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    Teocracia ‘cool’

    Una comunidad científica dogmática y guiada por preceptos exclusivamente morales, que prescinde de la evidencia cuando esta resulta incómoda para el relato, difícilmente pueda ser capaz de ayudar a generar buenas políticas públicas

    Columnista de Búsqueda

    En La estructura de las revoluciones científicas, su clásico trabajo sobre el funcionamiento de las comunidades científicas y lo que llama paradigmas en la ciencia, Thomas Kuhn describe a estos últimos como el conjunto de teorías, valores, métodos y supuestos que guían la práctica científica de una comunidad específica. El surgimiento de un nuevo paradigma es, como dice el colombiano Carlos Arturo Álvarez Urrego, “una reconstrucción de un campo de estudio a partir de nuevos fundamentos, reglas y métodos”.

    Ahora, ¿qué pasa cuando los científicos que hacen “ciencia normal” (que es la que se mueve dentro de los parámetros acotados por el paradigma) consideran una suerte de herejía el acto de cuestionar los límites de la explicación vigente? ¿Qué pasa cuando los científicos no se comportan como tales, sino como guardianes de alguna explicación sagrada que no puede ser cuestionada, so pena de cancelación? ¿Cómo vamos a usar la ciencia para los desafíos que se nos vienen si la propia comunidad científica se aferra de manera radical a las ideas que son hegemónicas al interior de su comunidad? Y es que por más que se proclame el carácter científico de un supuesto, cuando este no admite ser sometido a la crítica y al contraste con la realidad, ese tipo de conocimiento no puede ser considerado científico. Lo que distingue (o debería) a la ciencia del dogma religioso es que se estructura sobre su propia precariedad y sus límites: sabe que no sabe todo y sabe que lo que sabe es necesariamente provisorio, hasta que surja nueva evidencia.

    Hace unos días leía (gracias, Marcelo Aguiar Pardo) sobre un caso clásico que es citado por el psicólogo Steven Pinker en su libro La tabla rasa: la negación moderna de la naturaleza humana. El caso en cuestión es el del biólogo Randy Thornhill y el antropólogo Craig T. Palmer, quienes en su ensayo ¿Por qué violan los hombres?, del año 2000 y publicado en la revista de la Academia Americana de Ciencias, cuestionaban que la violación fuera exclusivamente una cuestión de poder desvinculada de lo sexual. Su caso ha sido definido como “la caza de brujas académica por excelencia” y, según el periodista Jonathan Rauch, un caso de “amenaza humanitaria”: una persecución delirante en una cruzada moral en la que el trabajo académico ya no se evalúa en función de su precisión metodológica y de sus hallazgos contrastables, sino en función del supuesto daño que podría provocar a una causa que se considera moralmente superior. El artículo, errado o no, cuestionaba un consenso que se había establecido en la comunidad científica durante más de un cuarto de siglo y por eso resultó inadmisible.

    En lugar de cuestionar su artículo usando evidencia y discutiendo sus hipótesis, que es lo que haría una comunidad científica sana, dispuesta a reconocer lo provisorio de sus “verdades”, el enroque fue brutal: cancelación de conferencias, amenazas de muerte, acoso telefónico y personal, excomulgación ideológica y ostracismo social. En resumen, que la cultura de la cancelación, esa que no existe, lleva operando de manera desembozada desde hace por lo menos 25 años. La respuesta de la comunidad científica no fue científica sino religiosa. Como si la propia idea de la Ilustración fuera apenas un breve paréntesis entre dos inquisiciones: la clásica, orgullosamente religiosa, y una nueva, que, ocupando el espacio de la “ciencia normal”, opera como una religión que no admite cuestionamientos a sus premisas de base.

    Todo esto puede parecer un problema abstracto que no tiene relación con nuestras vidas. Pero, es bueno recordarlo, en algún momento las ideas de la academia terminan permeando las políticas públicas y estas sí que nos afectan. Es una ingenuidad creer que los debates académicos, sobre todo en asuntos sociales (es más difícil pararse en los pedales contra la ley de gravedad, por ejemplo), no terminan filtrándose en nuestras vidas. Primero, porque esos debates de la academia parten de haber detectado previamente un conflicto o un problema. Segundo, porque desde el poder (gobierno, academia, partidos) se está siempre trabajando (o se debería) para intentar resolver o al menos atenuar esos problemas. Es como decía Marilyn Manson, “a mí no me gustan las drogas, pero a las drogas les gusto yo”.

    Así que no, los debates académicos no afectan solo a la torre de marfil de las universidades, ya que casi siempre terminan derramándose en la sociedad. Y la sociedad reproduce (porque viene implícito dentro del pack llamado política pública) la forma de procesar el disenso y la forma en que se entiende el propio conocimiento. Una comunidad científica dogmática y guiada por preceptos exclusivamente morales, que prescinde de la evidencia cuando esta resulta incómoda para el relato, difícilmente pueda ser capaz de ayudar a generar buenas políticas públicas. Al revés, probablemente termine potenciando la creación de relatos y fábulas que poco y nada harán por solucionar aquello que se pretende solucionar.

    Como si fuera un eco de aquel debate, quien viene resistiendo intentos de cancelación, acoso y persecución hasta el punto de tener que presentar su libro acompañado de escoltas es el periodista español Juan Soto Ivars. El libro se llama Esto no existe y es un intento documentado de cuestionar las cifras oficiales respecto a las denuncias falsas en casos de violencia de género. Entre los muchos datos y argumentos que presenta, Soto Ivars señala que esos casos no cuantificados por nadie y que son siempre investigados resultan en un desvío o mal uso de los recursos que existen contra la violencia de género, y que eso termina desprotegiendo a aquellas mujeres que efectivamente son víctimas de esa violencia. Este debate interesa en Uruguay porque los argumentos del libro cuestionan por transitiva un estudio que hace poco hizo el Claeh con el apoyo de la ONU, del que Soto Ivars podría decir que confunde “casos detectados” con “prevalencia real”.

    Tal como ocurrió con Thornhill y Palmer, Soto Ivars viene siendo acusado de decir cosas que no dijo jamás. Como si alguien dijera que existen las ovejas negras y fuera acusado de negar la existencia de las ovejas blancas, Soto Ivars ha sido acusado de incel, machirulo y de ultraderechista que niega la violencia de género. Cosas que, cualquiera que haya leído alguna vez a Soto Ivars, sabe que son completamente falsas. Por tratarse de un periodista, el caso de Soto Ivars no está transcurriendo detrás de los muros de una institución académica, sino en los medios masivos españoles: televisiones, radios y diarios. Pese a esto, la respuesta de sus detractores parece copiar punto por punto los pasos seguidos mas de veinte años atrás por la comunidad científica ante Thornhill y Palmer: poner en su boca cosas que no dijo y extrapolar de manera malintencionada lo que sí dijo. Y coinciden además en la más absoluta ausencia de honestidad intelectual, ese elemento sin el cual es imposible pensar y diseñar buenas políticas públicas. Y es que cuando el relato moral sustituye a la evidencia es porque los científicos ya revirtieron a sacerdotes. Quién iba a decir que llevamos un tiempito viviendo en una teocracia cool y ni nos dimos cuenta.