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    “Cancelar obras de arte es una forma de puritanismo de izquierdas”

    Con su novela Soldados de Salamina (2001), sobre el ideólogo de la falange española, Javier Cercas (Ibahernando, Cáceres, 1962) saltó a la popularidad. En ese momento tenía 40 años y ya había escrito cuatro novelas que no habían tenido mayor repercusión. A partir de entonces, se sucedieron varios éxitos (La velocidad de la luz, Anatomía de un instante, El impostor) que tuvieron alguna figura real transformada en personaje. Cuando en 2017 terminó El monarca de las sombras, sintió que debía cambiar de rumbo. “Tenía que buscar otro camino porque corría el peor peligro que corre un escritor, que es el de repetirse, de convertirse en un imitador de sí mismo”, dice al recordar ese momento. Entonces en 2019 publicó Terra Alta, que tiene como personaje a un policía, Melchor Marín, que carga con un pasado heroico y otro doloroso: su madre fue brutalmente asesinada cuando él era un niño, y a su esposa la mataron en un confuso accidente. Viudo y con una hija pequeña que se llama Cosette, como el personaje de Los miserables, Melchor es un hombre tranquilo y culto pero capaz de cometer excesos con tal de conseguir justicia. Terra Alta, que ganó el premio Planeta 2019, fue el inicio de una historia que ahora se continúa con Independencia (Tusquets, 2021) y seguirá en tres entregas más. Melchor regresa a Barcelona para resolver un caso de extorsión a la alcaldesa de la ciudad. Allí se reencuentra con viejos amigos y también con su propia historia. Es 2025, ya pasó la pandemia provocada por el coronavirus y han quedado sus secuelas, igual que las del proceso de independencia catalana. Entre políticos corruptos, ricachones poderosos y alusiones a Julio Verne, Víctor Hugo y hasta a la propia obra de Cercas, se desarrolla esta novela que levantó polvareda en Cataluña. “El catalán que no quiere la independencia no tiene corazón. El que la quiere, no tiene cabeza”, dice uno de los personajes. Vehemente para afirmar sus opiniones, Cercas se muestra muy enojado por el “linchamiento salvaje” que está recibiendo de los sectores independentistas catalanes. Pero cuando aparece en la pantalla de Zoom para conversar con Búsqueda, está sonriente y tranquilo. A su costado, una enorme biblioteca cuenta su historia de profesor universitario, filólogo y escritor. Nació en Extremadura, a los cinco años se mudó a Gerona y después a Barcelona. Desde allí, mantuvo la siguiente entrevista.

    —¿Extraña la vida académica?

    —A los colegas universitarios suelo decirles que sí, que extraño la academia, pero la verdad es que no la extraño en absoluto. Nunca tuve vocación pedagógica, he intentado hacerlo lo mejor posible y los alumnos dicen que no lo hacía mal, pero siempre fui un escritor que se ganaba la vida en la universidad. Lo que pasa es que jamás imaginé que me iba a poder ganar la vida escribiendo, por el contrario, pensaba que iba a ser un profesor que se dedicaría a escribir novelas que nadie leería. Hasta los 40 años fui eso, y nunca me quejé. Nunca oirás decir a un amigo que me quejaba de que mis libros solo los leía mi mamá y alguna de mis hermanas.

    —¿Cómo surgió su interés por la filología?

    —Me pareció que estudiar filología era lo más útil para ser escritor, y yo quería ser escritor. También porque quería conocer la tradición. No sé si es buena idea ser filólogo para ser escritor, pero sí es buena idea para conocer bien la tradición, a los clásicos. Borges decía que la fama es un malentendido. Yo no soy famoso, soy conocido, y cuando la gente me asocia a la política o a la historia a mí me da risa. Es un enorme malentendido. Soy y sigo siendo un filólogo, y siempre fui un escritor superliterario. Lo que pasa es que una literatura que habla solo de la literatura se come a sí misma, por eso también tiene que hablar de la realidad.

    Terra Alta e Independencia son novelas policiales, diferentes a las que había escrito antes. ¿Cuánto influyeron los clásicos del género para escribirlas?

    —Bueno, lo primero que hay que preguntarse es si estas son novelas policiales. Ayer hablaba con periodistas italianos, porque Independencia está saliendo en Italia, y mi respuesta sobre este tema fue: “Ma chi se ne frega (¿a quién le importa?)”. Voy a nombrar otra vez a Borges porque para mí es un escritor fundamental. Él decía que todas las novelas son policiales. En mi caso, todas mis anteriores novelas lo eran, porque tenían un enigma para descifrar, que en eso consiste básicamente una novela policial. Te soy sincero: no me propuse escribir sobre un policía, no tenía esa intención. Pero resulta que en determinado momento me di cuenta de que Melchor solo podía ser policía, y creo que tenía que ver con el tema de fondo: la justicia y la venganza. Melchor es un tipo que me fascina y del cual estoy enamorado, me interesa, me apasiona. Nunca me había ocurrido terminar una novela y pensar: “Esto no ha acabado”. Nunca me había ocurrido y no creo que me vuelva a ocurrir. Entonces, ¿a qué tradición pertenecen? Para mí solo hay dos tipos de novelas: las buenas y las malas, lo demás es palabrerío. La novela policial tiene a Edgar Allan Poe, tiene a Borges, tiene a Leonardo Sciascia y a otros grandes escritores, y también a varios malos. No soy un lector asiduo del género, claro que lo conozco y por motivos académicos he leído a los clásicos como Dashiell Hammett y Raymond Chandler. Tampoco fue mi propósito romper con las reglas del policial ni nada parecido. Hay gente que me lo ha dicho por el protagonista, que es un policía abstemio, que solo bebe Coca-Cola, que lee autores clásicos y es un muy buen padre de familia. Mi propósito no fue transgredir, sino escribir la mejor novela posible, que es lo único que busco.

    —Pero Melchor además de esas características tiene un costado oscuro. En Independencia más oscuro aún…

    —Es un personaje esencialmente contradictorio. Alguien habló de él como un “buen-mal policía”, y me parece una buena definición. En el mismo sentido que Don Quijote es un “loco-cuerdo”. Con Melchor se plantea el dilema central de estas novelas, y se formula con una pregunta compleja que tendrá una respuesta ambigua y contradictoria: ¿es legítima la venganza cuando la justicia no nos hace justicia? Melchor es un justiciero, capaz de tomarse la venganza por mano propia de una forma extremadamente brutal. Por supuesto que tu respuesta, mi respuesta y la de cualquier persona civilizada a esa pregunta es: “No”. La venganza nunca es legítima. Como dice un viejo policía, personaje de Terra Alta, quien no respeta las formas de la justicia no respeta la justicia. Pero eso ocurre en la realidad, no en la literatura, que tiene que poner en duda nuestras certezas más arraigadas. La literatura nos complica la vida a cambio del placer que nos proporciona. Entonces simpatizamos con actitudes, personas e ideologías que en la vida cotidiana nos resultan repelentes o con las que no comulgamos en absoluto. Nos permite sacar de ese modo lo que George Bataille, el gran pensador francés del siglo XX, llamaba la parte maldita del mal, la bestia. En la literatura podemos estar del lado de alguien como Melchor, que saca a niñas fuera de un prostíbulo pegando terribles palizas o mata por venganza. Lo que quiero es que el lector se pregunte si es correcto o no, porque cuando libera a esas niñas todos lo aplaudimos, estamos con él. Lo que quiero que sienta el lector es la incomodidad de la literatura, que nos saca de nuestra zona de confort, de nuestra comodidad moral.

    —Desde hace unos años, hay una corriente que trata de “cancelar” obras de arte o partes de esas obras por considerarlas políticamente incorrectas. ¿Cómo ve este fenómeno?

    —Lo veo horrible. Es una forma de imponer un arte pedagógico, y eso es un oxímoron. El arte es lo contrario de la pedagogía. La literatura es útil siempre que no se proponga ser útil. Cuando se lo propone, se transforma en propaganda o pedagogía y deja de ser literatura. Cancelar obras de arte es una forma de puritanismo de izquierdas. Yo soy un votante de izquierda, pero esto es catastrófico para la cultura. Es el retorno de los curas, del dogma, de la barbarie. Es no entender la naturaleza de la literatura en particular y del arte en general. Un arte sin provocación, que se limita a ratificar nuestras convicciones, es una catástrofe.

    —Las situaciones que viven los policías en la novela parecen muy reales, incluso el ataque de pánico que sufre uno de ellos. ¿Investigó entre policías reales para crearlos en la ficción?

    —Cuando se me impuso que Melchor tenía que ser un policía, me di cuenta de que me había metido en un lío, pero claro, escribir es meterse en líos. No conocía para nada ese mundo, entonces fui a hablar con policías reales, y me resultó apasionante. Primero fui a la comisaría de Terra Alta, esa comarca remota, apartada, en la que transcurre parte de la primera novela. En el caso de Independencia hablé con policías catalanes que se encargan de extorsiones. Para mí fue muy importante sentir ese mundo. Entre los policías hay una gran solidaridad. Son tipos que se juegan la vida y por eso se crea un vínculo muy estrecho entre ellos. Por el contrario, los escritores llevamos una vida muy solitaria y la solidaridad no existe entre nosotros, aunque creo que sí se da entre las escritoras que se apoyan mutuamente. Entonces, yo añoro una solidaridad que nunca he tenido. Como dice Woody Allen, los intelectuales somos como los gánsters, solo nos matamos entre nosotros.

    Independencia tiene mucha acción y escenas que se dan en forma simultánea. Es una novela muy visual. ¿Cuánto influye el cine en su literatura?

    —Me gusta muchísimo el cine y ahora también veo series de televisión, incluso me he preguntado si las series no habrán tenido algo que ver con que escriba un libro en partes. También es verdad que por motivos que desconozco diversas novelas mías se han llevado al cine. Ahora en setiembre se estrena una película basada en Las leyes de la frontera, dirigida por Daniel Monzón, como también Soldados de Salamina fue película (2003, dirigida por David Trueba). Algunas de mis obras se han llevado al teatro, incluso al cómic. Pero nunca pienso en términos cinematográficos al escribir una novela, jamás. Jamás pienso cómo será en el cine ni qué actor podría interpretar al protagonista. Pero es verdad que tengo una imaginación visual, y quiero que el escritor vea a los personajes y las situaciones.

    —-La novela ha despertado fuertes críticas políticas por su cuestionamiento al proceso de independencia catalán. ¿Cómo está viviendo esas repercusiones?

    —La novela fue muy bien recibida en toda España por los lectores y por la crítica. Pero desde el punto de vista político, hubo gente en Cataluña, donde se vive un ambiente muy venenoso y enconado, que no se lo tomó bien. Últimamente hubo episodios desagradables conectados con la publicación de la novela. El poder tolera mal la crítica y esta novela es en cierto sentido un llamado a la insurrección, por eso me ha gustado la forma en que la editorial la definió: “Un furioso alegato contra la tiranía de los dueños del dinero y los amos del mundo”. Es un retrato muy duro de la élite económica catalana, de su cinismo y responsabilidad en lo que han llamado el proceso independentista, que para mí fue un movimiento profundamente reaccionario e insolidario. Y a esa gente no le ha gustado nada la novela. Ahora lanzaron un bulo (una mentira) contra mí, seguido por un linchamiento salvaje. Me acusan de incitar a una intervención del Ejército en Cataluña, una gran falsedad, yo lo que defiendo es la democracia española. Esta novela contiene un alegato contra las élites enquistadas en el poder. El protagonista oculto es Rocky, un joven pobre que cree que arrimándose a las élites será como ellas. Pero los miembros de esas élites lo utilizan para sus propósitos perversos y luego lo usan como papel higiénico. Eso hacen las élites aquí y en todas partes. En ese sentido es un llamado a la insurrección para protegernos con el mejor invento que hemos creado los seres humanos para defendernos de las élites: la democracia.

    —En la novela la alcaldesa de Barcelona es un personaje camaleónico, primero defiende a los refugiados y unos años después adopta un discurso xenófobo. ¿Está decepcionado de los políticos?

    —Los políticos hoy en día son más bien actores. También antes lo eran, pero ahora, con las redes sociales y los medios de comunicación, la apariencia tiene más poder que antes. Está vinculado con el poder de la mentira. Nuestro mundo está determinado por el poder de difusión de la mentira. Y eso es peligrosísimo. La política lo vive a diario. El país más poderoso del mundo tuvo un presidente que es un mentiroso compulsivo. Y los grandes trastornos que hemos tenido en los últimos tiempos se han producido por un diluvio de mentiras, como fue el Brexit, la llegada de Trump al poder o el proceso independentista catalán. Las mentiras crean esclavos, por eso es tan difícil salir de un proceso como el catalán.

    —Acaban de ser las elecciones en Madrid, ¿cómo evalúa los resultados?

    —Ha habido un pequeño terremoto local y posiblemente tendrá repercusiones en la política en general. Gobernaba la derecha y ahora gobierna más la derecha. Es que se ha planteado una campaña electoral irreal. La alternativa parecía ser fascismo o comunismo, y eso es irreal. Tengo la impresión de que se inventan problemas irreales para no afrontar los verdaderos problemas. Lo de fascismo y comunismo suena a película barata, y hay políticos que solo saben desenvolverse en esas películas. Tenemos problemas gravísimos, pero parece que los queremos afrontar con patrones mentales, ideas y hasta palabras inadecuadas. No solo la pandemia es un problema monumental, sino el control de los medios digitales y de las redes sociales. Ese sí que es un problema gordo: las empresas con un poder bestial en el mundo, sin ningún control democrático. Son los mayores demonios de la historia, capaces de desestabilizar países enteros, capaces de cambiar el curso de las elecciones en Estados Unidos, provocar el Brexit y grandes terremotos económicos. Pero parece que eso no importa. Los políticos siguen hablando de fascismo y comunismo como si estuviéramos en los años 40, es muy preocupante. La campaña de Madrid es un ejemplo de eso, hay una gran polarización de la que nadie sale beneficiado. Y hay una gran incapacidad de la clase política.

    —Fue amigo del escritor chileno Roberto Bolaño. ¿Cómo lo recuerda?

    —Fuimos amigos y lo convertí en un personaje de Soldados de Salamina. A veces él me preguntaba por qué lo había hecho, y la respuesta era muy sencilla, simplemente porque éramos amigos. Teníamos una relación estrecha, incluso con nuestras familias. Él vivía en un pueblo pequeño, relativamente cercano, y venía seguido a casa. Pero sobre todo hablábamos mucho por teléfono. Nunca he hablado tanto por teléfono como con él, ni siquiera con una novia. Era tremendo, un gran conversador telefónico. Hablábamos sobre todo de literatura y compartíamos nuestros gustos por Borges, por Nicanor Parra, por escritores norteamericanos y franceses. Él tenía 10 años más que yo y estaba en un momento de creatividad explosiva, sus últimos años fueron frenéticos y empezaba a ser reconocido. Yo, en cambio, previo a escribir Soldados de Salamina, estaba en un momento de gran depresión. Pasé dos o tres años muy malos y él para mí fue muy estimulante, creo que eso se nota en la novela. Aparece como alguien que me impulsa a escribir. Fue algo maravilloso, porque nadie en ese momento creía en mí como escritor.