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    ‘La calle del sacrificio. Las últimas horas de Baltasar Brum’, novela de Hugo Burel

    Con prólogo de Gerardo Caetano, la novela narra desde el intento de detención de Brum hasta el final de la tarde, cuando el expresidente se colocó sobre su pecho uno de los dos revólveres que llevaba y disparó

    Como en la peor pesadilla, un exdirector de El Día descubre que el diario fundado por Pepe Batlle ya no existe y que el imponente edificio de 18 y Yaguarón se ha convertido en un garito. En 2023, 90 años después de su muerte, Baltasar Brum vuelve a Montevideo —en calidad de fantasma— para recrear sus últimas horas de vida, echar un vistazo al país, terminar de comprender lo que pasó entonces y revindicar su mal entendido suicidio.

    El titiritero de esta operación es Hugo Burel, autor de Los inmortales (Premio Bartolomé Hidalgo 2004) y de muchas otras narraciones que han recibido distinciones en el país y en el extranjero, entre ellos el Juan Rulfo en Francia por el cuento El elogio de la nieve.

    Para ubicar al lector, la novela tiene un prólogo del historiador y cientista político Gerardo Caetano. Allí se explica que Brum, entre muchas otras cosas, fue el presidente más joven del Uruguay, con 35 años y el respaldo de José Batlle y Ordóñez, y también un romántico inconformista con la realidad, emotivo, grandilocuente y corajudo.

    Esa valentía lo llevó a batirse tres veces a duelo, a anunciar que resistiría el golpe de Estado como miembro del Consejo Nacional de Administración y a recibir a balazos a dos comisarios que llegaron una mañana a su casa, en Río Branco casi Colonia, para llevarlo preso.

    Era el viernes 31 de marzo de 1933 y el entonces presidente constitucional Gabriel Terra encabezaba un golpe de Estado ante la indiferencia generalizada de la población y contando con el respaldo del caudillo blanco Luis Alberto de Herrera, el colorado Pedro Manini Ríos y Alberto Demichelli, el mismo que 40 años después integraría la última dictadura.

    A diferencia de 1973, cuando tomaron la iniciativa, ese último viernes de marzo los militares se quedaron en los cuarteles y Terra dirigió las acciones desde el Cuartel de Bomberos. Disolvió el Parlamento, otorgó más poder a la Policía y censuró a la prensa. El golpe buscó frenar las reformas batllistas de intervención estatal y aprobar una nueva Constitución que cambiara el sistema de gobierno del colegiado al presidencialista, para lo cual los sectores conservadores no contaban con los votos en el Parlamento.

    En La calle del sacrificio. Las últimas horas de Baltasar Brum, Burel hace un repaso del lapso que va desde el intento de detención hasta el final de la tarde, cuando el expresidente se colocó sobre su pecho uno de los dos revólveres que llevaba y disparó. Recorre también la intensa vida de Brum e imagina algunas de las posibles reacciones en su reencuentro con la Montevideo del siglo XXI, en la que la plaza de Cagancha se llama Libertad y mucha gente duerme en la calle.

    Igual que en Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García Márquez, el hecho de que el lector sepa desde el principio cuál será el desenlace no le quita interés ni tensión al texto. Es que una voluntad desconocida ha decidido que Brum regrese y recupere su memoria. Él siente los olores y mira nuevos y viejos escenarios pero, como suele ocurrir con los fantasmas, nadie lo ve.

    Usando el lenguaje recargado de aquella época, el espectro de Brum analiza lo que ocurrió después de su muerte, cuando decidió finalmente que ofrecería su sangre para que el “gobierno fascista” que se iniciaba para durar 20 años con su gesto quizás redujera ese plazo a cinco.

    “¡Viva Batlle! ¡Viva la libertad!”, habían sido las últimas palabras antes del disparo, pero al regresar comprueba con desilusión que poco de eso está reflejado en los homenajes. Es cierto que un pueblo en el departamento de Artigas y una rambla en el oeste de Montevideo llevan su nombre, pero en la puerta de su casa han colocado —recién 79 años después de que se matara— una placa “poco entusiasta”, con un texto no demasiado explícito, y ahora funciona una oficina de la institución estatal dedicada a los niños y a los adolescentes, el INAU.

    “Una página célebre”

    El fantasma de Brum, es decir, el narrador, está indignado porque imagina que un joven que pase por el lugar donde él murió y lea el texto de la placa no podrá saber que se pegó un tiro en rebeldía contra la dictadura. Nada de eso se explica: podrá pensar que lo mataron y sabrá que allí se escribió “una página célebre”, pero nada más, a diferencia del caso de su correligionario Julio César Grauert, al que por lo menos le construyeron un monumento recordatorio en el lugar donde lo emboscó la policía terrista.

    El espectro ha recibido un “aluvión de conocimientos” y sabe que el índice de suicidios en el país es alto entre los jóvenes y que a menudo se debe a “causas inquietantes como la ingesta de drogas” o la depresión, que en su época no era tan frecuente y se le llamaba de otra manera.

    Aprovechando el recurso elegido, Burel se despacha, sin abusar, sobre algunos asuntos actuales y pone en la mente de Brum ciertas observaciones sobre el extraño uso del lenguaje, como decir “personas en situación de calle”. También se expresa sin cariño sobre el Palacio Salvo, aunque se olvida de su mellizo Barolo en Buenos Aires y aborda su supuesta locura a raíz de un accidente en San José, en la época en que era ministro del Interior y se le cayó una pesada mampostería en la cabeza.

    Mientras los golpistas no se salvan del juicio del fantasma de Brum, este reconoce el gesto del decano de la Facultad de Derecho, Emilio Frugoni, quien ocupó la Universidad de la República como protesta. Rinde también homenaje a la manifestación del 9 de julio de 1973 por 18 de Julio, pero censura a José Mujica y a cientos de miles de sus contemporáneos. Aunque no lo nombra, el tupamaro es aludido de forma negativa como alguien que se levantó en armas contra la democracia y años después fue elegido presidente por amplias mayorías.

    Porque Brum fue un hombre de armas tomar, pero defensor de la Constitución. Para Burel, lo que empezó a matarlo no fue la locura, sino “la indiferencia y la falta de drama, emoción y compromiso que se palpaba en el ambiente”.

    Es que ese último día de marzo estaba bastante solo. Apenas lo rodeaban algunos familiares —hermanos, esposa y madre—, amigos y correligionarios, además de unos curiosos y las muchachas de la confitería de la esquina que invitaban con sándwiches.

    Algo parecido, por la soledad, le ocurrió a Juan María Bordaberry en febrero de 1973. “Yo esperaba al pueblo, pero el pueblo no llegaba”, dice el espectro de Brum, quien fue calificado de megalómano, aquejado de delirios de grandeza. El dramático desenlace pudo ser bien diferente porque, cuando Brum se disparó, el embajador de España estaba en camino para ofrecerle asilo y evitar que la calle Río Branco se convirtiera en un callejón sin salida.