La investigación policial fue algo torpe y plagada de rivalidades entre los propios detectives. El caso Tate fue asignado por un lado; el caso LaBianca por el otro. Los policías trabajaban en el mismo edificio, en el mismo piso, pero se miraban con recelo y no compartían los datos.
Las ropas ensangrentadas de la matanza de Cielo Drive, que estaban en un barranco, fueron encontradas por los periodistas de un canal de TV, a quienes sencillamente se les ocurrió seguir el posible trayecto de los asesinos.
Y el revólver Hi Standard Longhorn calibre 22, empleado en la matanza de Cielo Drive, lo encontró un niño. Cuando su padre llamó a la policía para avisar, no le hicieron demasiado caso. Hay muchas armas en los Estados Unidos, le dijeron, y si por cada una encontrada deberíamos mandar a un policía, no daríamos abasto.
Flashback al 31 de julio de 1969. En una casa de Malibú fue hallado el cadáver de Gary Hinman, un profesor de música. Estaba cosido a puñaladas. En la pared, escrito con sangre, se leía: “Political Piggy”. Y habían detenido a un hippy sospechoso del asesinato: conducía el auto del muerto y tenía las ropas manchadas de sangre. Desprolijidad total. Cuando ocurrieron los homicidios de Tate y LaBianca, el hippy, llamado Bobby Beausoleil, estaba en prisión. No podía ser él. Sin embargo, un policía advirtió sobre las coincidencias entre los tres casos y dijo que Beausoleil vivía en el Rancho Spahn, en Los Ángeles, donde antaño había funcionado un set cinematográfico para películas del Oeste y ahora, entre los decorados destartalados que alguna vez sirvieron para Duelo al sol y varios episodios de Bonanza, se alojaba una comunidad de hippies a cargo de un tal Charles Manson, que decía ser la reencarnación de Jesucristo y que llamaba “Familia” a sus seguidores y seguidoras.
—Naaa… —dijo el sargento Buckles, del LAPD—. Peces gordos del cine, un empresario de supermercados y hippies mugrientos. No veo ninguna relación entre los tres casos.
Más acontecimientos sorprendentes: el 16 de agosto, una semana después de Tate-LaBianca, la policía hizo una redada en el Rancho Spahn por un asunto de coches robados: 26 dete-nidos, entre ellos el tal Charlie o Jesucristo, y unas cuantas adolescentes de aspecto inofensivo pero muy voladas. Cuarenta y ocho horas después, todos los sospechosos estaban en libertad debido a un error administrativo. El dueño del rancho, George Spahn, era un vejete octogenario casi ciego a quien tenían entretenido con las caricias de una de las Manson’s Girl, Catherine Share, apodada Gypsy.
La Familia se trasladó a otro espacio en el desierto: el Rancho Barker, en el Valle de la Muerte. Charlie le había regalado un Disco de Oro de los Beach Boys a la dueña del rancho, a cambio de que dejara pernoctar a la Familia un tiempo. Dennis Wilson, el más desprolijo de los Beach Boys, había convivido con Manson y sus chicas. A la gente le llamaba la atención que de la limusina del baterista bajaran unas hippies, revolvieran la basura, tomaran algo y volvieran a subir a la limusina. Más adelante, Wilson diría que fue el sujeto más afortunado del mundo porque convivió con la bestia y sus diabólicos ángeles y salió con vida.
El 12 de octubre se hizo una redada en el Rancho Barker. La policía desalojó a todos pero el líder de la Familia no aparecía. Se hizo la noche. Como no había luz eléctrica, un policía con una vela decidió realizar una última recorrida por la casa. Mejor clima para una película de terror no puede haber. Sombras largas, penumbra, oscuridad. De pronto le llamó la atención un mueble de un metro de altura, debajo de un lavatorio, del cual sobresalía un mechón de pelo. El policía abrió la puerta del pequeño mueble y vio que algo se movía. Al salir de su escondite, Charlie estiró sus brazos y piernas y sonrió. Medía menos de un metro sesenta.
Este caso policial, el más famoso de la historia, está relatado con todos sus pormenores en Helter Skelter (Contra, 2019, 784 páginas), el libro del fiscal Vincent Bugliosi, con la colaboración del periodista Curt Gentry. Bugliosi fue quien llevó a cabo la investigación y la acusación contra Manson y su Familia de asesinos y asesinas. El juicio duró nueve meses y medio. Durante ese tiempo los 12 miembros del jurado (una secretaria, un técnico en electrónica, otros empleados y jubilados y hasta una crítica de teatro, entre ellos) debieron ser aislados del mundo circundante en un hotel, sin radio ni TV, con una sola llamada diaria para saber sobre sus familiares. Cuando se trasladaban a la Corte, el autobús viajaba con los vidrios tapiados para que no pudiesen leer los enormes titulares de los diarios en los quioscos, que hablaban del juicio, de las chicas y de los crímenes. El propio Manson había sido portada de la revista Life. Ya era una celebridad.
A Charlie le encantaba el Album Blanco, y en particular los temas Blackbird, Revolution 9 y Helter Skelter. Decía que allí se profetizaban muchas cosas: que los negros —que él odiaba— se rebelarían contra los blancos y los matarían a todos, menos a la Familia, que se refugiaría en el desierto bajo sus órdenes, en el “pozo del abismo”, una cueva del Valle de la Muerte que conduce a “un mar de oro del que los indios han oído hablar”. Cuando algún motero se dejaba caer por la comunidad para tomar ácido o tener sexo grupal, la Familia siempre estaba escuchando el Album Blanco. Charlie creía que se debía acelerar semejante apocalipsis matando “cerdos”, algo así como ricachones o poderosos, pero tratando de que se inculpara a los negros de las ejecuciones.
Además, era un músico frustrado. Antes de ser ocupada por Tate y Polanski, en la residencia de Cielo Drive vivía Terry Melcher, un productor musical, hijo de la actriz Doris Day. Manson lo había visitado en un par de oportunidades. Melcher lo escuchó tocar y cantar y le dijo que no le interesaba. La Familia también había estado de juerga en la casa vecina de los LaBianca. Había varios cerdos a los que apuntar.
A la Familia le gustaba jugar a “hacer el bicho”, una práctica que, por supuesto, les enseñó Manson. Se vestían con ropas oscuras de pies a cabeza y entraban en las casas, movían cosas y las cambiaban de lugar. En el más absoluto silencio montaban un numerito inquietante, una especie de teatro negro que resultó ser el preámbulo de los asesinatos.
Charlie, según las chicas, “era puro amor”.
Te podía leer el pensamiento.
Te enseñaba cómo era la vida.
Un día, en el desierto, levitó.
Y otro día, también en el desierto, acarició a una cobra y la hizo retroceder.
Si ocurría un terremoto, era obra de Charlie, lo mismo que un incendio.
Si Charlie te lo pedía, harías cualquier cosa. Incluso matar.
Sus principales devotas: Susan Atkins (21 años), para quien apuñalar era mejor que un orgasmo, Leslie Van Houten (20 años), Patricia Krenwinkel (21 años) y Mary Theresa Brunner (25 años).
Sus principales devotos: Tex Watson (23 años), Bobby Beausoleil (22 años), Steve Grogan (17 años) y Bruce McGregor Davis (26 años).
El juicio a la Familia fue otra etapa demencial. Manson quería defenderse a sí mismo. Le aconsejaron que no lo hiciera y le asignaron un abogado, un tal Irving Kanarek, que hizo todo lo posible por su cliente, desde embarrar la cancha, hasta embarrar la cancha. También Ronald Hughes fue abogado defensor de Manson, pero murió en extrañas circunstancias.
Para condenar a alguien de asesinato es necesario aportar muchas pruebas. Había huellas digitales de Tex Watson y Patricia Krenwinkel en la escena del crimen de Cielo Drive; se había recuperado las ropas ensangrentadas y el revólver Hi Standard, y daban fe de lo ocurrido varios testigos, algunos presenciales y muy sólidos, como Linda Kasabian, quien estuvo la noche de la masacre en la residencia de Tate y recuerda las órdenes previas de Charlie a Tex y a las chicas: “Ha llegado el momento del Helter Skelter”.
Pero más difícil aún es condenar a alguien que no ha matado directamente a nadie. Tampoco aparecía un móvil claro y sí mucha locura, montañas de locura. Bugliosi, un brillante fiscal, ordenó todo y lo volvió claro y creíble.
Manson estaba dispuesto a montar su numerito de tipo genial en la Corte. Si algo no le gustaba, le daba la espalda al juez. En otra oportunidad dijo que lo estaban crucificando, se levantó de su asiento, estiró los brazos y bajó la cabeza. Luego se tatuó una cruz en la frente (“me he tachado de vuestro mundo”) y después una esvástica. Y las chicas repetían sus actos, hipnotizadas.
Imágenes de esa época registran a Susan Atkins, Patricia Krenwinkel y Leslie Van Houten ir de la mano sonrientes, cantando, ajenas a las leyes y a cualquier autoridad. Y afuera de la Corte, en la calle, las otras ninfas de la Familia acampaban y pedían libertad para Charlie y sus ángeles de la muerte. Hubo incluso un plan con armas y granadas y otro más delirante aún para secuestrar un 747 y rescatar a Jesucristo. Bueno, eso de apoderarse de aviones era bastante más complejo y había que dejárselo a Al Qaeda.
El lunes 29 de marzo de 1971 el juez leyó el fallo del jurado: pena capital para Manson y sus tres ángeles del Helter Skelter, Krenwinkel, Van Houten y Atkins. Al conocer su suerte, dijo Atkins a la sala: “Cerrad las puertas con llave y velad por vuestros hijos”. En otros juicios corrieron la misma suerte Tex Watson y Bobby Beausoleil, pero finalmente todos quedaron con cadena perpetua cuando el 18 de febrero de 1972 se abolió la pena de muerte en el estado de California.
Han pasado 50 años de todo aquello. Manson, el mito del mal, y Atkins ya murieron; el resto envejece en prisión.
Pero cerremos este siniestro episodio con una imagen más agradable: campo abierto, más de 400.000 personas conviviendo y mucha música. Ocurrió entre el 15 y el 18 de agosto de 1969, también hace 50 años. Fue Woodstock.
Vida Cultural
2019-08-08T00:00:00
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