadoras personales, Internet, teléfonos móviles y cine en casa. El término se utiliza en sociología para examinar las interacciones de los individuos con la sociedad y se contrasta con la tecnofobia”. Y agrega: “El tecnófilo considera positivamente la mayor parte o toda la tecnología, adopta nuevas formas de tecnología con entusiasmo, la ve como un medio para mejorar la vida y algunos pueden incluso verla como un medio para combatir los problemas sociales. Los tecnófilos no temen los efectos de los avances tecnológicos en la sociedad, como los tecnófobos”.
En los años transcurridos entre aquella serie que tenía a Steve Austin como protagonista y nuestro presente, la revolución tecnológica ha adquirido una velocidad tal que lo que parecía apenas una posibilidad se convirtió en el pan de cada día. Y con la velocidad vinieron sus resultados, por lo general buenos (o malos, si uno es tecnófobo). Y con los resultados vino la confianza absoluta en el mecanismo, empujada por la mercadotecnia de las propias empresas tecnológicas que, de manera insistente, nos aseguran que la tecnología es el único camino posible. Y que no vale la pena ponerse a joder con cosas como la ética o el rumbo, porque esas son cosas que “atrasan” y el progreso siempre nos empuja hacia adelante.
De esa manera, hoy el tecnofílico (no sé si existe la palabra pero me gusta y la voy a usar) se emociona ante las posibilidades fantásticas que abre la abundante tecnología disponible a su alrededor. No importa si se trata de procesar un montón de información en poco tiempo, de acceder a big data o de comprar al instante cualquier cosa que probablemente no necesita. Entusiasmado por las posibilidades y su marketing, el tecnofílico usa cualquier dispositivo tecnológico que le ofrecen, sin cuestionar demasiado el sentido de hacerlo y sin pensar que parte de su alma le está vendiendo al diablo en ese acto. Porque puede hacerlo y porque el caldo de cultivo en el que vive le insiste de manera machacona con ya no las bondades de la tecnología sino su inevitable necesidad. Para alcanzar el paraíso alcanza con rozar la pantalla táctil.
En las viejas novelas de la edad dorada de la ciencia ficción, allá por los años 40 y 50 del siglo pasado, la tecnología siempre aparecía como una gran máquina universal que lo controlaba todo. Era así en las novelas clásicas de Isaac Asimov y también en otras más exquisitas, como Mercaderes del espacio de Frederik Pohl y Cyril M. Kornbluth, una brillante sátira de la publicidad y el consumo, en la que dos corporaciones dominan de manera absoluta todo el comercio y la política fue absorbida por la economía. La única lealtad es hacia la empresa y los Señores del Comercio digitan la vida de todos en el planeta a través del consumo. No sé a qué me recuerda ese escenario pero seguro no es ciencia ficción.
Hoy, además de grandes máquinas universales que controlan el planeta (las granjas de servidores) tenemos miles de dispositivos personales que, se supone, para eso se crearon, tienen como misión hacer nuestra vida más cómoda y sencilla. No importa si para dar cada uno de los pasos que necesitamos para acceder a esa comodidad es indispensable darle todos nuestros datos personales a una empresa privada que, en los hechos y más allá de legislaciones placebo, va a terminar haciendo lo que le dé la gana con esa información. Lo primero y más directo: vendernos cosas que no sabíamos que queríamos ni necesitábamos. Como esos lentes para perro que se compran a través del celular y que se publicitan todo el tiempo en las pantallas del aeropuerto. Lo segundo: venderle nuestras preferencias a una empresa que opera en una campaña electoral intentando direccionar nuestro voto.
Nada de esto es demasiado relevante para el tecnofílico, que confía ciegamente la tecnología. Lo hace porque cree que más allá de los posibles efectos colaterales negativos que tenga la tecnología que está usando (comprar porquerías es el menor de ellos) existe otra, una nueva, una tecnología que está por llegar, que lo va a sacar del pozo en que se está metiendo de manera voluntaria. Porque esa es la clave para el triunfo tecnológico: operar por seducción. Uno desea estar en las redes, desea tener acceso a Google. Desea un celular con tres cámaras aunque las fotos le importen dos pitos. Desea comprar el último gadget electrónico aunque no sepa exactamente qué hace. Eso es secundario, ya aprenderemos a darle uso. Y si no aprendemos, ya vendrá una nueva tecnología a hacer mejor eso que nunca aprendimos a hacer con la previa.
¿Y por qué hacemos todo esto? Porque podemos. Y porque es por nuestro propio bien, nos dice el departamento de marketing correspondiente. Porque el consumo es seductor y la seducción funciona mucho mejor que la imposición. Y porque hace rato que ya no es solo deseo sino necesidad. Una filia en toda regla. Ojo, señalar esto no es ser un neoludita que llama a destruir las máquinas que lo van a dejar sin empleo. O el grito asustado de quien está quedando completamente desfasado respecto a la tecnología que se viene (eso ya va a ocurrir pero todavía no). Es apenas un modesto recordatorio de que la tecnología sin una ética y un sentido puede crear monstruos. O llevarnos a callejones sin salida, en nombre de una supuesta mejor salida. La tecnología sin ética es simplemente un martillo.
Como señalaba un buen amigo en Facebook, “no hay que olvidar cuál es la mercancía en el mundo tecnológico de las cosas gratis, porque ya sabemos que no hay nada gratis y los grandes nombres tecnológicos no son ONGs”. En el modelo de negocio de las empresas tecnológicas se invirtieron los términos del intercambio y en vez de que las empresas nos ofrezcan sus productos, los tecnofílicos somos la mercancía. Y este es un asunto que conecta con el debate actual sobre si las redes sociales deben ser reguladas y por quién. O si al menos deben tener el mismo estatus que tiene un proveedor de servicios, como una empresa telefónica.
En resumen, que nuestro carácter de tecnofílicos no nos haga caer en el embudo de un filtro único que seduce y satura nuestros sentidos mientras, al mismo tiempo, vacía nuestra billetera. Se trata, allá en el fondo, de no dejar de ser humanos.