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En la casi totalidad de la obra narrativa de Mario Levrero (Montevideo, 1940-2006) se puede identificar a un personaje central, al que puede definirse como el Hombre Solo. El protagonista de las ficciones levrerianas siempre es un sujeto, a veces confundido, a veces indiferente, a veces sarcástico, que atraviesa diversas vicisitudes que rozan lo delirante o surrealista en perpetuo combate por mantener su idiosincrasia. A medida que su estilo y temática evolucionan, el Hombre Solo permanece en el centro, a veces disimulado, a veces abiertamente.
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La literatura de Levrero fue avanzando por un camino que él mismo definió como un ascenso desde el inconsciente colectivo a través de las sucesivas capas de la conciencia hasta emerger en su última época a la realidad que lo rodeaba, ya sea en forma de diarios o novelizaciones de sus hechos cotidianos. Sus primeros cuentos y novelas transcurren en paisajes oníricos (nunca de pesadilla, el Hombre Solo nunca está aterrorizado), extraviados, incomprensibles tanto lógica como topográficamente. Esta ambientación se va atenuando luego, pero sin perder coherencia: su ficción nunca dejó de ser rara (para felicidad de Ángel Rama y sus acólitos), pero se resiste a ser encasillada en cualquier género habitual. Ha rozado lo fantástico y la ciencia ficción, pero de manera tangencial, casi como parodia. Lo mismo pasa con su intento de novela policial (Dejen todo en mis manos, 1998).
El gran quiebre en su obra tuvo lugar en 1992, con la publicación de la recopilación de relatos El portero y el otro, que incluía el texto Diario de un canalla. Se trataba de exactamente eso, un diario de sus vivencias en Buenos Aires durante unos años en la década anterior, mientras trabajaba como director de una revista de juegos y crucigramas. Y se consideraba un canalla porque había dejado la literatura.
A partir de ese momento se puede decir que Levrero emergió a la superficie de lo cotidiano y sus siguientes libros importantes fueron por ese camino: el diario, la aparente narrativa del yo, lo confesional. El discurso vacío (1996) es el relato de su convivencia en la ciudad de Colonia con su pareja Alicia Hoppe y su hijo Juan Ignacio (y el perro Pogo). La novela luminosa (2005) está compuesta por dos partes, la que da título al libro, un texto casi místico escrito muchos años antes, y el Diario de la beca, un recuento de su vida cotidiana en su apartamento de la calle Bartolomé Mitre. Podría creerse que este salto de foco narrativo hizo desaparecer al Hombre Solo, pero lejos está de eso. El Diario de un canalla es protagonizado por la versión realista de él mismo, literariamente solo en su apartamento bonaerense. En el centro de la vida familiar de El discurso vacío está la necesidad de recuperar su soledad, al menos la que le permita volver a escribir (y también la lucha a brazo partido contra un transformador de UTE, pero esa es otra historia). En el Diario de la beca hay un desfile incesante de personajes, gente querida, amistades, visitas molestas, alumnos de sus talleres, un carnaval de figurantes que recuerda al circo que se cuela en la casa del Hombre Solo en el añejo relato Ese líquido verde (1970). Pero los momentos de soledad son siempre añorados y consignados, y el gran escamoteo estilístico del texto es justamente el de los espacios en que se va escribiendo, por quién si no, por el Hombre Solo.
La identificación de Levrero y su personaje habitual, ya sea que escriba en primera o tercera persona, viene desde los orígenes de su obra. Ya su primera novela, La ciudad (1970), tiene un dibujo de tapa, obra de Domingo Ferreira, que es claramente su retrato, y resulta imposible no colocarlo en el rol del protagonista. Por algo su seudónimo es también parte de su nombre completo, Jorge Mario Varlotta Levrero. La elección parece querer decirle al lector que no debe engañarse, que nombres y roles en el texto que va a leer son intercambiables. Jorge Varlotta, Mario Levrero y el Hombre Solo son uno y el mismo.
Diarios y cartas
Levrero nunca abandonó su seudónimo ni su posición como Hombre Solo de sus textos, ni siquiera en los más biográficos. Incluso su texto Burdeos, 1972, donde narra el fallido intento de radicarse en Europa en el año mencionado, puede leerse como un “Levrero contra Francia”, combate que termina en tablas: Burdeos lo rechaza, pero él logra salir con su alma intacta. Ninguno de sus textos confesionales amerita un cambio de nombre, ser firmado como Jorge Varlotta, ni siquiera los textos breves que escribió en los años 90 para la revista Posdata, recopilados en Irrupciones(varias ediciones desde 2001). Algunos son brillantes, otros, más desangelados, son caóticos, inmediatos, repletos de referencias y personajes (incluyendo a la propia editora de la sección), pero existen porque el acuerdo tácito era que fuera Levrero al escribirlos. Nadie le pidió una columna a Varlotta, se la pidieron a Levrero, y cumplió honorablemente.
Sus otros textos “personales” están filtrados del mismo modo, reenfocados. El más notorio es Diario de un canalla, donde se muestra a un Levrero solitario y reconcentrado, cuando en realidad Varlotta tuvo, en sus años bonaerenses, una nutrida y variada vida social. Y más que eso, una vida epistolar frondosa.
Varlotta y Alicia Hoppe se conocieron cuando ella era pareja de Juan José Fernández, en 1967. Fernández era amigo de la infancia de Varlotta y fue pareja de Alicia hasta 1986. Varlotta fue brevemente paciente de Alicia pero más bien forjaron una amistad y un incipiente afecto. En 1985 se mudó a Buenos Aires con quien era su pareja desde hacía unos años, Lil dos Santos, pero se separaron al poco tiempo de llegar. Y casi de inmediato comenzó una nutrida correspondencia entre el exiliado Varlotta y Alicia, que se había mudado con su hijo a Colonia.
La correspondencia fue creciendo en intensidad a medida que se iba aclarando el panorama de afecto mutuo y convirtiéndose en una verdadera relación amorosa a distancia. Finalmente, en 1989, el asunto llegó a su clímax: Varlotta abandonó Buenos Aires y se afincó en Colonia para comenzar una nueva etapa de su vida con Alicia, que quedó registrada en El discurso vacío.
Estas Cartas a la princesa. Cartas a Alicia Hoppe. Buenos Aires, 1987-1989 (Random House, 2023) podrían haber sido el primer libro de su autor que ameritara ser publicado con el nombre de Jorge Varlotta y no el de Mario Levrero. A diferencia de todos sus textos anteriores, esta correspondencia no está retocada ni refocalizada por su autor, ni mucho menos novelada. Es el material en bruto, personal e íntimo escrito por Jorge Varlotta a la mujer de la que estaba enamorado. Es, esta vez de veras, su realidad cotidiana, sus sentimientos inmediatos, sus reflexiones en crudo.
Pero también hay excelentes razones para publicarlo como un libro de Mario Levrero, más allá de las obvias e inapelables de tipo comercial. Levrero/Varlotta parece haber sido incapaz de escribir un solo texto banal en su vida y, como argumenta de forma muy razonable el autor del prólogo (que no está firmado pero es dable suponer que es del editor, el español Ignacio Echevarría), hay profundas y notorias líneas comunicantes entre el estilo, la intensidad conceptual y las ideas que se muestran en estas cartas y en cualquiera de los otros textos del autor. Si estas cartas se hubieran presentado falsamente como una novelización epistolar del material original y no en crudo, no habría argumentos sencillos para desmentirlo.
Otra razón a favor de la firma de Levrero es que Echavarría y Hoppe decidieron no incluir las cartas de respuesta (que por otra parte eran muchas menos y más breves) y dejar solo el material del escritor. Los motivos de esta decisión están también argumentados con mucha solidez en el prólogo, pero tienen una consecuencia inesperada: por ese acto de birlibirloque lo que se logra es que Varlotta pase a ser Levrero y, en consecuencia, el Hombre Solo, que lanza sus reflexiones, anécdotas cotidianas, declaraciones de afecto (y bastante frecuentes irrupciones pasionales, incluso una excesivamente explícita, que fue el único trozo que se consideró conveniente suprimir) hacia una princesa, a la que no vemos, convertida en un eco lejano que Levrero escucha, pero nosotros no.
Cuando un escritor valioso muere, si hay suerte, su material inédito sigue apareciendo a un ritmo bastante predecible. Primero, novelas y cuentos, luego, diarios, artículos reunidos, textos misceláneos. Y finalmente, más compleja de reunir porque, si es que se conservó, la tienen sus corresponsales dispersos, aparece su correspondencia. Levrero no fue la excepción, aunque el material inédito que dejó fue mucho menos cuantioso de lo que hubiera sido de desear. Ahora aparece esta oportunidad de tener un panorama de su verdadera intimidad, de su mente, de su día a día. Un voyerismo que él mismo habilitó con su gran salto estilístico de los años 90, mediante el cual convirtió su vida cotidiana en literatura. Todos los levrerianos afines a su última etapa (hay muchos que solo se sienten interpelados por su obra previa) no pueden dejar pasar la oportunidad de adentrarse en esta especie de eslabón perdido entre el Diario de un canalla y El discurso vacío y comprobar que Varlotta/Levrero no era en realidad dos personas distintas, sino un auténtico escritor en cada línea que redactaba, sin importar la intención.
Y raro. Se puede comprobar, sin sorpresa, que era una persona muy rara.