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    Jesucristo Serial Killer

    Fue el 9 de agosto de 1969, exactamente hace medio siglo, en uno de los cañones residenciales de Los Ángeles que hay sobre Hollywood y Beverly Hills. Los cinco cadáveres fueron descubiertos por el ama de llaves de Cielo Drive 10050, una calle estrecha que serpentea sin salida hasta una mansión, en aquel entonces habitada por la actriz Sharon Tate y el director de cine Roman Polanski, que estaba en Europa. Cuando llegó la policía, la escena del crimen era realmente dantesca: primero un joven llamado Steve Parent (cuatro tiros, una puñalada) dentro de un Rambler blanco detenido en la verja de entrada de la casa; luego, en el jardín, los cadáveres de Abigail Folger (28 puñaladas), heredera de un emporio del café, y su novio, el polaco Voytek Frykowski (51 puñaladas, dos tiros, 13 golpes en la cabeza); y en el salón principal, el peluquero de celebridades Jay Sebring (siete puñaladas y un tiro) y la actriz Sharon Tate (16 puñaladas), que estaba embarazada de ocho meses. En la puerta de entrada de la mansión, escrita con sangre, la palabra “Pig”. Folger, Frykowski y Sebring eran amigos de Tate y estaban haciéndole compañía.

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    El principal sospechoso resultó ser el casero William Garretson, un joven de 19 años que estaba en otra vivienda, al final de la propiedad y separado de la casa principal por un amplio jardín y la piscina. Cuando la policía lo interrogó, el tipo estaba atontado, ido, en otra galaxia. Dijo no haber escuchado nada. Esa noche había recibido a Parent, que era un entusiasta de los equipos de audio, habían charlado un rato bebiendo una cerveza y se habían despedido cerca de medianoche. Después, se fumó un porro, puso la música al mango y cree recordar que a cierta altura de la madrugada, el pomo de la puerta giró y él no le hizo caso. La policía le realizó la prueba del polígrafo, no encontraron motivos para retenerlo y lo largaron. Salió de la jefatura igual de atontado: no entendía por qué había zafado a semejante carnicería. Los titulares de los diarios, no solo de Estados Unidos sino de gran parte del mundo, fueron dedicados a estos salvajes asesinatos. El miedo caló en el cuerpo de todas las celebridades cinematográficas.

    Polanski llegó de Europa y también se sometió al polígrafo. Cuando le preguntaron si sospechaba de alguien que quisiera matar a su esposa y a los otros invitados, el cineasta polaco pensó inmediatamente en varios maridos despechados de Hollywood. Reconoció que se había acostado con sus esposas y eso podría haber encendido la venganza, pero si “buscara un móvil”, dijo, “buscaría algo que no encajara en el patrón habitual con el que acostumbráis a trabajar los policías. Algo mucho más extraño”. No estaba nada lejos.

    El domingo 10 de agosto, a la madrugada, apenas un día después de la masacre en Cielo Drive, Leno y Rosemary LaBianca detuvieron su auto en un comercio de la carretera antes de llegar a su casa, ubicada en Waverly Drive 3301, en un barrio de Los Ángeles llamado Los Feliz. Compraron algunas cosas, entre ellas un diario. Las fotos de los cadáveres en primera plana eran elocuentes. El dependiente del comercio —con excepción del o los asesinos— fue el último en ver con vida al matrimonio LaBianca, que se fue a su casa horrorizado, comentando los crímenes. El cadáver de Leno, propietario de una cadena de supermercados, presentaba 12 heridas de arma blanca, 14 perforaciones con un tenedor de dos dientes y un cuchillo clavado en la garganta; Rosemary tenía 41 puñaladas. En las paredes del salón, escrito con sangre, se leía: “Death to Pigs” y “Rise”. Y en la puerta de la heladera, mal escrita, también con sangre, una bizarra expresión: “Healter Skelter”.

    Cielo Drive, Los Feliz… pasaron a ser el Infierno. El horror se extendió por toda la zona. Los perros grandes y bravos comenzaron a pulular en los jardines. Las cercas se electrificaron. La gente se armó hasta los dientes. Se triplicó la seguridad privada. Todos sospechaban de todos y tiraban los fármacos y otras sustancias por el retrete. Y muchos prefirieron, sencillamente, abandonar Los Ángeles. Los años 60, que se abrieron con la esperanza de un cambio para bien, de amor y paz, se cerraban con sangre y muerte. No es justo meter a los Beatles en esto. Pero si hay que poner una banda sonora a semejante telón, sería The White Album.

    La investigación policial fue algo torpe y plagada de rivalidades entre los propios detectives. El caso Tate fue asignado por un lado; el caso LaBianca por el otro. Los policías trabajaban en el mismo edificio, en el mismo piso, pero se miraban con recelo y no compartían los datos.

    Las ropas ensangrentadas de la matanza de Cielo Drive, que estaban en un barranco, fueron encontradas por los periodistas de un canal de TV, a quienes sencillamente se les ocurrió seguir el posible trayecto de los asesinos.

    Y el revólver Hi Standard Longhorn calibre 22, empleado en la matanza de Cielo Drive, lo encontró un niño. Cuando su padre llamó a la policía para avisar, no le hicieron demasiado caso. Hay muchas armas en los Estados Unidos, le dijeron, y si por cada una encontrada deberíamos mandar a un policía, no daríamos abasto.

    Flashback al 31 de julio de 1969. En una casa de Malibú fue hallado el cadáver de Gary Hinman, un profesor de música. Estaba cosido a puñaladas. En la pared, escrito con sangre, se leía: “Political Piggy”. Y habían detenido a un hippy sospechoso del asesinato: conducía el auto del muerto y tenía las ropas manchadas de sangre. Desprolijidad total. Cuando ocurrieron los homicidios de Tate y LaBianca, el hippy, llamado Bobby Beausoleil, estaba en prisión. No podía ser él. Sin embargo, un policía advirtió sobre las coincidencias entre los tres casos y dijo que Beausoleil vivía en el Rancho Spahn, en Los Ángeles, donde antaño había funcionado un set cinematográfico para películas del Oeste y ahora, entre los decorados destartalados que alguna vez sirvieron para Duelo al sol y varios episodios de Bonanza, se alojaba una comunidad de hippies a cargo de un tal Charles Manson, que decía ser la reencarnación de Jesucristo y que llamaba “Familia” a sus seguidores y seguidoras.

    —Naaa… —dijo el sargento Buckles, del LAPD—. Peces gordos del cine, un empresario de supermercados y hippies mugrientos. No veo ninguna relación entre los tres casos.

    Más acontecimientos sorprendentes: el 16 de agosto, una semana después de Tate-LaBianca, la policía hizo una redada en el Rancho Spahn por un asunto de coches robados: 26 dete-nidos, entre ellos el tal Charlie o Jesucristo, y unas cuantas adolescentes de aspecto inofensivo pero muy voladas. Cuarenta y ocho horas después, todos los sospechosos estaban en libertad debido a un error administrativo. El dueño del rancho, George Spahn, era un vejete octogenario casi ciego a quien tenían entretenido con las caricias de una de las Manson’s Girl, Catherine Share, apodada Gypsy.

    La Familia se trasladó a otro espacio en el desierto: el Rancho Barker, en el Valle de la Muerte. Charlie le había regalado un Disco de Oro de los Beach Boys a la dueña del rancho, a cambio de que dejara pernoctar a la Familia un tiempo. Dennis Wilson, el más desprolijo de los Beach Boys, había convivido con Manson y sus chicas. A la gente le llamaba la atención que de la limusina del baterista bajaran unas hippies, revolvieran la basura, tomaran algo y volvieran a subir a la limusina. Más adelante, Wilson diría que fue el sujeto más afortunado del mundo porque convivió con la bestia y sus diabólicos ángeles y salió con vida.

    El 12 de octubre se hizo una redada en el Rancho Barker. La policía desalojó a todos pero el líder de la Familia no aparecía. Se hizo la noche. Como no había luz eléctrica, un policía con una vela decidió realizar una última recorrida por la casa. Mejor clima para una película de terror no puede haber. Sombras largas, penumbra, oscuridad. De pronto le llamó la atención un mueble de un metro de altura, debajo de un lavatorio, del cual sobresalía un mechón de pelo. El policía abrió la puerta del pequeño mueble y vio que algo se movía. Al salir de su escondite, Charlie estiró sus brazos y piernas y sonrió. Medía menos de un metro sesenta.

    Este caso policial, el más famoso de la historia, está relatado con todos sus pormenores en Helter Skelter (Contra, 2019, 784 páginas), el libro del fiscal Vincent Bugliosi, con la colaboración del periodista Curt Gentry. Bugliosi fue quien llevó a cabo la investigación y la acusación contra Manson y su Familia de asesinos y asesinas. El juicio duró nueve meses y medio. Durante ese tiempo los 12 miembros del jurado (una secretaria, un técnico en electrónica, otros empleados y jubilados y hasta una crítica de teatro, entre ellos) debieron ser aislados del mundo circundante en un hotel, sin radio ni TV, con una sola llamada diaria para saber sobre sus familiares. Cuando se trasladaban a la Corte, el autobús viajaba con los vidrios tapiados para que no pudiesen leer los enormes titulares de los diarios en los quioscos, que hablaban del juicio, de las chicas y de los crímenes. El propio Manson había sido portada de la revista Life. Ya era una celebridad.

    A Charlie le encantaba el Album Blanco, y en particular los temas Blackbird, Revolution 9 y Helter Skelter. Decía que allí se profetizaban muchas cosas: que los negros —que él odiaba— se rebelarían contra los blancos y los matarían a todos, menos a la Familia, que se refugiaría en el desierto bajo sus órdenes, en el “pozo del abismo”, una cueva del Valle de la Muerte que conduce a “un mar de oro del que los indios han oído hablar”. Cuando algún motero se dejaba caer por la comunidad para tomar ácido o tener sexo grupal, la Familia siempre estaba escuchando el Album Blanco. Charlie creía que se debía acelerar semejante apocalipsis matando “cerdos”, algo así como ricachones o poderosos, pero tratando de que se inculpara a los negros de las ejecuciones.

    Además, era un músico frustrado. Antes de ser ocupada por Tate y Polanski, en la residencia de Cielo Drive vivía Terry Melcher, un productor musical, hijo de la actriz Doris Day. Manson lo había visitado en un par de oportunidades. Melcher lo escuchó tocar y cantar y le dijo que no le interesaba. La Familia también había estado de juerga en la casa vecina de los LaBianca. Había varios cerdos a los que apuntar.

    A la Familia le gustaba jugar a “hacer el bicho”, una práctica que, por supuesto, les enseñó Manson. Se vestían con ropas oscuras de pies a cabeza y entraban en las casas, movían cosas y las cambiaban de lugar. En el más absoluto silencio montaban un numerito inquietante, una especie de teatro negro que resultó ser el preámbulo de los asesinatos.

    Charlie, según las chicas, “era puro amor”.

    Te podía leer el pensamiento.

    Te enseñaba cómo era la vida.

    Un día, en el desierto, levitó.

    Y otro día, también en el desierto, acarició a una cobra y la hizo retroceder.

    Si ocurría un terremoto, era obra de Charlie, lo mismo que un incendio.

    Si Charlie te lo pedía, harías cualquier cosa. Incluso matar.

    Sus principales devotas: Susan Atkins (21 años), para quien apuñalar era mejor que un orgasmo, Leslie Van Houten (20 años), Patricia Krenwinkel (21 años) y Mary Theresa Brunner (25 años).

    Sus principales devotos: Tex Watson (23 años), Bobby Beausoleil (22 años), Steve Grogan (17 años) y Bruce McGregor Davis (26 años).

    El juicio a la Familia fue otra etapa demencial. Manson quería defenderse a sí mismo. Le aconsejaron que no lo hiciera y le asignaron un abogado, un tal Irving Kanarek, que hizo todo lo posible por su cliente, desde embarrar la cancha, hasta embarrar la cancha. También Ronald Hughes fue abogado defensor de Manson, pero murió en extrañas circunstancias.

    Para condenar a alguien de asesinato es necesario aportar muchas pruebas. Había huellas digitales de Tex Watson y Patricia Krenwinkel en la escena del crimen de Cielo Drive; se había recuperado las ropas ensangrentadas y el revólver Hi Standard, y daban fe de lo ocurrido varios testigos, algunos presenciales y muy sólidos, como Linda Kasabian, quien estuvo la noche de la masacre en la residencia de Tate y recuerda las órdenes previas de Charlie a Tex y a las chicas: “Ha llegado el momento del Helter Skelter”.

    Pero más difícil aún es condenar a alguien que no ha matado directamente a nadie. Tampoco aparecía un móvil claro y sí mucha locura, montañas de locura. Bugliosi, un brillante fiscal, ordenó todo y lo volvió claro y creíble.

    Manson estaba dispuesto a montar su numerito de tipo genial en la Corte. Si algo no le gustaba, le daba la espalda al juez. En otra oportunidad dijo que lo estaban crucificando, se levantó de su asiento, estiró los brazos y bajó la cabeza. Luego se tatuó una cruz en la frente (“me he tachado de vuestro mundo”) y después una esvástica. Y las chicas repetían sus actos, hipnotizadas.

    Imágenes de esa época registran a Susan Atkins, Patricia Krenwinkel y Leslie Van Houten ir de la mano sonrientes, cantando, ajenas a las leyes y a cualquier autoridad. Y afuera de la Corte, en la calle, las otras ninfas de la Familia acampaban y pedían libertad para Charlie y sus ángeles de la muerte. Hubo incluso un plan con armas y granadas y otro más delirante aún para secuestrar un 747 y rescatar a Jesucristo. Bueno, eso de apoderarse de aviones era bastante más complejo y había que dejárselo a Al Qaeda.

    El lunes 29 de marzo de 1971 el juez leyó el fallo del jurado: pena capital para Manson y sus tres ángeles del Helter Skelter, Krenwinkel, Van Houten y Atkins. Al conocer su suerte, dijo Atkins a la sala: “Cerrad las puertas con llave y velad por vuestros hijos”. En otros juicios corrieron la misma suerte Tex Watson y Bobby Beausoleil, pero finalmente todos quedaron con cadena perpetua cuando el 18 de febrero de 1972 se abolió la pena de muerte en el estado de California.

    Han pasado 50 años de todo aquello. Manson, el mito del mal, y Atkins ya murieron; el resto envejece en prisión.

    Pero cerremos este siniestro episodio con una imagen más agradable: campo abierto, más de 400.000 personas conviviendo y mucha música. Ocurrió entre el 15 y el 18 de agosto de 1969, también hace 50 años. Fue Woodstock.

    Vida Cultural
    2019-08-08T00:00:00