—La pandemia parece haber quedado atrás y la política argentina ha vuelto a ser lo que era, sin transformaciones sustantivas. Si esto es así, ¿cuáles serían los motivos para que surgiese el cambio que usted está proponiendo?
—La pandemia de la que estamos saliendo es la mayor crisis de salud de la historia moderna. Y no solo eso: también es una crisis económica, social, educativa. Es un golpe al orden internacional, es una crisis política, ideológica, humanitaria y también moral que tiene un gran impacto en nuestras emociones y en nuestros comportamientos.
A lo largo de la historia, las epidemias han llevado a grandes modificaciones sociales. Si miramos hacia atrás, podemos ver que las crisis y desastres de este tipo provocaron cambios muy profundos en los países y en sus sociedades. Todavía no terminamos de ver los efectos que esto ha traído. De hecho, los expertos hoy hablan de la “década del Covid” para poder mensurar y determinar el impacto real. Y, en este sentido, la política no va a ser una excepción. ¿O acaso no estamos viendo las “sorpresas electorales” que están habiendo en el mundo? Esas cosas que parecen “raras”, inesperadas, tienen una explicación: después de la pandemia, lo normal es el cambio.
Todas las pandemias cambiaron la mentalidad de la época. Y ese cambio de mentalidad trae, necesariamente, la demanda de nuevos liderazgos. La política está en deuda y, sin embargo, no prueba nada nuevo, sigue con sus fórmulas mecánicas, previsibles, repetitivas. Como suelo decir en Argentina: las prácticas de siempre implementadas por los mismos de siempre. Con esas mismas fórmulas, vamos a encontrar los mismos resultados. Pero, afortunadamente, también somos muchos los que dimos el paso a la política para dar nuevos ejemplos, para traer nuevas prácticas, para representar a la mayoría social del país, que ya no soporta más. Recorriendo el país nos damos cuenta de que la sociedad ya hizo el clic, quiere algo distinto, y la dirigencia está muy desconectada de eso, por eso lo que viene es desde abajo hacia arriba. La gente tiene más sentido común que la dirigencia.
—La pandemia puso a los científicos en el lugar más alto de la consideración pública. En un país con muy buenas universidades científicas y reconocidos físicos, biólogos, químicos, médicos, matemáticos, pareciera que la ciencia no es considerada política de Estado, salvo por períodos. ¿Cómo se cambia esta situación?
—Así como pasa en otras áreas, la ciencia ha sido víctima de volantazos y políticas pendulares. En nuestra historia hemos tenido mayor o menor inversión pero nunca hemos tenido un país basado en la ciencia, que es lo que desarrolla a los países.
Tenemos que entenderlo: el mundo cambió y se basa en el conocimiento. La economía del siglo XXI es la educación, la ciencia, la innovación, la tecnología. Podemos generar riqueza y progreso con una sociedad basada en el conocimiento, en el desarrollo humano, en la nutrición infantil, en la educación de calidad, en la salud. En Argentina invertimos en innovación, ciencia y tecnología lo mismo que algunos países de África que son muy pobres. Y queremos vivir como en Europa. ¿Cómo vamos a vivir como pretendemos si invertimos tan poco en lo que desarrolla a los países? Y, además, tenemos que vincular todo el conocimiento que se genera en las universidades y en los institutos de investigación científica con el sector productivo. El conocimiento debe ser nuestra misión. Si no lo entendemos, vamos a seguir discutiendo y administrando la pobreza.
—¿Cuáles son los problemas estructurales que de manera más urgente Argentina debería resolver y cómo hacerlo en un país cada día más fraccionado?
—Lamentablemente, la Argentina es un país que involuciona hace décadas. Lo que discutimos todo el tiempo son los síntomas de una economía enferma (la inflación, el dólar, la brecha cambiaria). Pero esos no son los verdaderos problemas, no son los problemas estructurales. Nuestros conflictos más graves son la falta de rumbo, de proyecto de país; la falta de confianza en nuestras instituciones, en la política, en las reglas de juego de nuestra economía; la falta de políticas a largo plazo (¿de qué vamos a vivir en los próximos 10, 30, 50 años?), y la falta de productividad.
¿Cómo se soluciona esto? Nuestra historia tiene un gran ejemplo. En la década de los 80, la Argentina pasó de la dictadura a la libertad gracias a un cambio de mentalidad colectiva que nos llevó a la democracia. Si hoy hacemos un cambio de mentalidad colectiva que nos permita salir de la decadencia y nos permita pensar en la modernidad, en el progreso, en los desafíos del siglo XXI, podemos encarar el desarrollo de una vez por todas. Para esto vamos a necesitar imaginación, para animarnos a soñar algo distinto en serio, a soñar en grande. Vamos a necesitar empatía para dejar de tratar de anular a quien piensa distinto, para poder pensarnos como una nación. Y vamos a necesitar coraje para desafiar las políticas y las prácticas de los que no quieren que nada cambie, para terminar con los privilegios de la política. Esos son los valores con los que vamos a poder encarar la revolución que necesitamos para salir de esta decadencia crónica.
—Usted reiteradamente ha aludido a la necesidad de una nueva épica para una reorganización moral y política de Argentina. Sin embargo, las noticias muestran que el escenario político argentino es cada vez más cortoplacista, oportunista y hasta mendaz. ¿Cree que hay algún factor necesario, además de su propio liderazgo, para producir ese nuevo horizonte?
—Como decíamos, ese nuevo horizonte ya está en la sociedad. La que no lo está entendiendo es la dirigencia, y por eso el humor social desconfía de la política. Estamos descreídos, frustrados, enojados. Pero yo soy optimista porque en Argentina todavía no probamos el tratamiento correcto y tenemos un enorme potencial. Mucha gente ya lo entiende, ahora necesitamos ser muchos más los que nos involucremos, y necesitamos líderes que estén a la altura de este desafío histórico.
—¿Por qué la provincia de Buenos Aires, territorio que usted conoce muy bien por origen y por recorrerlo de manera permanente, es ingobernable? ¿Cuáles son los problemas estructurales que habría que resolver para torcer el rumbo? ¿En qué falló el gobierno de María Eugenia Vidal al frente de esa provincia, donde tuvo a un vicegobernador radical, Daniel Salvador?
—No creo que la provincia de Buenos Aires sea ingobernable. Más bien lo que diría es que padece las consecuencias del agotamiento de un modelo de industrialización, de mercado internista, que ha castigado mucho a la sostenibilidad económica del Gran Buenos Aires. Esta realidad convive con la de un interior con una economía muy vinculada al mercado global, con ciudades de muy alta calidad de vida como Tandil, Trenque Lauquen, Carlos Casares, General Villegas, Pergamino, Junín. Entonces, hasta que Argentina no resuelva el cambio en la matriz económica, la provincia seguirá padeciendo estos problemas estructurales, sin tener herramientas de gobernanza provincial para dar vuelta esa situación.
La provincia de Buenos Aires podría recibir, de acuerdo a sus aportes federales, entre tres y cuatro puntos más de la coparticipación de lo que recibe ahora, y entonces tendría una holgura fiscal que le permitiría tener un programa de obras públicas que reequilibre el territorio, mejorar la inversión en capacidades blandas, que es supernecesario para fortalecer las cadenas de valores, e incluso tener una actitud fiscal más benévola con los sectores productivos a nivel provincial.
El principal problema estructural ha sido una especie de miopía que han tenido una sucesión de gobiernos provinciales que en muchos de los casos han tomado medidas que consolidaron un modelo que es macro a escala nacional pero que también es desequilibrado en el plano provincial. No hemos tenido gobiernos que hayan defendido de manera enérgica la renta agraria, sobre la cual el gobierno federal tiene una actitud predatoria, que hubiera producido un reequilibrio fenomenal. Y todo eso podría significar una provincia más equilibrada. Y si lo proyectamos a nivel nacional, un país más equilibrado también.
—Si usted alcanzara la presidencia, no sería el jefe político de la UCR ni, probablemente, conseguiría una mayoría parlamentaria. ¿Cómo enfrentaría esas condiciones que, en principio, harían de usted un presidente débil?
Por otro lado, está instalado en parte de la opinión pública que a escala nacional la UCR es incapaz de gobernar en un país de claro sesgo peronista (veamos lo ocurrido con el final de los gobiernos de Alfonsín y De la Rúa). ¿Por qué ahora sería distinto en caso de asumir algún presidente radical?
—Hay un nuevo radicalismo. La UCR está de pie, está en sintonía con los desafíos que nos exige el siglo XXI y tiene todo para liderar la coalición opositora. Venimos a ampliar la base electoral para lograr representar a la mayoría social que necesitamos para encarar la modernidad y el desarrollo. Porque, sepámoslo, los problemas de la Argentina son mucho más grandes que cualquier candidato y cualquier espacio político. Necesitamos discutir las ideas que nos van a sacar de esta decadencia y nos van a poner en la senda del desarrollo de una vez por todas. Y cuando tenemos esa hoja de ruta, no importa quién gobierna circunstancialmente porque sabemos adónde vamos.
El radicalismo representa los valores que la Argentina necesita para entrar a la modernidad. Como en 1983 fue el partido político que lideró la entrada a la democracia, hoy tiene la oportunidad de llevar al país al progreso y sacarlo de la decadencia. Veo a la mayoría de los dirigentes de mi partido comprometidos y trabajando con ese objetivo desde distintos espacios y lugares. Pero también sabemos que con el radicalismo solo no alcanza. Es fundamental entender que hay que trabajar para ofrecer una coalición de gobierno, dejando atrás la idea de las coaliciones meramente electorales. En nuestro país estamos atrapados entre dos minorías intensas que ganan elecciones pero no pueden transformar la Argentina.
El próximo gobierno va a tener una mayoría parlamentaria, pero las grandes leyes son las que nacen de los consensos.
Tenemos que dejar de lado los proyectos narcisistas de poder. El próximo gobierno tiene que representar a una gran mayoría que haya comprendido que el camino al siglo XXI es la inversión en conocimiento, en educación, ciencia, tecnología, innovación y trabajo. Es la sociedad la que va a elegir a los representantes que estén a la altura de este desafío y será la garante de que sea exitoso.
—Las internas del partido radical hace más de un año han sido ejemplares. Ni el Partido Justicialista (en todas sus variaciones) ni el Pro han llevado a cabo un proceso como el del radicalismo. ¿Considera que en Argentina de hoy eso es apreciado y entendido? ¿Se ve reflejado en la cantidad de nuevos afiliados?
—El radicalismo, con este proceso democrático interno, rescata una cultura de participación y lo pone en valor. Creo que también pone de relieve la importancia del diálogo, la necesidad de construir consensos y de acatar reglas de juego. Todo esto, que puede parecer básico, está en permanente cuestionamiento hoy en día en la política argentina. La última interna de la UCR significó un gran paso en la construcción de este nuevo radicalismo que se va levantando en cada rincón del país, con nuevas caras, ideas y, sobre todo, con ganas de ser el partido que le devuelva la esperanza a la Argentina y que lidere las transformaciones que necesitamos.
—Uno de los pilares del gobierno de Alfonsín fue la apuesta que realizó por los jóvenes. La Juventud Radical fue parte importante de la columna vertebral de su administración y además era quien lideraba en casi todas las universidades a través de Franja Morada. Pareciera que hoy los jóvenes en la Argentina se sienten más identificados con el kirchnerismo o con Milei. ¿Es así?
—Hoy la mayoría de los jóvenes no se sienten representados por un partido político, hay mucho desencanto, no creen en las instituciones y hasta desconfían de la educación como herramienta para el progreso. Lamentablemente, perdimos la capacidad de darles un horizonte, esperanza. La política viene protagonizando un gran fracaso y se enfrasca y aísla en lugar de hablar de los verdaderos temas que preocupan a la mayoría de los ciudadanos.
La cuestión laboral, la ambiental, la agenda de género y diversidad, la falta de un rumbo colectivo que los abrace y les haga sentir que acá tienen un propósito, esos deberían ser los temas de los que estemos hablando para abrazar a los jóvenes y que ya no se nos vayan del país. Como siempre digo, en la historia, siempre que los jóvenes se involucraron pasaron cosas maravillosas. Ojalá estemos a la altura de poder acompañarlos en su liderazgo para la transformación de nuestro país.
—Uruguay es un país que usted conoce muy bien. ¿De qué manera y en qué sectores la relación comercial, política, científica, tecnológica y educativa entre Argentina y Uruguay deberían mejorar para enfrentar un mundo cada día más inestable y menos previsible? ¿Qué opinión le merece el Mercosur?
—Argentina ha castigado con sus políticas erráticas a Uruguay de muchas maneras, como también lo ha hecho Brasil. Las crisis de Argentina y de Brasil tienen un costo para Uruguay, para la perspectiva de largo plazo en la integración argentino-uruguaya y en la integración del Mercosur en general. Hay un debate abierto, y es si el Mercosur lo hemos construido para protegernos y poner una barrera externa para que los sectores industriales tengan una protección contra la competencia externa o es la plataforma para integrarnos al mundo. Uruguay tiene una visión más clara, y que atraviesa todos sus gobiernos, de que no tiene destino sin integración global. Personalmente pienso que a la Argentina también le conviene esta visión pero tanto aquí como en Brasil hay intereses más reactivos a la integración global y eso dificulta la estabilidad del Mercosur y también transforma en absolutamente pendulares las políticas de integración. Creo que es momento de repensarlo.