Están los lagos, los ríos, los mares y los océanos.
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEstán el cachalote, la ballena de Groenlandia, la ballena con lomo giboso, con lomo de navaja y con panza de azufre.
Y está Moby Dick.
Si el cine fuese una esfera, John Huston ocuparía el lugar central. Su figura como realizador ejerce una función centrípeta. Fue clave en la carrera de mitos cinematográficos como Humphrey Bogart, a quien dirigió en El halcón maltés (1941), El tesoro de Sierra Madre (1948), Huracán de pasiones (Key Largo, 1948) y La reina africana (1951), por mencionar cuatro películas fundamentales en la vida de Bogie, incluyendo su único Oscar por la última. Se puede decir que Huston descubrió a Marilyn Monroe en Mientras la ciudad duerme (The Asphalt Jungle, 1950) y que le dio su último trabajo en Los inadaptados (The Misfits,1961), canto del cisne y tal vez la mejor actuación de la actriz pocos meses antes de morir por sobredosis. Como director de casi 50 largometrajes dio órdenes a estrellas —y la lista es mucho más larga— como Peter Lorre, Bette Davis, Sterling Hayden, Edward G. Robinson, Lauren Bacall, Orson Welles, Katharine Hepburn, Gregory Peck, Paul Newman, Robert Mitchum, Errol Flynn (con quien se peleó a las trompadas), Burt Lancaster, Clark Gable, Montgomery Clift, Ava Gardner, Marlon Brando, Elizabeth Taylor, Richard Burton, Sean Connery, Michael Caine y Jack Nicholson, quien además fue su yerno. En su extensa, jugosa y muy divertida autobiografía A libro abierto (Espasa Calpe, 1987) hay cantidad de anécdotas sobre varios de estos actores y estas actrices, y algunas no son muy favorables, como la de Montgomery Clift.
Pero además de realizador y guionista, galardonado tempranamente con dos estatuillas de Hollywood en esos rubros por El tesoro de Sierra Madre, donde además dirigía a su padre Walter Huston (también oscarizado por la misma película), el norteamericano John Huston (1906-1987) fue actor, dramaturgo, escritor, pintor, boxeador, criador de caballos, apostador compulsivo, mujeriego (se casó cinco veces), cazador de zorros, tigres y elefantes (un ejemplo de esta manía es Cazador blanco, corazón negro, de Clint Eastwood), coleccionista de arte precolombino, voraz lector (cuatro libros por semana) y generoso bebedor. Y hay sobradas pruebas de que no tocaba de oído en ninguna de sus tareas.
El tipo te abruma. Estuvo en la II Guerra Mundial como soldado y cineasta, donde registró en Italia el famoso documental sobre la sangrienta batalla de San Pietro. Con el primer sueldo que le dio la Warner como guionista y la ayuda de un préstamo diseñó y construyó una casa en el Valle de San Fernando que fue admirada por Frank Lloyd Wright. Fue amigo de Robert Capa y de Ernest Hemingway, que era reacio a las amistades. Exhibía un conocimiento de la historia mexicana que haría admirar a Octavio Paz. Padeció tormentas en el aire y en el mar, por no contar las de tierra. Presenció la pelea del siglo entre Jack Dempsey y el argentino Luis Firpo, tal vez el combate de box más famoso de todos los tiempos (un brazo roto y 11 caídas en dos rounds), y la descripción que hace bien podría haber sido una película en sí misma. Trabajó guiones con Jean-Paul Sartre y Ray Bradbury. Durmió en los mejores hoteles y también en chozas abandonadas en plena selva. Vivió 18 años con su familia en la mansión rural St. Clerans, en Irlanda, donde estuvieron invitados entre otras celebridades literarias Carson McCullers y John Steinbeck, este último muy interesado en un anterior propietario de la mansión, un tal Burke, que era juez y había condenado a la horca a un inocente. Como represalia, dicen que la familia del inocente echó una maldición sobre el juez y su casa. Huston era ateo y no creía en brujas, pero bueno… que las hay, las hay. Steinbeck quiso escribir sobre esa maldición y el fantasma ahorcado que ahora deambulaba por la propiedad del cineasta, pero todos los vecinos de la zona, y sobre todo el cura, lo desaconsejaron. En Irlanda se respetan las tradiciones y especialmente las supersticiones. Así crece el verde de otra manera.
Entre sus películas hay de todo, buenas, malas y geniales. Comedias, dramas, aventuras, bélicas, policiales, de autor, más naturalistas, más fantasiosas. No hay un estilo definido que se imponga en las primeras tomas o en ciertas secuencias. Huston luce una caligrafía visual clásica: nada de osados movimientos de cámara o firuletes para adornar. Y tiene al menos cuatro obras maestras que brillan alejadas de lo más conocido de su filmografía: Ciudad dorada (Fat City, 1971, con Stacy Keach y Jeff Bridges, sobre el mundo del box), El juez del patíbulo (The Life and Time of Judge Roy Bean, 1971, un western alucinado con el mejor Paul Newman), Desde ahora y para siempre (The Dead, 1987, sobre un cuento de James Joyce y con Anjelica Huston) y Moby Dick (1956). Hay que animarse a llevar al cine la que tal vez sea la gran novela americana. Hay que animarse a mostrar, como dijo Borges sobre Melville, que el blanco es el color del infierno. A casi 70 años de filmada, Moby Dick sigue siendo una maravilla. “Fue la película más difícil que he hecho en mi vida”, confesó el propio Huston.
Es probable que Melville conociera un artículo periodístico que hablaba de las escaramuzas a principios del siglo XIX de una enorme ballena blanca como “la lana”, llamada Mocha Dick, que había sobrevivido a varios ataques balleneros en el océano Pacífico, muy cerca de la isla de Mocha, al sudoeste de Chile. El propio Melville en su temprana juventud se embarcó en balleneros. Experimentó vagabundeos marítimos, motines, cárcel y naufragios, e incluso convivió con una tribu de caníbales en los mares del Sur. Con algo más de 30 años publicó en 1851 esta monumental y épica novela, que un siglo después llevaría Huston a la pantalla con Gregory Peck como el atormentado capitán Ahab, el hombre que solo respira para dar muerte a Moby Dick.
El guion estaba firmado por un tal… Ray Bradbury, además del propio Huston. Fue un acierto, porque Bradbury supo acercarse a la ciencia ficción de los mares. Más curioso resulta, como recuerda el cineasta en sus memorias, que el hombre que había escrito sobre naves interplanetarias y viajes espaciales le tuviera terror a los aviones y a la velocidad de un auto a 30 km por hora.
Para diseñar las maquetas se contrató al dibujante de cómics Stephen Grimes, que dio a sus bocetos un tono sombrío y alucinado, de cielo plomizo y mar dorado, después alcanzado por el director de fotografía con la mixtura de dos negativos distintos: uno monocromático y el otro en technicolor. Huston no empleaba cualquier color: se esforzaba por llegar a un tono mental, a un estado de ánimo. De lo contrario, prefería el blanco y negro.
En el papel del indígena Queequeg, compañero de arpones de Ismael, el director apostó por un amigo suyo, Friedrich von Ledebur, un conde austríaco que frecuentaba la mansión de Huston en Irlanda y no tenía la más pálida idea de actuación. Le raparon la cabeza, le pusieron lentes de contacto para ocultar sus ojos azules, le estamparon tatuajes en todo el cuerpo y funcionó. De los puros, el cognac y las apacibles charlas frente a la estufa a leña, se fue directo a la cacería de un loco por los océanos.
Orson Welles tiene un momento magistral, tal vez una de sus mejores interpretaciones, en la piel del sacerdote que sube al púlpito —que es la proa de un barco— para dar el sermón de despedida a los marineros y a sus familias antes de embarcar. Welles emplea la parábola de Jonás y la ballena, claro.
Los exteriores —esta fue una película casi exclusivamente de exteriores— se filmaron en Las Palmas de Gran Canaria, en Madeira y en Gales. Y en Gales comenzaron los verdaderos problemas, dice Huston. El mal tiempo y las tormentas demoraban el rodaje. Había días de espera, que el equipo lo pasaba en las tabernas, hasta que el bravío mar se calmase. El Pequod era un viejo navío de 340 metros de eslora que se empleaba como acuario y atracción turística, y ahora estaba precariamente acondicionado para navegar. Contaba con dos capitanes que se peleaban entre sí y eran más ladillas que Ahab. Para ahorrar dinero, la productora había decidido colocar los motores, que deberían estar en el centro de la nave, bajo la cubierta de popa, con lo cual imperaba un espantoso ruido que dificultaba la grabación de los diálogos. Huston se cobraría su venganza. Cuando los enviados de los estudios realizaban sus visitas para saber si se cumplían las condiciones contractuales de rodaje en tiempo y forma, si el director estaba tirando la plata o se había encaprichado con tal o cual cosa, como casi siempre se filmaba en alta mar debían tomar una lancha hasta el barco y gritar sus demandas a una prudente distancia debido al oleaje. Entonces Huston desde la cubierta del Pequod les devolvía: “¡No se escucha!”.
La gran ballena blanca era un enorme aparato de hierro, madera y látex tirado por un remolcador. A esa cosa debía atarse en la escena final Gregory Peck, a esa Moby Dick mecánica, arponeada y herida, que además en su furia debía sumergir verdaderamente al actor durante un tiempo más que suficiente para una estrella que sabe de actuación pero no de buceo. Y Peck lo hizo y lo repitió sin que se lo pidiera Huston. Fue la mejor actuación de su vida. Un hombre cuyo rostro estaba hecho para papeles honrados, sensibles y de buen tipo estaba ahora en la piel salitre de un verdugo bíblico de los mares con una pata de palo.
Más de una vez la ballena mecánica dio problemas, como 20 años después le pasaría algo similar al tiburón de Spielberg. Hay que ver lo que cuesta la magia visual. En una oportunidad, Huston se hartó del atraso y decidió discutirlo con el propio mamífero artificial. Abrió la escotilla del bicho y se mandó para su interior con una botella de whisky.
Moby Dick fue elogiada en su estreno por la crítica pero estuvo lejos de ser un éxito de público. Ya se sabe: el cine está poblado de películas estupendas que no devuelven el dinero a sus inversores. Unos años después Peter Ustinov alcanzaría un nivel similar en los mares —de calidad, porque tampoco dio rédito comercial— con otro texto de Melville gracias a La fragata infernal (Billy Budd, 1962), presentando en el papel protagónico a un muchacho desconocido llamado Terence Stamp y en el del asqueroso contramaestre al curtido Robert Ryan.
Pero dejemos el mareo de los océanos y volvamos a tierra firme. John Huston cierra su libro con lo que haría si tuviera la posibilidad de otra vida:
Pasaría más tiempo con sus hijos.
Ganaría el dinero antes de gastárselo.
Aprendería los placeres del vino en lugar de las bebidas fuertes.
No fumaría cuando tuviera pulmonía.
No se casaría por quinta vez.