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En esta vorágine de sentimientos provocada por la sentencia de la Corte Suprema de Justicia que rechazó el último recurso previsto por la ley argentina contra la condena de la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner, es muy difícil tratar de hilvanar algunas consideraciones objetivas, pues todos, de un modo u otro, estamos atravesados por nuestras pasiones.
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Tratando de superar ese sesgo, no podemos ignorar las evidentes muestras de parcialidad de los jueces que intervinieron en el caso. Varios tuvieron evidentes vínculos, imposibles de justificar, con el Grupo Clarín o con Mauricio Macri.
La sentencia de la Corte fue dictada en tiempo récord —los casos normalmente esperan años para su decisión— y carece de fundamentos relevantes. Solo incluye un catálogo de clichés utilizados de manera habitual para rechazar recursos.
La envergadura política de la acusada y la del caso merecían un tratamiento más profundo. La existencia de graves hechos de corrupción requiere de sanciones adecuadas y de ejemplaridad en el juzgamiento, respetando al extremo las reglas del debido proceso.
El rechazo decidido por la Corte con argumentos puramente formales evade la responsabilidad de una decisión que mostrara a la ciudadanía las pruebas que comprometían a Cristina Fernández. Si las hubiera, deberían haberse desgranado de forma minuciosa y hubieran puesto un punto final al interminable debate que ahora permanecerá sin definición para siempre.
Cristina Fernández no es ajena, por cierto, a los otros personajes condenados y a su inexplicable boicot al gobierno del que fue vicepresidenta, que impidió designar un procurador general de la Nación y a un integrante de la Corte Suprema en cargos que se hallaban y aún se hallan vacantes. Esos nombramientos hubieran mitigado, probablemente, la arbitrariedad que ahora la perjudica.
Por otro lado, en los años del gobierno de Alberto Fernández ella promovió en el Congreso un procedimiento de remoción de los jueces de la Corte que estaba destinado al fracaso por falta de quorum y de fundamentos serios e hizo lo mismo con el procurador interino Casal. Sin embargo, la humillación que propició a los cortesanos mediante las citaciones forzosas, los hostiles interrogatorios de sus subordinados y la ventilación de cuestiones diversas ahora encuentra una respuesta que la lastima.
La venganza es un plato que se sirve frío.
Le resta ahora la posibilidad de acudir al Sistema Interamericano de Derechos Humanos, cuyos tiempos son también parsimoniosos.
Seguramente, los vaivenes de la política y las pulsiones de la sociedad, mas no el saber de los leguleyos, serán los que definan la sostenibilidad de la inhabilitación perpetua para la actividad política de la dirigente argentina más importante de los últimos 30 años.
Manuel Garrido es abogado, profesor universitario, director ejecutivo de Innocence Project Argentina, una ONG que busca liberar a inocentes condenados por error o por corrupción, exdiputado nacional, exfiscal nacional de Investigaciones Administrativas y exjefe de la Oficina Anticorrupción, desde donde denunció e investigó al menemismo, a la alianza liderada por Mauricio Macri y al kirchnerismo.