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¿Por qué con tan buen material, tan esmerada fotografía, etc., etc., en vez de ofrecernos cinco o seis horas de cada serie de Netflix, no hacen una buena película de dos horas?; ganaríamos en tiempo y calidad
Los mormones me hicieron volver a Netflix. En realidad, el western con mormones. En otros tiempos hubiese dicho: ¿western con mormones?, ¿y eso qué es? Es como echarle curry al puchero. El asunto es que me recomendaron American Primeval (2025), una serie de seis episodios ambientada en Utah en 1857, en la que una madre y su hijo deben recorrer un territorio plagado de forajidos, indios, el ejército de los incipientes Estados Unidos y milicias de… mormones. Todos reclaman tierras o dinero y están un poco hartos entre ellos, y por eso resuelven las cosas como se hacía en el lejano Oeste, algo por fuera de la ley, que en realidad es como siempre se hizo y nada parece indicar que las cosas cambien. Pero bueno, convengamos que en el lejano Oeste la vida era un tanto más salvaje y se iba más rápido a los tiros.
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Dirige Peter Berg y la historia está firmada por Mark L. Smith, el guionista de El renacido, y consiste básicamente en ponerles piedras en el camino a la madre y al niño, de modo que en cada episodio deban sortear un escollo mayor. Y aquí nos topamos con lo que podríamos llamar trampas para conejos y trampas para osos. La ambientación general es atractiva, con una fotografía que nos sumerge en una naturaleza alucinante de montañas, valles y campos, ya sea soleados o nevados. También hay un cuidado en los detalles realistas, sucios y violentos de la época, los caminos barriales, perros y gallinas miserables, heridas con gangrena, casas precarias, malvivientes que procuran abrirse camino, aventureros, todo tipo de gentuza. Pero, con excepción de un mormón torturado al que le han secuestrado la esposa y casi le arrancan el cuero cabelludo y el desencantado y pesimista encargado de custodiar un fuerte, la mayoría de los personajes son planos, muy planos. La mujer y el niño están protegidos por un héroe clásico al que le han matado a la esposa y a su hijito, los indios son casi todos buenos y justos —y con conciencia de esa justicia— y los mormones son casi todos malos. Entonces, la trampa para conejos funciona, caemos en ella, porque la vistosidad de la empresa —y una música envolvente— nos hace olvidar que los personajes son de sustancia mínima, raquítica.
Más burda resulta la trampa para osos, cuando una señora que de ningún modo se puede transformar en una máquina de matar, en un episodio en el que cae bajo las garras de un grupo de psicóticos del camino, se convierte en Terminator y no deja títere con cabeza. Ahí no caigo.
Con desazón, pero todavía con ganas de más western y sin salir de Netflix, me dirijo a Godless (2017), cuyo título me atrae, además de que tiene a Jeff Daniels. Esta vez son siete episodios, escritos y dirigidos por Scott Frank y ambientados más o menos en la misma época del lejano Oeste, también con forajidos y mormones.
Las dos primeras entregas son estupendas, con detalles increíbles como la irrupción en la iglesia, en plena misa dominical, de Jeff Daniels y su caballo. El tipo avanza por el pasillo, se coloca delante de los fieles y sin bajarse del animal les recita un precioso sermón amenazador. Daniels interpreta a un sufrido mormón —o mejor dicho hombre religioso, para no herir susceptibilidades— que se hartó de Dios —mejor dicho: de la ausencia de Dios— y por lo tanto eligió el camino de los forajidos, que son su familia, una familia de 30 pistoleros que lo acompañan en atroces crímenes y le soportan sus más delirantes alocuciones bíblicas.
Los créditos resultan adictivos, con un tema pegadizo y nombres estelares como los de Steven Soderbergh en la producción ejecutiva y T. Bone Burnett en música, además de una breve aparición de Sam Waterston en la piel de un viejo sheriff. Pero después… Después vienen las trampas para osos y conejos de estos westerns de Netflix, el artificioso embellecimiento de una pandilla cruzando un río en cámara lenta, con las gotas de agua como pequeñas estrellas fugaces, el estiramiento de los capítulos y la dispersión de la trama, y nos va quedando únicamente el personaje de Daniels, que nunca decae porque es complejo y sostiene todo el templo. Hay que decirlo: un gran mormón.
La pasta base de Netflix funciona inmediatamente y me dice que si me gustaron American Primeval y Godless, tengo que ver la serie Wyatt Earp y la guerra de los cowboys (2024), que además es narrada por Ed Harris. Caigo en la trampa para osos y conejos porque amo a Harris y me prendo a los seis episodios. La idea es buena: contar como si fuese un documental la verdadera historia de los hermanos Earp y el atorrante y populista Ike Clanton, jefe de los cowboys. Entonces, se pone en contexto político y social el pueblo de Tombstone y Arizona en 1881, a la salida de la guerra civil, quién era Doc Holliday (dentista y alcohólico con gran puntería, vaya combinación), qué pasaba en Europa y quién era y qué quería el banquero J.P. Morgan. El problema es que la serie —otra vez: muy linda visualmente— se agota en lo didáctico, porque la dramatización es banal y los actores son prácticamente de madera (recuerden que Ed Harris solo oficia como narrador).
Para resumir: ¿por qué con tan buen material, tan esmerada fotografía, etc., etc., en vez de ofrecernos cinco o seis horas de cada serie, no hacen una buena película de dos horas? Ganaríamos en tiempo y calidad.
Resulta inevitable: vuelvo a ver La pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946), de John Ford. Y no me importa cuán ajustada o no está a la historia real. Tiene a Henry Fonda, y basta de trampas para osos y conejos.