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La escena inicial de Temas propios, la nueva película del director y guionista uruguayo Guillermo Rocamora (Solo, La libertad es una palabra grande), presenta a Manuel (Franco Rizzaro) recuperando una guitarra de un armario. La luz que se proyecta detrás de él ilumina un espacio repleto de objetos provenientes del pasado, los cuales adquirirán un nuevo propósito en la reconfiguración de la familia del protagonista. Después de la separación de sus padres, él y su hermano menor, Agustín (Vicente Luan), eligen huir de las responsabilidades y la autoridad personificada por su madre, Virginia (Valeria Lois), una profesora particular de inglés. En cambio, la mudanza de su padre, César (Diego Cremonesi), a un almacén industrial, de origen poco claro, se transforma en el escenario idóneo para explorar la encrucijada que Manuel enfrenta: debe decidir qué rumbo tomará en su vida académica y, posteriormente, profesional, mientras su pasión por la música cobra vida a través de una banda armada con su hermano y amigos.
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La película de Rocamora se ve impregnada de temores hacia el futuro, lamentos por el pasado y la incertidumbre de un presente agitado por cambios turbulentos. Este coming-of-age algo melancólico, algo dulce, intercalado con momentos de comedia y drama familiar, es un buen vehículo para esas emociones.
A pesar de que la familia de Manuel no da señales de acercarse a una reconciliación próxima, el joven, un chico de corazón noble pero inmerso en una etapa de redefinición y comprensible egoísmo adolescente, se acerca a algo parecido a un propósito a medida que él, su hermano y un interés romántico (Ángela Torres) descubren el placer intrínseco de tocar, sin más, ya sea en un pequeño bar frente a unos pocos espectadores o en una fiesta de cumpleaños.
El punto crucial se revela con la llegada de César a la banda. Su rol como músico, propietario del local de ensayo y gestor de los posibles conciertos en vivo, brinda justificación a su inclusión. César, con sus ojos claros y una sonrisa encantadora, parece ser la solución a cualquier dilema. No obstante, dará lugar a conflictos a medida que su ego comienza a aplacar al del hijo, demostrando que la actitud despreocupada solo ejerce su atractivo en la superficie hasta cierto punto en la vida adulta.
La música en Temas propios encuentra su identidad en el rock-pop. Bajo la supervisión de Martín Rivero y la presencia musical recurrente de Niña Lobo, la banda cuya impronta se erige como el motivo principal de la película, las escenas se llenan con sus envolventes y melancólicas melodías.
Eliane Katz y Fernando Epstein son los encargados del montaje de la película. Utilizan secuencias breves, especialmente al inicio, para plasmar la transformación en la relación entre Manuel y su entorno. En especial, Rocamora y su guion se centran en la relación con su padre, que empieza sólida como las cuerdas de una guitarra pero se va deshilachando poco a poco, perdiendo firmeza, una cuerda a la vez.
La puesta en escena destaca por su uso de encuadres fáciles de seguir, priorizando la estabilidad por encima del riesgo. Tanto en las escenas de diálogos como en las musicales, se evita el vértigo, transmitiendo en su lugar una sensación de tranquilidad. Esta atmósfera se asemeja a la vivencia de Manuel mientras monta su patineta, normalmente acompañado por música, sumergido en una velocidad vertiginosa pero pacífica que parece carecer de un destino claro, una analogía con las decisiones que afronta.
Además, el trabajo de fotografía y la paleta cromática de la película exploran tonalidades doradas que contrastan con las luces artificiales y llamativas presentes en las secuencias nocturnas de espacios interiores. El enfoque va más allá de la búsqueda de una fidelidad realista y, en su lugar, adopta una estética digital más afín a la generación de los personajes jóvenes. Es una elección se alinea con las tendencias visuales más populares en el lenguaje audiovisual de los videoclips. Resulta poco convencional en el contexto del cine uruguayo al plasmar la ciudad de Montevideo, pero le da a la película una cualidad paradójica: su estética podría recordar a lo que ya es familiar dentro del panorama industrial audiovisual actual, al tiempo que consigue funcionar en exclusividad para la identidad visual del filme.
Quizás se note otra discrepancia entre la profundidad de los problemas que aquejan a Manuel, un gran trabajo de Ragazzi, y el ritmo que la película adopta mientras avanza hacia un desenlace demasiado abrupto. Es difícil no contagiarse del espíritu juvenil y sensible que los personajes proyectan, por lo que al acercarnos a un desenlace amargo, cuando los vínculos se resquebrajan aún más que al principio, la propuesta final de la película resulta descorazonadora. El verso “Creo que no me reconozco”, repetido varias veces en la película, dialoga con esta dinámica, y pone en primer plano el impacto en lugar de la celebración que uno esperaría. La decisión no incita los aplausos inmediatos y ciertamente deja una sensación que hay que digerir con tiempo, como quien no logra identificar cuál de todas las cuerdas es la que está desafinada.