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Hace diez años, en el lujoso Teatro Ziegfeld, ubicado en el corazón de Manhattan, se llevó a cabo un encuentro especial. El actor Leonardo DiCaprio, el guionista Terence Winter y la montajista Thelma Schoonmaker se reunieron para celebrar una retrospectiva de las películas que DiCaprio había protagonizado bajo la dirección del legendario cineasta Martin Scorsese.
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En ese evento, se reveló cuál era la escena favorita del director en El lobo de Wall Street, su película más reciente en aquel entonces. En esta escena se muestra a DiCaprio en un estado completamente narcotizado, bajo los efectos de una droga sedante, y reptando hacia su auto. Para el cineasta detrás de Taxi Driver y Buenos muchachos, la secuencia representaba un destello de locura que capturaba, a la perfección, el espíritu de su última obra.
El lobo de Wall Street, la obra maestra de Scorsese en el siglo XXI, se sumerge en la vida de Jordan Belfort, empresario estadounidense célebre por su desempeño como corredor de bolsa, su involucramiento en actividades ilegales y su meteórico ascenso a la cúspide del sistema financiero estadounidense.
Sin embargo, la película no solo es una crónica de la desmesura de Belfort, sino también un análisis agudo de la sociedad que lo elevó al estatus de ídolo que mantiene, incluso, hasta el día de hoy. Con un desfile prolongado y adictivo de escenas de puro desenfreno hedonista, la película provoca una complicidad entre los espectadores, al lograr que deseen los placeres de la vida de excesos, trampas y mentiras que Belfort llevó consigo.
El estreno de la película en 2013 y su llegada a los cines uruguayos a principios de 2014 provocaron una controversia cultural. Por un lado, algunos la interpretaron como un retrato excepcional de la codicia humana insaciable. Por otro, no faltaron quienes la criticaron por glorificar la amoralidad y el desenfreno desmedido del afilado mundo financiero estadounidense, acusándola de exaltar los vicios más dañinos de la sociedad contemporánea.
El retrato sin reservas de la riqueza, la decadencia y la falta de escrúpulos que presentó dejó una impresión perdurable en la cultura actual, en la que parece prevalecer cada vez más el discurso de alcanzar la cima o sucumbir en el intento. No obstante, resulta interesante observar cómo ha evolucionado en este sentido el panorama de la industria del entretenimiento en la última década.
En el pasado, figuras como Belfort eran objeto de una admiración casi inquebrantable. En la actualidad, contrariamente, se ha consolidado una tendencia a examinar de manera más crítica a los superricos, reflejada en la ficción contemporánea a través de películas y series que adoptan una perspectiva escéptica y crítica con respecto al descontrol de la élite financiera.
Hoy El lobo de Wall Street ejemplifica la transformación en la percepción de las figuras prominentes en la alta sociedad. La influencia duradera de la colaboración de Scorsese y DiCaprio se ve confrontada por una sociedad que, cada vez más, examina con otro ojo acciones de los magnates que en un pasado fueron aplaudidos y admirados.
Impulsores
El proyecto tuvo su origen en 2008, cuando Warner Bros. inicialmente respaldó la película, que ya estaba bajo la dirección de Scorsese y tenía a DiCaprio como protagonista en su elenco. La historia que Belfort contó en una autobiografía, con su crecimiento aparentemente imparable y su posterior caída en el mundo de la Bolsa de Nueva York, estaba repleta de elementos escandalosos y situaciones cómicas que atrajeron la atención del director y el actor. Sin embargo, Warner Bros. finalmente optó por retirar su apoyo al proyecto, lo que llevó a la dupla de El aviador y Pandillas de Nueva York a buscar financiamiento en otras fuentes.
En 2012, Red Granite Pictures, una productora independiente estadounidense, decidió respaldar la financiación de la película, mientras que la responsabilidad de su distribución quedó en manos de Paramount. Para el estudio, el libro de Belfort ofrecía una narrativa sumamente atractiva que capturaba la cultura de excesos, la avaricia desenfrenada y las prácticas corruptas de Wall Street durante el fin de los ochenta. La franqueza con la que Belfort relató y adornó su vida también conquistó a DiCaprio, quien vio en Scorsese al director ideal para aportar la crudeza, humor y desenfreno que la película requería.
El lobo de Wall Street, la quinta colaboración entre Scorsese y DiCaprio, no buscó dar ningún tipo de justificaciones sentimentales a las acciones de sus personajes. Director y actor, que además oficiaron de productores, se comprometieron a contar la historia de Belfort de manera directa, sumergiéndose en la corrupción y la complejidad moral del círculo profesional y personal del protagonista. Al presentar de manera atractiva y entretenida a esos personajes y sus acciones, moralmente cuestionables, Scorsese y DiCaprio desafiaron las expectativas al entregar su versión actualizada de Calígula, como un reflejo contemporáneo de la decadencia.
La producción adoptó un enfoque independiente a gran escala y priorizó la autenticidad y la fidelidad en la representación del mundo que retrataba. La película se convirtió, de alguna forma, en un testimonio de la habilidad de Scorsese para hacer que las acciones moralmente cuestionables sean disfrutables de ver en la pantalla grande.
En Stratton Oakmont, la empresa fundada por Belfort, predominaba una mentalidad de “matar o ser matado”, relegando los valores tradicionales en favor de un ambiente machista y políticamente incorrecto, por decirlo de manera gentil. ¿Alguna otra película, hasta la fecha, se ha atrevido a comenzar su historia con la impactante imagen de un enano siendo lanzado como blanco humano ante la chabacanería de un sinnúmero de oficinistas hastiados? Entre corbatas y calculadoras, la película explora el lado oscuro de la búsqueda del placer, mostrando sin reservas escenas de sexo y consumo de drogas, todo ello en plena luz del día.
Pocas producciones logran capturar la esencia del caos y la ambición desmedida tan vívidamente como El lobo de Wall Street. Desde la perspectiva del protagonista, la película se siente como una inyección de energía, un subidón de una duración de tres horas que deja al espectador sin aliento y con lágrimas generadas por las risas.
La narración de Leonardo DiCaprio en el papel de Belfort se entrelaza con la acción en pantalla e introduce al público en el complejo pero turbulento universo mental del protagonista. Sus adicciones a las drogas se integran de manera ingeniosa en la propia fotografía y el montaje de la película, y los responsables de estas áreas explicaron que cada vez que Belfort se droga, la película también se ve alterada en términos de perspectiva visual o errores de continuidad. Mientras narra los acontecimientos que lo rodean, el protagonista vive intensamente cada momento, fusionando su presente con su pasado en una pantalla que refleja el auge y la caída de un hombre impulsado por la ambición sin límites.
Así la película se convierte, rápidamente, en una oda al caos meticulosamente orquestado, donde las cámaras se sumergen en bacanales de oficinas y coreografías. Esto demuestra que Scorsese, en la última etapa de su carrera, aún tenía una abundante fuente de creatividad.
Vigente
Una década después de su lanzamiento, la película sigue siendo una experiencia hipnotizante. La trama, respaldada por la actuación de DiCaprio, que eventualmente será reconocida como una de las mejores de su carrera, continúa siendo relevante, y el ritmo en el que está contada parece estar más adecuado a las necesidades actuales del espectador en una serie incesante de estímulos desde la pantalla.
Scorsese logra que la vida de Belfort parezca tan vibrante y emocionante como él mismo la experimenta. La película se revela en esa dualidad que hay que manejar del personaje: su astucia e inteligencia para ascender en la escala social es fácil de alentar, así como su ingenuidad al creer que podría salir ileso de todo castigo.
Durante la promoción de la película, DiCaprio se pronunció sobre lo que consideraba una interpretación equivocada. El actor expresó su deseo de que el público comprendiera que la película no respalda el comportamiento que representa, sino que lo condena. Hizo hincapié en que la historia original se planteaba como una advertencia y argumentó que al llegar al final de la película, los espectadores captarían el mensaje que intentaban transmitir acerca de estos personajes y este mundo. A pesar de sus aspectos atractivos, subrayó que tenían un lado oscuro y peligroso.
La última escena presenta una imagen que perdura en la mente, similar a la escena final de una película épica. Scorsese hace que la cámara nos revele un panorama impactante: una multitud que representa la sociedad actual persigue incansablemente la ilusión de vencer al sistema, tomando atajos para alcanzar una vida que, desde lejos, parece la quimera definitiva.
El cineasta nos invita a la reflexión, arrojando una mirada contemplativa y gélida hacia la vida misma. Una década después de su lanzamiento, esta imagen final continúa resonando con la misma potencia que la dejada por El irlandés, su película más reciente hasta el momento (hasta el estreno en octubre de Los asesinos de la luna), con un Robert De Niro desfavorecido y abandonado en la soledad más fría, debido a su persecución de una vida de crimen por la cual tuvo que pagar.
El lobo de Wall Street puede ser interpretada como una crítica contundente a la voracidad del mundo de las finanzas, mostrando el lado sombrío del capitalismo desenfrenado. A pesar de presentarnos la vida extravagante y hedonista de sus protagonistas, también destaca las consecuencias de sus acciones. En un momento en el que la desigualdad económica y la corrupción financiera siguen siendo temas de actualidad, continúa siendo un recordatorio impactante de los peligros inherentes de la ambición sin límites.
En ese encuentro hace una década en el Teatro Ziegfeld, la escena favorita de Scorsese con DiCaprio colocado era una visión perfecta de la demencia que impregna la película. Diez años después, esa misma locura persiste, con una sociedad que persigue incansablemente la ilusión de derrotar al sistema, sin importar el daño colateral que pueda causarse en el proceso.