“Los delirios de la lógica son mi obsesión”, dice el escritor chileno en esta entrevista
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáQuienes hayan leído Un verdor terrible (Anagrama, 2020) habrán quedado atrapados por su narración vertiginosa y de exquisita elaboración literaria, por sus historias sobre las mentes más brillantes de la historia, sobre científicos con delirios místicos, sobre la soledad, la maldad y la genialidad. Ese libro ganó varios premios, se tradujo a 32 idiomas y sigue siendo un éxito editorial. Pero su autor, Benjamín Labatut, no quiere saber mucho del éxito. En cierta forma, parece temerle, como si fuera a contaminar su literatura.
Nació en Róterdam en 1980, vivió en varios países y a los 14 años se radicó en Chile. Escribe y lee en inglés porque su pensamiento está “formateado” en inglés. Después traduce sus narraciones al español. La de él es una mente tan singular como la de sus personajes. En plena avalancha de ventas y comentarios favorables de su libro, publicó La piedra de la locura, un ensayo breve e intenso que analiza su tema favorito a través del arte y la literatura. Su talento como escritor se vio desde sus primeros cuentos, reunidos en La Antártida empieza aquí, libro que ganó dos premios nacionales. Le siguió Después de la luz, un conjunto de notas científicas, filosóficas e históricas, surgidas de una crisis personal.
Ahora hay otro motivo para ir a las librerías y preguntar por Labatut. Su último trabajo se llama Maniac (Anagrama, 2023), y claro que hace alusión a la locura, pero también a una máquina tan asombrosa y refinada como diabólica. Estructurado en tres partes, el libro comienza con la historia del físico Paul Ehrenfest, quien una madrugada fue al instituto para niños discapacitados donde estaba internado su hijo Vassily, le pegó un tiro y se suicidó. Un comienzo como para no largar el libro. La segunda parte es una historia a varias voces sobre John von Neumann,“el ser humano más inteligente del siglo XX”, un matemático tan excepcional como cruel, integrante del Proyecto Manhattan liderado por Oppenheimer. La última parte de Maniac llega al siglo XXI, y hay que aprontar el tablero del Go, un juego milenario que cayó en las garras de la inteligencia artificial.“Este libro es una obra de ficción basada en hechos reales”, aclara Labatut al final de sus libros. Porque lo suyo es la ciencia, pero mucho más la literatura. Desde su casa en Chile, mantuvo la siguiente conversación telefónica con Búsqueda.
—Imagino que fuiste un lector temprano. ¿Quién te impulsó a leer y a escribir? ¿Tu familia?
—De mi familia no recibí ningún impulso para la lectura porque nadie leía. Yo era un niño algo melancólico, y los niños tristes leen. Leía de todo, con avidez. Pero quien me enseñó el valor secreto de la literatura fue el poeta chileno Samir Nazal, que murió sin haber publicado ni uno solo de sus poemas. Para mí fue un referente y un maestro. Conocerlo fue como un bautizo. Él escribía, pero pensaba que nunca iba a publicar algo a la altura de lo que había leído. Yo durante mucho tiempo pensé que nunca iba a escribir un buen libro, que era algo inimaginable. No me animé a hacerlo hasta los 25 años.
—Has dicho que Max Sebald fue una de tus influencias, sobre todo para crear el tono en tu voz narrativa. ¿Qué te atrae de su literatura?
—Sebald fue un escritor fundamental. De esos autores que de joven me resultaba aburrido, pero sabía que tenía que leer. Su registro es el de un mundo que hemos dejado atrás. Yo soy un tipo de gustos anticuados y hay autores que me causan fascinación como Borges, como Bolaño, como Sebald, que tiene títulos magníficos como Los anillos de Saturno. Son escritores que se enfrentaron al vacío y al misterio y tuvieron que escribir sobre eso, escucharon esa voz que los llevaba hacia allí. La literatura y la creatividad surgen de la tristeza. Lo opuesto me pasó con Cortázar, que fue un escritor que leí de muy joven y me gustaba, pero después me pareció ingenuo, alguien que no sintió esa voz.
—Tus libros se van armando como si fueran un puzle. ¿Agregar ficción a la historia real es la mejor forma de acercarse a la figura final de ese puzle?
—Mis primeros borradores son reales, son producto de mi investigación. Pero estoy interesado no solo en la ciencia, sino también en los significados, le agrego ficción para darle sentido. El cineasta Werner Herzog, una influencia grande para mí, habla de la verdad del espíritu, que no es la verdad de los hechos. Si miramos de cerca, la realidad es alucinatoria. Por otro lado, si nos ajustáramos a la realidad de forma totalmente fidedigna, moriríamos de aburrimiento. La perspectiva que nos da la literatura sobre la realidad tiene que ver con los juegos del inconsciente. Los libros escritos solo con la parte delantera de la cabeza no incorporan nuestros aspectos más esenciales. Y la literatura tiene la capacidad de considerarlo todo. La lógica de la literatura no es la fría lógica de Von Neumann, sino la que muestra que las cosas tienen un valor y su opuesto. Y nos recuerda que por mucho que escudriñemos la realidad, una gran parte del ser humano va a seguir siendo un misterio. Por eso la literatura es como una estudio de la sombra. Es el minotauro en el laberinto. La ciencia tiene su método, mientras que la literatura no tiene sistema, y justamente por eso te abre un camino hacia lo desconocido.
—En Un verdor terrible, el japonés Schinchi Mochizuchi dice: “Entender es imposible”. ¿Ese es el concepto central del libro?
—Lo es, también de todos mis libros. Las historias que me atraen son aquellas en las cuales un ser humano se topa de golpe con algo que no es capaz de comprender. La diferencia entre los científicos sobre los que escribo y las personas comunes como yo es que ellos no se quedan de brazos cruzados ante lo desconocido; tienen herramientas, tienen un método, tan oscuro como luminoso, para indagar en sus obsesiones y en las preguntas que los torturan. Los matemáticos que me interesan están obsesionados con los juguetes para niños tanto como por el misterio que ordena el mundo.
—En el comienzo de Maniac hay una cita de la mística y poeta belga Hadewijch, que dice: “Durante mucho tiempo me has causado dolor y miseria. Eres la parte de mi alma capaz de razonar”. ¿Por qué la elegiste?
—Esa cita es una adaptación que hizo Eliot Weinberger en su ensayo Ángeles y santos. Yo devoro todo lo que hace Weinberger. Hay que leerlo. Ahora Anagrama va a publicar sus ensayos. Lo llamé a Nueva York para decirle que iba a usar esa cita en el prólogo del libro. En ese fragmento está lo que me interesa: las paradojas y delirios de lo ultrarracional. La ciencia con su racionalidad y saber descarnado deja algo de misterio. Lo que planteo en el libro es que los objetos matemáticos que estamos construyendo tienen sus fantasmas. Contienen restos de espíritu. Siempre he tenido una obsesión por mirar las cosas por adentro y por detrás con la sospecha de que tiene que haber algo más. Como dijo Borges, “There are more things”.
—Es lo que perseguía Paul Ehrenfest, el primer protagonista de Maniac. “Buscaba el punto más alto desde donde saltar al abismo”, dice en una parte el relato. ¿Por qué te pareció importante comenzar con esta figura y su tremenda tragedia?
—Es el ensayo que más me gusta. Ehrenfest era un hombre que sufría, tenía una tristeza que estaba mismo en su pensamiento. El registro de Sebald del que te hablaba era el mejor para esta historia, para tratar de acercarme a su corazón. Paul fue un hombre obsesionado por alcanzar el conocimiento de una manera profunda, no instrumental. Pero para nosotros, la decisión de matar a su hijo y de matarse a sí mismo, por más que queramos encontrarle explicaciones es incomprensible. Por otro lado, era importante que el primer párrafo del libro comenzara con la muerte de un inocente con discapacidad, en una época de fría racionalidad del nazismo, una época de horror de la que aún tenemos tanto que aprender. Pero también fue una época de adelantos y la ciencia siguió avanzando. El libro va desde la tristeza de Paul y la muerte del niño a algo más abstracto y objetivo, la noción del infinito más pequeño. Georg Cantor fue el primer matemático en desarrollar la teoría de conjuntos, que le llevó a la conclusión de que hay infinitos de distintos tamaños. La última palabra de Maniac es AlphaZero, que es el primer infinito.
—El otro protagonista del libro es John von Neumann, “el ser humano más inteligente del siglo XX”. ¿Tu elección de contar su historia a varias voces es por lo complejo e inasible del personaje?
—Era un ser incomprensible. Lleno de energía y también de crueldad, tenía la crueldad en la razón. Me interesaba contar su historia desde muchas voces, como si estuvieran alrededor de una tumba. Era importante que él no apareciera hablando ni que un narrador dijera: “Este fue Neumann”. La gente que lo conoció y habló sobre él lo describe como alguien que se salía de la escala humana. Al mismo tiempo, tenía miserias que venían con la extrema inteligencia. Era un pequeño dios. Me fascina el genio, en los extremos de lo humano es donde mejor podemos ver la maravilla. El genio es alguien poseído, invadido. Es alguien que se deja atravesar, para mí la principal labor de cualquier ser humano interesado en la verdad. La cabeza de Von Neumann era como un computador antes de que existieran los computadores. Tenía una aptitud para un cierto tipo de pensamiento lógico que lo separaba del resto de la humanidad. Y los monstruos y los delirios de la lógica son mi obsesión.
—El libro llega hasta el siglo XXI y el desarrollo de la inteligencia artificial. Es un final que da miedo porque muestra un superpoder no humano. ¿Sentiste temor al terminarlo?
—Lo que tienen los libros es que se acaban, pero la vida sigue. Los libros pueden tener un final terrible, pero no necesariamente va a pasar fuera del libro algo terrible. La ligereza, la vida común, debe convivir con el horror, y sin el horror no hay conocimiento.
—En un momento del libro alguien dice que las bombas de hidrógeno antes de estallar cobraron vida en los circuitos digitales. Impresiona que la inteligencia artificial surja también de esos circuitos.
—Esas son las verdades y la dualidad con las que tenemos que lidiar. Es algo irresoluble. Apenas apuntamos al bien, aparece el mal; cuando adquirimos una virtud, adquirimos un vicio. La literatura, a diferencia de la ciencia, encierra esa contradicción, y te obliga a estar a favor y en contra. En mi experiencia, es la forma de acercarse al corazón de las cosas. La más alta forma de sabiduría que conocemos es la incertidumbre.
—En La piedra de la locura contaste que después de Un verdor terrible se te empezaron a acercar personas extrañas. ¿Se te sigue cruzando gente tocada por algún tipo de locura?
—Sí, todo el tiempo; me escriben, se paran a hablar conmigo. Es increíble la cantidad de gente bipolar que me he encontrado, pero me gusta y me siento parte de ese grupo. Y lo que más me interesa son los sueños locos de la razón, el delirio. Y si me obligan a elegir entre esas dos cosas, me quedo con el delirio. Lo que nos atrae y aterra de los locos y de los genios es que ven, o imaginan, o alucinan, un mundo al cual los demás no tenemos acceso. Yo le temo a la locura, pero me atrae cualquier desviación de la norma psicológica, porque de alguna forma reflejan la riqueza sin fin que tenemos adentro de la cabeza.
—Supongo que con cada libro te queda mucho material que no incluiste, tal vez lo uses en otro libro.
—Mi próximo libro tiene que fracasar. La literatura es como un hongo que requiere cierta oscuridad para florecer. Y la atención de los demás, el aplauso, el reconocimiento, el éxito es un mal abono. Lo próximo que escriba no será de ciencia sino de literatura. Si escribes como una obsesión, como una necesidad de saber, vas a hacerlo toda tu vida, te vaya bien o mal. Me voy con los poetas locos, como el chileno que conocí hace poco y para mí es el mejor del país. Es un desconocido que se llama Eugenio Castillo Gil. La gente tiene que leerlo y alguien en Uruguay debería publicarlo ya.