Además de la excelente novela Tres muescas en mi carabina (Alfaguara 2002), el periodista y escritor porteño radicado en Uruguay Carlos María Domínguez ha publicado —al menos— dos libros en los que el Río de la Plata es protagonista. El mismo año en que se editó la novela sobre la singular vida de Julia Lafranconi en la isla Juncal, otro libro, Escritos en el agua. Aventuras, personajes y misterios de Colonia y el Río de la Plata también cuenta esa y otras historias, pero en formato crónica.
Se acaba de publicar Viaje al Río de la Plata. Navegantes, contrabandistas y fugitivos (Tusquets), una fusión entre las historias de Escritos en el agua y otras contenidas en Las puertas de la tierra (Banda Oriental, 2007), un libro dedicado al poco conocido trabajo de los capitanes del Puerto de Montevideo.
En el prólogo, el autor advierte que este remake regresa sobre esas dos obras “con la idea de trazar un solo viaje por la naturaleza y los orígenes del Río de la Plata, los trasiegos de su navegación, sus aventuras, epifanías y pavores”. Y sin duda el libro cumple con este propósito.
Aunque el ritmo narrativo se estanca con algunos relatos demasiado detallados, en especial aquellos a cargo de capitanes, Domínguez aborda con agudeza casi todas las historias, desde sus antecedentes geológicos en adelante, sobre el estuario: cuando el adelantado Juan Díaz de Solís lo descubrió en 1516 y fue cenado por los indígenas; el canje de un pedazo del Uruguay por la construcción de un faro en la isla de Flores que dio un poco de tranquilidad a los navegantes y a los armadores; los desaparecidos arrojados desde aviones de la Armada argentina en la década de 1970; los accidentes más famosos; las experiencias de los prácticos, con sus propios muertos, y las picantes aventuras de los hombres y las mujeres de cultura ribereña como doña Julia, Ramón Báez, Odilio Salum, el Negro Pólvora y otros.
El libro está dividido en 13 capítulos. En el primero, el autor aporta su mirada sobre el río de tres colores con aguas del Paraná, el Uruguay y el océano Atlántico, con corrientes que van en distintas direcciones que hacen del Plata “un torno en perpetuo conflicto”. También recuerda que el estuario, que los uruguayos llaman mar, es el río más ancho del mundo y el tercero más caudaloso, después del Amazonas y del Congo.
“La imaginación popular —sostiene Domínguez— cree que ‘el infierno de los navegantes’ alude a la profundidad y violencia de las aguas”, cuando en realidad “la amplitud del Río de la Plata reserva muchas desagradables sorpresas a los barcos que se apartan de los estrechos canales, topan con cascos hundidos o bancos de arena desplazados de lugar”.
Uno de los obstáculos de piedra y arena que más trabajo da a los navegantes es el banco inglés, que los primeros marinos llegados en el siglo XVI (ver La primera vuelta al mundo) llamaron Bajo de los Castellanos y que motivó, desde entonces, la presencia de capitanes prácticos, todo eso relacionado con una competencia en la que el mejor puerto estaba de un lado —Montevideo— y la ciudad más próspera se encontraba del otro —Buenos Aires—.
Después de que el faro de isla de Flores le costara a la Banda Oriental cerca de 100.000 kilómetros cuadrados de territorio, que pasaron a manos de los brasileños como pago, se fueron sumando luces en Colonia, isla de Lobos, Punta del Este, Cabo Polonio y otros.
Con mejor balizamiento, el estuario de todas formas siguió siendo difícil, lo que dio trabajo a los prácticos, que al principio eran sobre todo italianos, ingleses y portugueses. La tarea de estos capitanes, sin embargo, no siempre era pacífica y se podían ligar unas buenas trompadas o ser “secuestrados” durante semanas sin poder desembarcar. “Subir a pilotear un barco nunca garantizó qué clase de humanidad se transporta. Hasta el día de hoy sigue siendo un trabajo poco previsible”, advierte el autor.
Respecto de la competencia de puertos, un asunto que también sigue hasta hoy y promete continuar, Domínguez llama la atención sobre el hecho de que hasta 1892, cuando se recuperó el Riachuelo y se construyeron las dársenas de Puerto Madero, Buenos Aires no tuvo una verdadera terminal para grandes buques sino apenas una amarradero.
El libro no solo cuenta grandes casos como el hundimiento del Ciudad de Buenos Aires en 1957 frente a la isla Juncal, sino también analiza los cambios que se produjeron en la navegación y sus repercusiones en las relaciones humanas. “Ahora todo (…) está programado por computadoras, los buques tienen aire acondicionado, nos pasan el teléfono y hablamos a casa. Pero los marinos casi no se conocen porque no conviven. Las tripulaciones se redujeron a una tercera parte, tienen más trabajo y cada uno va de su tarea al camarote”, explica Gabriel Godín, uno de los capitanes entrevistados. Estas transformaciones y su relación con la literatura dan a Domínguez la oportunidad de contar la anécdota, políticamente incorrecta, de cómo el escritor Juan Carlos Onetti escuchó por primera vez el apodo Junta, por la novela Juntacadáveres, en un dancing de la Ciudad Vieja.
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Sergio Israel
Un caso tremendo en el río se produjo la noche del 20 de agosto de 2006. Después de realizar su trabajo desde Nueva Palmira hasta el kilómetro 239 del canal Punta Indio, a 30 millas de la costa, tres prácticos abordaron el Ederra III, un barco que los llevaría de vuelta a casa. Una falla en medio de una tormenta llevó a que naufragaran a 750 metros de la costa. Murieron los tres. Una placa los recuerda en el Puerto del Buceo.
La ruta de Haroldo Conti
Antes de ser detenido y desaparecido por el Ejército argentino, el escritor y periodista bonaerense Haroldo Conti había sido un vecino de Delta del Tigre. También había vivido en la costa uruguaya y, desde ambas orillas, visitaba la isla Juncal algunos 19 de junio para festejar —con amigos, carne, vino, ginebra y guitarras— el cumpleaños de doña Julia Lafranconi, que antes de aceptarlo como amigo lo había recibido armada con un Spencer de ocho disparos y tres muescas en la culata.
Esa ruta trazada por Conti en su libro de relatos La balada del álamo carolina fue la que tomó Domínguez cuando, después de un revelador encuentro en el Cerro de Montevideo, se dirigió a Carmelo para investigar la vida de estos personajes ribereños, cargadas de cuentos de contrabando, crímenes y sobrevivencia mano a mano con la naturaleza.
El libro aporta una nueva mirada del autor a esas experiencias extraordinarias ya contadas en Escritos en el agua, acerca de tipos que habitaban las islas y los campos, cazando y vendiendo las pieles, contrabandeando entre los camalotes en pequeños barcos de remos (para no hacer mucho ruido) o asaltando a otros contrabandistas en una lancha pintada de gris y dotada de un gran reflector, como las que usaba la Prefectura. En todos los tiempos, desde y hacia la zona de Carmelo, se contrabandeaba no solo mercancías sino también personas que huían por motivos diversos: delincuentes, nazis, judíos, peronistas, tupamaros, montoneros, comunistas.
Durante una época, en la costa también aparecían cuerpos envueltos en mantas y sin heridas. Los lugareños dedujeron que se trataba de detenidos en Argentina que habían sido arrojados vivos al mar, pero la orden era callarse la boca.
Muchos de los que pasaban de un lado a otro eran ladrones en fuga. Uno de los entrevistados, apodado el Oriental, cuidaba que no fuera a morir nadie de un disparo, así que les pedía el arma hasta terminar el viaje, no importaba si eran gente del hampa o revolucionarios. “Mirá, viejo, te llevo pero con una condición: quiero saber tu historia”. “No, mirá —me decían—, di un golpe en Montevideo y quiero salir”. “Sí, yo te llevo, pero me das la pistola”, contó al autor.
Uno de los que manejaba el negocio en la zona tenía una bien ganada fama: “Era un hombre extraordinario. Claro que, si lo veía con plata, alhaja o mucha carga, lo limpiaba. Había que ser amigo o morir”.