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    “Élite” económica culpa de la pobreza a factores como la educación y la falta de ambición, más que a los políticos

    Con base en entrevistas, técnicas de análisis de textos y un experimento de encuesta, una investigadora estudió qué piensan los ricos en Uruguay y otros dos países en cuanto al desarrollo social y económico e impuestos

    Entre las élites económicas de América Latina prevalecen ciertas ideas, aunque con matices. Consideran que el sector privado es esencial para impulsar el desarrollo de un país, y que el empleo y la educación son las principales vías para escapar de la pobreza. Y aunque tienen distintos niveles de apreciación de la capacidad del Estado, creen que desempeña un papel crucial: primero, en la creación de las condiciones para que la actividad privada prospere y, segundo, para darle a la gente servicios básicos en un esfuerzo por igualar oportunidades. Sin embargo, el contexto nacional parece moldear estas visiones de algún modo. En Uruguay, si bien predominan las interpretaciones “estructurales” cuando se habla de pobreza —en factores como la calidad de la enseñanza—, no pocos señalan también razones de tipo “individual”, en particular la falta de valores laborales o familiares, o a un tipo de mentalidad equivocada que les impide a las personas superarse.

    La tesis de la uruguaya Pilar Manzi para doctorarse hace pocos meses en Ciencia Política, por la Northwestern University (Illinois, Estados Unidos), analiza las élites económicas con tres objetivos: describir sus puntos de vista en torno al desarrollo social y económico; descubrir similitudes y diferencias en opiniones dentro y entre países, e identificar las causas que afectan su respaldo o rechazo a determinados impuestos. Sobre ese último punto, ¿están las élites más dispuestas a apoyar un aumento de impuestos cuando el sector privado tiene un papel activo en su administración? ¿Apoyan más un incremento tributario cuando se enmarca como una lucha frente a la pobreza en lugar de contra la desigualdad?, indaga.

    Su investigación se basó en alrededor de 130 entrevistas a integrantes de esas altas esferas económicas, en el estudio de declaraciones públicas mediante técnicas de análisis de texto y en un experimento de encuesta. Abarcó a tres países que representan diferentes niveles de desarrollo social, político y económico en la región: Honduras en los niveles inferiores, México en el medio y Uruguay en los altos. Pero el poder y tamaño de sus propias élites no necesariamente es consistente con esa categorización.

    ¿Quién es la “élite”?

    En las últimas décadas el tema de la desigualdad entró con fuerza en la agenda pública y, tras la crisis financiera mundial de 2007-2008, aparecieron movimientos sociales como Occupy Wall Street unidos detrás del lema “Somos el 99%”. El debate sobre la concentración del capital en manos del 1% más rico de la población se alimentó de los aportes académicos del francés Thomas Piketty y su equipo del World Inequality Lab, así como del Estudio de Ingresos de Luxemburgo, que aportaron datos más detallados sobre la desigualdad en todo el mundo. “En muchas de estas medidas, América Latina se destaca constantemente entre los que más”, si no el espacio más desigual, lo que ambientó, también en la región, la discusión de un “impuesto a las grandes fortunas” o a los “superricos”, enmarca la autora.

    Sostiene que, dado que los ricos tienden a poseer una influencia superlativa sobre determinadas políticas, se precisa entender sus visiones y los factores que pueden perpetuar la desigualdad y obstaculizar el crecimiento inclusivo en la región. De hecho, la llegada a ámbitos de poder político que tienen estas élites quedó clara en una entrevista —que la tesis mantiene anónima— a un “destacado hombre de negocios”: “¿Cómo puedo llegar al gobierno? A través de WhatsApp. Es muy fácil hablar con cualquier presidente. Los invitas a tu casa y vienen”.

    Algunos académicos, como el sociólogo Shamus Khan, definen a los que integran las élites como “aquellos que tienen un control o acceso muy desproporcionado sobre un recurso”, aunque no dejan claro cuánta riqueza es suficiente para tener influencia. Otros utilizan la posición en la distribución del ingreso para definir esto (el 5% o 10% superior de la pirámide) o se centran en la ubicación “posicional” de las personas (por ejemplo, si son directores ejecutivos o integran juntas directivas de grandes empresas). Considerando que el tamaño de la riqueza de los superricos varía de un país a otro, para su tesis Manzi no los definió en términos absolutos, sino que usó clasificaciones que identifican a los miembros más ricos de cada sociedad (como la lista de la revista Forbes para el caso de México). Señala que, teniendo en cuenta los umbrales de ingresos y riqueza calculados por el World Inequality Lab, es seguro que todas las personas que entrevistó se encuentran al menos en el 1% superior de la distribución (y muchas de ellas en círculos aún más selectos) y/o son, en sus países, de los más “exitosos” empresarios.

    Uruguay tiene una élite económica de perfil bajo y riqueza modesta en comparación con la región y el mundo, tradicionalmente asociada a la propiedad de la tierra, pero ahora más diversificada Uruguay tiene una élite económica de perfil bajo y riqueza modesta en comparación con la región y el mundo, tradicionalmente asociada a la propiedad de la tierra, pero ahora más diversificada

    Los tres países analizados son, en sus dimensiones económicas y sociales, muy distintos. Uruguay tiene los niveles más bajos de pobreza (7,2%), medidos por la proporción de personas que viven con menos de US$ 6,85 al día; en Honduras, la mitad de su población es pobre según esta definición.

    Uruguay es el segundo país más igualitario de América Latina y el Caribe por su índice de Gini, Honduras se ubica entre los cinco con mayor desigualdad y México es precisamente la mediana de la región. En términos de ratios de concentración del ingreso, el decil superior hondureño tiene casi 30 veces más ingresos que el inferior, una relación que se reduce a 20 en el mexicano y a 14 en el uruguayo.

    Al describir el origen de las grandes riquezas personales o familiares en Uruguay, Manzi señala que en un principio estuvo asociado al agro, pero luego se amplió a otras actividades. También destaca el crecimiento de la inversión extranjera y la “participación no trivial” del Estado en un país con una “temprana socialdemocracia” y una “retórica profundamente arraigada de una sociedad igualitaria, donde ‘nadie es más que nadie’, y que, por tanto, mira la riqueza con desconfianza, al tiempo que proclama su preferencia por lo social/estatal en las formas de propiedad y producción”. “El resultado es una élite económica de perfil bajo y riqueza modesta en comparación con la región y el mundo, tradicionalmente asociada a la propiedad de la tierra, pero ahora más diversificada, en un entorno propicio para la movilidad social y la alternancia (relativa) del poder económico. (...) Los linajes empresariales que han sobrevivido a través de los tiempos lo han hecho mediante la formación de grupos económicos, a menudo unidos por vínculos familiares”, resume.

    La tesis cita una investigación de Mauricio De Rosa, de la Facultad de Ciencias Económicas y de Administración, para afirmar que, en Uruguay, en términos de ingresos, alrededor de 25.000 personas se encuentran en el 1% superior, que concentra en torno a 17% del ingreso total, así como un estudio del banco suizo UBS, según el cual había 10.200 personas en el país con más de US$ 1 millón (aproximadamente, la población que se encuentra en el 1% superior de la riqueza). En la escala de riqueza, solo hay alrededor de 100 personas con un patrimonio mayor a US$ 50 millones, apunta.

    En comparación con los hondureños y los uruguayos, tanto la concentración del ingreso como de las fortunas acumuladas en México es mayor (el 1% superior acumula el 27% y el 48%, respectivamente).

    Lista y acceso a las élites

    Para seleccionar a los entrevistados en Uruguay, la investigadora utilizó listas basadas en múltiples fuentes, incluida la literatura local sobre élites o grupos empresariales y evidencia periodística, que rechequeó con integrantes de la comunidad empresarial.

    Intentando llegar a ellos, Manzi compartió la lista con contactos personales que potencialmente podrían tener formas de acceso, junto con una carta explicando la naturaleza del estudio. También incluyó algunas frases que justificaban por qué estaba entrevistando a “empresarios exitosos” y especificó que las entrevistas serían anónimas. Otro camino de aproximación fueron las referencias de los propios entrevistados y el envío de mensajes a correos electrónicos describiendo el propósito del contacto.

    El resultado fueron charlas de unos 36 minutos, en promedio. En los tres países pidió inicialmente tres cuartos de hora para hablar, pero alguien le recomendó que el tiempo solicitado fuese proporcional a la riqueza del entrevistado: “Si en Uruguay pediste 40 minutos, aquí (en México) hay que pedir 15”. Con la excepción de un puñado de entrevistados que se mostraron felices de seguir hablando, la gran mayoría se detuvo rondando la media hora.

    Los niveles generales de compromiso con los temas de la entrevista variaron entre países. Entre la élite uruguaya, la gran mayoría comenzó aclarando que simplemente estarían compartiendo sus percepciones (“no soy economista/sociólogo”), pero los hondureños parecieron más familiarizados con las últimas estadísticas de pobreza, probablemente —especula Manzi, quien es profesora-investigadora en la Universidad de Chicago— porque muchos de ellos habían ocupado en algún momento posiciones de liderazgo en las principales asociaciones empresariales.

    Las visiones

    En términos generales, cuando se habla de pobreza, las élites de la muestra tendieron abrumadoramente a asignar la responsabilidad a factores sociales ("estructuralistas") más que a los propios individuos, aunque hay matices.

    El 82% de las personas mencionó, al menos una vez, algún aspecto social como causante de la pobreza (por ejemplo, falta de servicios públicos o corrupción). Esta tasa es similar en los tres países.

    Por otro lado, el 44% señaló una o más razones individuales para la pobreza (como la pereza o la falta de voluntad), aunque esta cifra es más alta en Uruguay (53%) y menor en México (35%).

    Antes se veía la preocupación de los padres de que, aunque no tuvieran muchos recursos, darían todo lo que tuvieran por la educación de sus hijos, tal vez no tanto por sus celulares y sus Nikes Antes se veía la preocupación de los padres de que, aunque no tuvieran muchos recursos, darían todo lo que tuvieran por la educación de sus hijos, tal vez no tanto por sus celulares y sus Nikes

    En ese sentido, subraya la tesis, la élite uruguaya “tiende a centrarse más en las causas individualistas tanto de la pobreza como de la desigualdad” en comparación con las de los otros dos países. Culpa más a factores culturales, como la falta de disciplina, de ambición en el trabajo. Sin embargo, estos factores están lejos de tener el mismo nivel de acuerdo que los factores estructurales (en especial, la educación). “Antes se veía la preocupación de los padres de que, aunque no tuvieran muchos recursos, darían todo lo que tuvieran por la educación de sus hijos, tal vez no tanto por sus celulares y sus Nikes”, manifestó un entrevistado.

    En Honduras, las visiones mucho más estructuralistas de las élites se expresan en su profunda insatisfacción con el desempeño del Estado al brindar asistencia social y con su capacidad para ayudar a las empresas a prosperar.

    Los mexicanos, en cambio, se parecen más a los uruguayos en el sentido de que piensan que se debe poner énfasis en igualar las oportunidades más que los ingresos, y que esto debe hacerse elevando el piso para los pobres. Sin embargo, al igual que los hondureños, también reconocen que existen injusticias en torno a cierta concentración de la riqueza, principalmente vinculadas a la corrupción o a los monopolios facilitados por el gobierno.

    Mientras, el factor de la corrupción en sentido amplio —el deficiente Estado de derecho, la ausencia de reglas claras, la falta del debido proceso, etcétera— está “completamente ausente entre los uruguayos”.

    Alrededor del 25% de todos los entrevistados para la tesis piensa que los niveles de pobreza pueden explicarse por políticas mal diseñadas o implementadas, aunque con importantes diferencias entre los tres países. En Honduras, más de la mitad lo atribuye a este factor estructural, mientras que estas cuestiones se reducen a 21% entre la élite de México y al 12% en la de Uruguay, donde se destaca el respeto a la clase gobernante y las instituciones políticas. “Uruguay es un país muy serio. Hemos pasado por todos los partidos políticos, hemos pasado por todo tipo de presidentes. (...) Pero siempre ha habido una coherencia. (...) Durante años hemos sido una de las democracias más fuertes del mundo”, dijo uno de los consultados para la tesis.

    Al analizar las declaraciones públicas, la mayoría del texto codificado relativo a explicaciones de la pobreza se refiere a condiciones estructuralistas y Uruguay es el país donde más se mencionan los argumentos individualistas (35%).

    Respecto de la desigualdad, casi la mitad de los entrevistados uruguayos minimizan el tema afirmando que no es demasiado alta y, por lo tanto, no es una prioridad. Estas élites a menudo colocan a Uruguay en una perspectiva comparativa mejor que otros países de la región y señalan la ausencia de individuos ultrarricos y la existencia de una clase media extendida: “No quiero parecer frívolo, pero la desigualdad definitivamente no es un problema que el país tenga en este momento”, sostuvo uno.

    De manera consistente con el análisis sobre la pobreza, los uruguayos (66%) tienden a apoyarse más —en comparación con los hondureños y mexicanos— en explicaciones individualistas de la desigualdad: creen que la posición de uno en la distribución del ingreso es en gran medida una consecuencia inevitable de la naturaleza humana o del libre mercado.

    Por otro lado, de las entrevistas también surgió que a las élites en general les molestan los discursos que sitúan a los ricos como los “malos de la ciudad”, responsabilizándolos de la desigualdad y señalando que el problema solo puede solucionarse quitándoles recursos.

    Ricos e impuestos

    En el análisis de las declaraciones públicas, en el caso de Uruguay, Manzi tuvo en cuenta para la búsqueda en Internet una lista que incluyó a empresarios como Alberto Taranto, Carlos Bustin, Carlos Lecueder, Eduardo Campiglia, Gerardo Zambrano, Franciso Casal, Juan Otegui, Juan Sartori, Juan Carlos López Mena, Julio Lestido, Laetitia D’Arenberg, Luis Eduardo Cardoso, Marcos Guigou, Martín Guerra, Nicolás Jodal, Orlando Dovat, Patricia Damiani, Ricardo Weiss, Sergio Fogel y Walter Romay, entre otros.

    La investigación detecta que, cuando las élites hablan, con frecuencia lo hacen de empleo e impuestos (relacionado principalmente con la preocupación por sus efectos sobre la inversión), mucho menos de pobreza, y casi nunca de la desigualdad económica. El contenido de estas declaraciones muestra algunos patrones consistentes con los encontrados en las entrevistas. Por ejemplo, los significados que dan a la pobreza están estrechamente relacionados con la forma en que hablan del crecimiento económico.

    Por otro lado, dado que los impuestos son una política clave para combatir la pobreza y la desigualdad, la autora investigó más a fondo las actitudes tributarias de las élites.

    Las entrevistas sugieren que al menos dos dimensiones importantes explican las justificaciones para rechazar los impuestos: su desconfianza en el Estado y la importancia normativa de la desigualdad del ingreso. Para probar estas afirmaciones, Manzi realizó un experimento de encuesta entre estudiantes latinoamericanos de MBA, una población de futuros líderes empresariales.

    Expuso a los encuestados dos propuestas diferentes de aumento de impuestos, una en la que el sector privado tiene un papel activo en su administración. Luego, varió si la propuesta está formulada para combatir la pobreza en lugar de la desigualdad.

    Los resultados sugieren que las élites económicas están más dispuestas a apoyar iniciativas de mayor carga tributaria cuando las asociaciones empresariales tienen algún involucramiento con su implementación. También revelan que el entusiasmo por utilizar fondos fiscales para financiar a las organizaciones no gubernamentales es bastante bajo. De hecho, los encuestados preferían que el dinero de los impuestos sea destinado a políticas sociales.

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