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Cuando Homero Alsina Thevenet vio Breakfast at Tiffany’s (Blake Edwards, 1961) consideró: “El film es atractivo por la actuación de Audrey Hepburn y por la formidable acumulación de ideas, que se nota en su realización, muy superior a todo lo que el director había hecho hasta hoy”. Ambas cosas eran y siguen siendo muy ciertas. Audrey Hepburn es una máquina de producir encanto y fragilidad, y la película está repleta de ingenio, en parte proveniente de la novela original de Truman Capote, en parte creada por el guionista George Axelrod, en parte mérito de Edwards (que se aprestaba a convertir el ingenio en su marca de fábrica por el resto de su carrera) y en parte por todos los trucos, las distracciones y las manganetas que los realizadores debieron inventar para que la censura previa aceptara que filmaran lo que básicamente es la historia de amor entre una prostituta y un gigoló.
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Cuando Homero Alsina Thevenet vio Breakfast at Tiffany’s (junio de 1962) la película no se llamaba así, ni siquiera Desayuno con diamantes, como se la conoció en España. Alguien, siguiendo una larguísima y nefasta tradición, había decidido que era buena idea ponerle Muñequita de lujo, título que a priori hace pensar más en alguna comedia romántica argentina con Amalia Bence o Zully Moreno. La nota de Homero, como era su costumbre, consigna escrupulosamente el título original. Lo continuó haciendo durante el siguiente medio siglo que duró su carrera, y se ponía loco cuando esa regla tan básica del periodismo cinematográfico no se cumplía.
Si Homero Alsina Thevenet hubiera leído Quinta Avenida, 5:00 a.m.: Audrey Hepburn, Desayuno con diamantes y la creación de un mito cinematográfico, de Sam Wasson (Es Pop Ediciones, Madrid, 2023), se hubiera puesto loco. La edición es hermosa, la traducción es impecable. Pero todas las películas mencionadas, y son muchas, solo aparecen con el nombre de su estreno hispano. ¿The Party?, El Guateque. ¿Some Like It Hot?, Con faldas y a lo loco. Y todo así. No es que los títulos sudamericanos fueran la gran cosa tampoco (La fiesta inolvidable y Una Eva y dos Adanes, respectivamente) pero ningún lector de este lado del Atlántico tiene por qué tener idea de con qué título pasaba las películas TVE, el mismo con el que Franco las veía muy contento en sus sesiones de cine dobles de fin de semana con doña Carmen y amigos. Es difícil imaginarse al generalísimo viendo versiones (dobladas) de películas de Bergman o Kurosawa, pero pasó. Veían de todo y tomaban el té entre película y película, y sin duda vieron Desayuno con diamantes. A Franco la edición de Es Pop del libro de Wasson no lo hubiera puesto nada loco.
De la pantalla a la página
Las películas cuentan historias, pero también tienen las suyas propias. Y a veces son tanto o más apasionantes que las ficcionales. Hay bibliotecas enteras dedicadas al rodaje de Apocalypse now (Francis Ford Coppola, 1979, el título se mantuvo en Uruguay y España pero en Argentina se fraguó el engendro Apocalipsis Now). No solo aparecen libros, hace poco se estrenó una miniserie, The Offer, que recrea el rodaje de The Godfather (Francis Ford Coppola, 1972, El padrino aquí, allá y en todas partes) desde el punto de vista del productor. El propio Wasson es un especialista en estas historias, y el mismo sello publicó hace un par de años El gran adiós. Chinatown y el ocaso del viejo Hollywood, sobre el rodaje de la película de 1974 de Roman Polanski (Chinatown en España, Barrio chino en estas latitudes). La edición, también, a pesar de su calidad y cuidado, tiene el mismo defectito del escamoteo de los títulos originales.
La historia de Breakfast at Tiffany’s no es tan trepidante como la de Apocalypse Now (ninguna lo es, salvo tal vez las delirantes aventuras selváticas de Werner Herzog) ni tan dramática como la de Chinatown, pero para el amante del cine está repleta de información interesante. El relato comienza con el encuentro entre Capote y la escritora francesa Colette, que no tiene mucho que ver con el posterior rodaje pero aporta lo suyo a la historia general. Luego, como toda historia de una película, va agregando piezas al puzzle que conforma el equipo final, donde cada integrante del cast and crew tiene su propio camino con sus propios vericuetos.
En el corazón de la película se encuentra, sin duda, Audrey Hepburn en el papel de Holly Golightly. La estrella más atípica de la época: flaca, de aspecto delicado, incapaz de matar una mosca. El director no era la primera ni la décima opción de nadie. La lista de los que pretendía el estudio era larga y prestigiosa, e iba desde Billy Wilder o William Wyler hasta John Frankenheimer. Ninguno estaba disponible, y bajando por la escala llegaron a Blake Edwards, que como bien dijo Homero no había filmado nada artísticamente destacable hasta entonces, pero la había pegado comercialmente con una comedia chabacana, lo que le valió el trabajo. También chabacana era la producción anterior del guionista Axelrod. Los productores buscaban alguien que le diera a la película un aire sofisticado y mundano, y aunque Axelrod se tenía toda la fe, era el único. Una serie de rebotes terminó dándole el puesto, y cumplió con creces.
Henry Mancini compuso la música. Ya era un profesional respetado antes, pero la banda sonora de Breakfast, y en particular su canción central, Moon River, lo llevaron a la cima de la industria. Comenzó una maravillosa colaboración de décadas con Edwards, y si en este momento el lector no está tarareando mentalmente la melodía de The Pink Panther es que no ha visto suficiente cine (o dibujos animados).
Para el papel del vecino y posterior enamorado de Holly se seleccionó a George Peppard. Por aquellos días Peppard estaba convencido de que se encontraba a punto de convertirse en la gran estrella que nunca llegó a ser, y se comportó como un cretino según declararon todos los involucrados.
Truman Capote firmó el contrato con la productora, se embolsó la plata y se sumergió en la escritura de su próximo libro: A sangre fría. No se le reservó en el contrato ninguna prerrogativa, ni le interesó hacerlo. Durante el rodaje no tocó pito, aunque antes había deslizado que le gustaría que el papel de Holly fuera para su amiga Marilyn Monroe. No le hicieron caso. Posteriormente odió la película.
Una revolución llamada Audrey
Quien haya leído la novela de Capote no puede imaginar a alguien más distinto a Holly Golightly que Audrey Hepburn. La propia Hepburn no lograba verse en el papel, y se necesitó una tonelada de insistencia para convencerla. Principalmente para convencer al pelmazo de su marido, Mel Ferrer, un mediocre controlador al que la insegura Hepburn se sometía por completo. Ocurre que lo que de verdad quería no era fama ni fortuna, sino una familia, hijos y una vida tranquila. Mentalmente era la mujer típica de la década de los 50, convencida de que su lugar estaba en su casa, cuidando a su marido. Ni su fama como actriz ni sus orígenes en la nobleza (su madre era una baronesa holandesa) la desviaron nunca de este camino. Lo menos Holly Golightly que se pueda imaginar.
La Holly de la película (que es la del libro, pero atenuada) es una casi adolescente en edad (19) pero con un largo camino recorrido, que se va develando a medida que avanza la historia. Vive en Nueva York como prostituta de baja intensidad, más una escort que una trabajadora sexual. Una vez a la semana va hasta la cárcel de Sing Sing a visitar a un viejito simpático que le manda mensajes en clave para sus amigos. Holly ni se entera de nada. Vive su vida revoloteando como mariposa, encantadora y despreocupada. A veces se asoma al abismo y se deprime, pero lo soluciona fácil yendo de madrugada, luego de algún encuentro con un mecenas, a desayunar en la vereda de la joyería Tiffany’s, que ve como un paraíso de estabilidad, lujo y seguridad, las cosas que realmente quiere en su vida. Eso a pesar de que desprecia los diamantes.
Un buen día se muda al apartamento de arriba Fred, que no se llama Fred pero ella le dice así porque es Holly. Fred es un escritor que no logra despegar del todo y es mantenido por una mujer rica. En la novela Fred es el narrador anónimo que no tiene mayor injerencia en la historia de Holly, pero la película necesitaba una contraparte romántica. Fred se enamora de Holly, pero llegar a comunicárselo no es nada fácil. El espíritu de Holly deambula por terrenos lejanos. Aparece su marido, el Golightly original, que se casó con ella cuando tenía 14 años y se llamaba Lula Mae, y que la ama de veras. En una de las escenas más melancólicas de una película llena de melancolía subterránea, Holly le explica que no puede volver con él y se despiden. Las cosas se complican con el viejito simpático de la cárcel, Holly está a punto de irse a Brasil con un mecenas carioca, pero todo termina con un beso.
Para entender lo revolucionario del personaje de Holly hay que ponerse en la época. En sus novelas, Capote tenía libertad para contar lo que quisiera y como quisiera, pero el cine era otra cosa. La verdadera cultura de masas estaba en la pantalla, y por cada lector que conociera a la Holly de la novela habría muchísimos más que conocerían a la de la película. Hollywood estaba cambiando, el mundo estaba cambiando, pero la revolución de la década de los 60 todavía estaba a años en el futuro, igual que la gran revolución de Hollywood de la década posterior. En ese momento la censura previa seguía monolítica, los estudios no arriesgaban nada y poner en pantalla a una mujer libre, sin prejuicios morales, dueña de sus ideas y de su vida (y que encima se vestía con diseños de alta costura francesa de Givenchy, que vaya a saber dónde o cómo los conseguía) era casi impensable. La Holly de Capote nunca hubiera llegado a la pantalla (tampoco entró nunca en Tiffany’s, a diferencia de la de la película), pero incluso su versión atenuada era un trago difícil de pasar para el statu quo.
Y sin embargo ahí está. Lo lograron. Holly Golightly hoy puede parecer un tropo, un lugar común, una versión edulcorada y recortada de un personaje más complejo, más alocada que independiente, pero fue una revolución. Algo nunca visto en pantalla hasta ese momento: una mujer libre. Y es con Holly que la imagen femenina comenzó a cambiar. Holly está en las raíces de la Julia Roberts de Pretty Woman, de las neoyorquinas lenguaraces de Sex and the City, hasta de la Barbie de la película de Greta Gershwin. Audrey Hepburn, frágil, insegura, conservadora, que solo quería un marido e hijos que atender, cambió el cine para siempre.