—Da la impresión de que sí se rompió un límite, que ya no se la considera literatura juvenil…
—Es muy raro cómo ocurrió lo de considerarla literatura juvenil. Me acuerdo cuando era chica que en colecciones como Minotauro, de Paco Porrúa, se publicaba Bradbury, que puede ser para público juvenil hasta por ahí nomás. Leyéndolo de grande me di cuenta de que es un escritor que sobre todo habla de la nostalgia y un joven no tiene tanta nostalgia para sentirla. Como era una editorial juvenil, me compré allí Crash de Ballard, una historia de gente que tiene sexo con autos, con un pensamiento sobre lo posindustrial y con una visión del cuerpo intervenido por la tecnología. Yo no entendí nada nada. Ni siquiera me perturbó, estaba muy lejos de lo que yo me pudiera imaginar a los 14 años. Pero ese libro, como es ciencia ficción, entre comillas, caía en literatura juvenil, y es un disparate. En general siempre pensé que hay una especie de prejuicio que no tiene tanto que ver con el género sino con algo más íntimo y profundo que es la imaginación. Hasta los 18 o 20 años tener mucha imaginación está bien, pero después hay que entrar en la vida, en el trabajo, en la seriedad, en la familia, en esas cosas que de alguna manera excluyen la imaginación. Pero la imaginación no es necesariamente juego o infantilización. El realismo, la no ficción o el ensayo requieren también de imaginación. Pero hay una idea de que lo entretenido está asociado con lo infantil, incluso la ternura. Muchos textos del género de terror tienen mucha ternura y mucha crueldad. En general, para los adultos el tiempo libre o el ocio no tienen que ver con la experiencia de aprender. Uno tiene que trabajar, ser productivo y útil. Cuando tocó Taylor Swift acá en Buenos Aires, me subí a un taxi con un taxista terrible mala honda. Mirando a las chiquilinas que hacían cola me preguntó por qué no iban a trabajar o a la escuela. Le dije que era una vez en la vida, que estaban disfrutando. La edad adulta viene con eso, se trabaja para la máquina, como si la imaginación se le escapara a la máquina. Es un poco peligroso porque implica que no se puede pensar en otros mundos.
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—Entrevistaste hace pocos días a Nick Cave, uno de tus ídolos. ¿Es tan magnético como en el escenario?
—Hice la entrevista como ahora nosotras, por videollamada. Pero teníamos las cámaras apagadas porque él no quería encenderla. Lo hicimos por teléfono, tal vez él estaba en la cama hablando. Me había resistido bastante a hacerla porque soy muy fan, hasta que finalmente acepté. Los primeros 10 minutos fueron muy penosos de mi parte, por supuesto que eso no está en la nota. Como que no arrancaba. Tal vez fue menos tiempo, pero cuando desgrabé la entrevista sonaron como 10 minutos. Él no es tan magnético como en el escenario, es más tierno y amable. Lo sentí simpático y relajado, y yo también pude relajarme. Es atractivo, pero no en el sentido de rock star, sino porque es una persona muy atenta en la escucha. No es que haya sido siempre así, para nada. Como fan vi cantidad de entrevistas en las que los hizo pasar mal a los periodistas. Pero le han pasado cosas que lo hicieron sufrir en todo sentido. Quizás tenga días horribles, pero conmigo no.
—Escribiste Porque demasiado no es suficiente. Mi historia de amor con Suede, sobre tu historia como fan. ¿Ves un cambio en los fanáticos de ahora?
—Lo que pasa ahora es que ser fan se volvió culturalmente omnipresente. Antes era bastante mal visto. Ahora es común decir que se es fan de tal marca de ropa, de tal deportista, pero eso no significa que se sea fanático. Todo está orientado para que consumamos cosas, entonces se piensa al espectador y al público como fanes. Cuando era chica, el fan era muy completista: coleccionaba todos los discos difíciles y los programas de televisión no eran un objeto de fanatismo, los capítulos de las series eran autoconclusivos. Pero ahora exigen una devoción del espectador que tiene que verlo todo. La demanda de tiempo y atención es un fenómeno muy nuevo, del 2000 para acá. Los que producimos arte o cultura estamos más o menos envueltos en eso. Porque así es como se consume.
—En Este es el mar, creaste una entidad, El Enjambre, que hace gritar a las fanes todo el tiempo. Tiene mucho del ruido de esta época en las redes que lleva al odio y la agresión. ¿Pensaste en algo de esto para esa novela?
—Pensé en la alienación, pero de otro tipo, tal vez necesaria. La pensé como rito de pasaje, un poco más romántico. Se me ocurrió viendo un concierto muy horrible de los Backstreet Boys en la cancha de Boca. Muy muy malo. Las chicas gritaban sin parar como si lo que estuvieran viendo valiera la pena. Ahí me di cuenta de que ese aturdirse y esa conducción de la energía muy sexual tenían que ver con un rito de pasaje entre ellas, que eran indiferentes a quien tuvieran en el escenario.Este es el mar, aunque esto no lo pensé cuando la escribí, sí tiene que ver con esta sensación de que no importa lo que hay sobre el escenario. La cuestión es hacer ruido, gritar, crear ese momento de confusión. En ese momento escribir la novela me sirvió también para entender qué les estaba pasando.
—En la entrevista con Cave, mencionás a músicos, como él, que elevan la sensualidad a lo sagrado. ¿Sentís que eso mismo pasa con algunos de tus personajes?
—Especialmente en el personaje Juan, de Nuestra parte de noche, aunque no se terminó nunca de leer así. De chica, pero de bien chica, yo era muy católica. Fue mi rebelión en contra de mis padres, que eran comunistas. Algo tenía que hacer (se ríe). Fui a la escuela católica y me duró poco, hasta los 12 años, pero fue muy intenso. Creo que Juan es un personaje de mucho sufrimiento, tiene imágenes que tienen que ver con la crucifixión, con el elevarse, con el cuerpo martirizado para alcanzar otro estado. Tiene mucho que ver con esa parte más salvaje y física de lo católico, con lo menos espiritual, que es la parte de los santos. Con el no comer, con los estigmas. La cuestión del santoral pagano aparece mucho también en los relatos como una recuperación de lo fantástico local, que suele estar bastante relegado, entre otras cosas, por los prejuicios y la cuestión de clase. En la novela para mí claramente hay una dimensión sagrado-profana porque Juan es también una especie de entidad sexual. De la misma manera que me gusta Nick Cave me gustan los artistas que trabajan con eso, lo sagrado manifestándose en el cuerpo. Bob Dylan, Leonard Cohen, pero también Prince. Por eso me gusta mucho el rock, el góspel, el rock negro original. Y Elvis cantando góspel y siendo un símbolo sexual.
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—Juan es a la vez hermoso y salvaje. ¿Te inspiraste en Cave?
—Me inspiré en Cave para el momento en que Juan tiene el contacto con el otro lado. Y sí, me inspiré en el rock, pero además en los grandes predicadores. Justo cuando lo entrevisté a Nick había leído un texto de la novelista Darcey Steinke que habla de su abuelo, el reverendo Steinke, y dice que los predicadores fueron las primeras estrellas de rock. A mí la religión no me provoca miedo, y creo que ya no lo provoca más en general. Eso se trasladó a otros lugares. Como periodista, cubrí mucho tiempo conciertos de rock, y con algunos artistas he tenido la sensación de que podía decir “Ahora vamos a salir todos corriendo a destruir la ciudad”, y que el público lo podía hacer. Eso da miedo cuando lo ves desde afuera, desde adentro sos uno más. Pensé que se había ido un poco con el rock, pero tengo amigos que van a ver espectáculos, o yo misma, y sigue ocurriendo. Tiene que ver con algo muy arcaico, de la persona capaz de llevarte a ese lugar de trascendencia y éxtasis y de dar una especie de sermón. Entonces Juan estuvo muy inspirado en esa sensación.
—Siempre has explicado que trabajás con los miedos que están en la realidad, como fue la dictadura. ¿Es la la incertidumbre lo que guía tus últimos relatos?
—Cuando empecé a escribir terror, había dos cosas que me fascinaban. Una era la dimensión social que se le podía dar, algo que tienen las historias de Stephen King. La otra venía por el lado de David Lynch y sobre todo por escritores del Río de la Plata que no explican nada, como (Jorge Luis) Borges y Felisberto (Hernández). Lynch transmite la idea de una realidad que no se puede codificar y que está a punto de derrumbarse, pero no lo hace desde la paranoia. Trabaja mucho con los sueños y el inconsciente y cómo actúan en la realidad. En Argentina no sé cómo uno se las arregla para seguir circulando por la realidad tan extraña y encontrando vericuetos. Es como una realidad que se pliega sobre sí misma. El último tiempo fue como una especie de regalo para todos los escritores que trabajamos con el terror. Aunque es preocupante, nuestras realidades cotidianas, todas, son muy difíciles de sentir como realidades. Por ejemplo, me ha pasado al hablar con adolescentes a los que les decepciona el sexo porque ven mucha pornografía, entonces cuando llegan a la realidad los cuerpos les parecen raros. El cuerpo adopta una dimensión fantasmal cuando tendría que ser la más real. Estamos todo el tiempo interactuando con imágenes, con palabras, con mensajes de voz y datos, pero no tanto con cuerpos. Podés estar un día entero hablando y nunca ver a nadie físicamente. Yo hoy tuve entrevistas desde la una de la tarde por computadora o por teléfono. Di una clase y todavía no vi a nadie físicamente. Eso produce una dislocación terrible, a lo que se suman las crisis de las narrativas. Hasta hace poco creía que era capaz de distinguir una noticia falsa, pero ahora con la inteligencia artificial no me resulta tan fácil. Todos los lugares de legitimación se van derrumbando. Entonces una incertidumbre se suma a la otra.
—En Nuestra parte de la noche hay un viaje de Buenos Aires a Misiones, un lugar que aparece en las noticias, igual que Corrientes asociado a hechos terribles. ¿Elegiste Misiones por esa oscuridad?
—En realidad mi familia materna es de ahí. La semana pasada estuve en Corrientes, justo cuando pasó lo del pedófilo este, Germán Kiczka, que encima es nieto de un nazi. Mi abuelo es paraguayo, mi familia es correntina y vive en Corrientes. En toda esa zona está la frontera con Brasil y Paraguay. Cuando conocés a la gente, te das cuenta de la relación particular con las creencias originarias, con la lengua guaraní, con los mitos y las leyendas. Pero cada vez menos; ahora que fui lo noté. Cuando era chica estaba todo eso muy presente. Y también lo afrobrasileño. Es un ambiente relacionado con lo mágico muy intenso, más que en otros lugares. Me acuerdo de un caso brutal que me impactó mucho en mi adolescencia, que fue el de María Soledad. La mataron en Catamarca, en una fiesta, los hijos del gobernador de la provincia, y la dejaron tirada al lado de la ruta. Casi tan brutal como lo de Loan. Otro caso fue en Tucumán, cuando desapareció por una cuestión de trata Marita Verón. Pero el ambiente de Corrientes y Misiones tiene un marco telúrico relacionado con lo mágico y religioso y con imágenes impactantes. Sobre todo por la incomodidad que producen. Un esqueleto con guadaña en un altar con velas negras, por ejemplo. Mucha gente que comete crímenes tiene estas devociones. Mi cuento El chico sucio transcurre en Buenos Aires, pero el crimen real sucedió en Mercedes, Corrientes. Fue uno de los pocos crímenes narcos registrados como tal, el niño fue sacrificado a San La Muerte, que es un santo de la casa, pero como es pagano es multiuso y da miedo.
—Escuché en una de tus entrevistas decir que no te parecen buenos los finales explicados de Horacio Quiroga, salvo en La gallina degollada, ¿por qué?
—Quiroga tenía una idea clásica de cuento fantástico, o de cuento en general. Siempre se explicaba el final porque la literatura estaba para dar cuenta de un orden. Pero al mismo tiempo otros escritores empezaron con la no explicación, el más importante es Kafka. El personaje se convierte en insecto y no sabemos por qué. Yo no soy muy fan de Kafka, pero es el primero que te dice “ustedes me tienen que creer esto, lo fantástico es otra cosa”. Para mí los finales abiertos o la no explicación se dan por un estado de ánimo cultural, nada es tranquilizador. Explicarte algo es tranquilizarte: esto es feo pero se soluciona o no se soluciona. En cambio los finales abiertos, como sucede en La gallina degollada, te dicen que no hay más palabras, que lo que sucede excede lo narrativo. Después de eso está el horror. Por eso me parece un cuento perfecto, y por eso me parece malogrado El almohadón de plumas, porque lo bueno es no saber lo que le pasa a la protagonista, si está agonizando por el matrimonio horrible, si es por alguien que viene de noche y el señor con el que está casada es inocente, si es una metáfora de la época. Pero que sea algo tan contundente como un bicho le saca el misterio y es decepcionante.
—En tu último libro, Un lugar soleado para gente sombría, hay una mujer que se pone el útero en la espalda. En el cuento Las cosas que perdimos en el fuego, las mujeres se queman de tal forma que parecen cuerpos irreales, como de ciencia ficción, como puede pasar en Crímenes del futuro, de David Cronenberg. ¿Pensás para esos personajes lo que seremos en el futuro, qué cuerpos tendremos?
—Los que crecimos en los años 80 y 90, vivimos cuestiones muy traumáticas con el cuerpo. La pandemia del sida por un lado. En ese momento el sexo significaba peligro y muerte. Además en toda la cultura había un cruce de muerte-máquina. Por eso hacía tanto sentido Cronenberg con Crash, el cyber punk, Hellraiser, toda la historia de conectar el cuerpo con la máquina. Es una generación con el cuerpo muy modificado, con los tatuajes o piercings. Ahora tenemos este aparato (señala el celular) como una extensión de la mano. Pero toda la cultura está armada para el antienvejecimiento, incluso el fin del deseo para los cuerpos que ya no funcionan, no solo los viejos sino los enfermos o discapacitados. Para mí la enfermedad, el cuerpo intervenido, el cuerpo y la máquina son algo muy central en mi narrativa porque lo fueron en mi experiencia personal y en el cambio cultural de los años 80-90, en el que pasamos de tener un cuerpo, el nuestro, a tener dos con la computadora.
—“Hoy me dio tristeza, sufrí tres tipos de miedo, acrecentados por un hecho irreversible: ya no soy joven”, dice la cita de Adélia Prado que abre tu último libro. ¿Ahora te preocupa el cuerpo envejecido?
—Mis cuentos eran siempre de chicas adolescentes. Siempre la transición de un cuerpo a otro, como ocurre en la adolescencia, es traumático. En este momento encontré muy fascinante la exploración del cuerpo en la segunda metamorfosis, en la menopausia, que es igual de traumática pero menos importante. A la adolescente todos le prestan atención, pero a la mujer de 50 no; sin embargo, está pasando por un momento terrible. Tiene muchos síntomas, dejó de menstruar. Yo no recordaba cómo era la vida sin menstruar. Al transitarlo me doy cuenta del enorme vacío de compañía, de discurso sobre el cuerpo que se seca y desea menos. Tiene que ver con el cuerpo que ya no sirve porque no reproduce. Al hecho natural se le agrega la crueldad social, a las mujeres menopáusicas se les pide una cordura que no son capaces de dar. Es un momento muy fértil para la literatura. Me interesó explorar el abandono acompañado de una gran lucidez, porque es el momento en el que te podés tomar las cosas con algo de humor y tenés más experiencia. También es un cambio muy bestial que se parece mucho a algo de ciencia ficción. Me dejé el pelo blanco en la pandemia, se lo dejó un montón de gente, pero mi propia madre, que tiene como 80 años, no lo puede soportar. El otro día me dijo: “Es porque me siento vieja yo”.
—Esta semana venís a Montevideo y tendrás actividades de diálogo con el público. Te has vuelto una figura que trasciende tus libros ¿Cómo la estás viviendo?
—Me gusta el acercamiento con el público. Creo que para mí fue muy importante el momento de la pandemia cuando noté qué importante es el diálogo. Cada vez está más obturado, todo es obligación de pronunciarse. Todo eso es una lógica muy del algoritmo: pasó esto y decime qué pensás. Me parece que al tener visibilidad pública está bueno sentarse a conversar, intercambiar. Aunque la gente esté de acuerdo o no. Tengo mucha demanda, me piden mucho, y yo no soy tímida. Por ahora lo puedo manejar. Llegará un momento en el que voy a tener que desaparecer un año para escribir. La escritura creativa necesita ocio, tiempo libre, hay que evadirse, desenchufar no haciendo nada. Es posible que pronto lo vaya a necesitar. Todavía estoy en la etapa de promoción de mis últimos libros, pero se terminará a fin de año. Supongo que el “no” a tantas actividades está próximo.
—En Montevideo se estrenará una adaptación de Leonel Schmidt de Las cosas que perdimos en el fuego. También se quiso adaptar al cine. ¿Te crean expectativas?
—Hay varias cosas que están dando vueltas pero ninguna se ha concretado. La única es una película, que están editando, de Laura Casabé, directora argentina, con guion de Benjamín Naishtat (Puan), sobre el cuento La virgen de la tosquera. Toda lectura, la adaptación lo es, me crea expectativa, curiosidad y me resulta bienvenida. Sé que hay escritores que tienen una relación más posesiva con lo que hacen. Yo no, entiendo que es así y que no habrá manera de que lo que hagan me satisfaga. Ni siquiera sucedería si lo hiciera yo. En el caso de la adaptación de Leonel, la puesta y el guion son de él, yo solo di la autorización, no tengo nada que ver. Pero no es de cobarde. Me interesa ver cómo lo hacen otros y darles libertad de poder trabajar sin que esté yo como autora. Además, el autor no sabe nada. A Stephen King no le gusta El resplandor, está loco. Pero yo entiendo por qué no le gusta, porque no tiene nada que ver con su novela. Es decir, tiene y no tiene. Yo tengo toda la expectativa y ganas de que salga buenísimo.