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    Roberto Saba: "La estrategia hoy pasa con fuerza por la destrucción de la reputación de quienes expresan críticas a los gobiernos"

    “Es posible pasarse el día leyendo solo a quienes piensan como uno sin exponernos jamás a algo diferente (…); algunos creen que esta podría ser una de las causas por las que la democracia está tan amenazada”, señala el especialista argentino en cuestiones de “libertad de expresión”

    Una constante en el siglo XXI de los presidentes en la Argentina ha sido desacreditar las opiniones disidentes, atacar a través de discursos, programas periodísticos, tuits y otras formas a periodistas, académicos, artistas, empresarios y sindicalistas. Desde el Clarín Miente, el programa televisivo 6, 7, 8, los ataques con nombre y apellido por parte de Cristina Fernández de Kirchner y Javier Milei hasta la batalla de troles, los linchamientos verbales a los disidentes del poder han sido una constante en los últimos tiempos. La sensación es que cualquier cosa es creíble, que cualquier cosa es mentira (fake news) y que a la ciudadanía ya no le importa (solo interesa que la inflación baje).

    Sobre ese preocupante fenómeno habló con Búsqueda el abogado Roberto Saba, máster y doctor en Derecho por la Universidad de Yale, profesor de Derecho Constitucional y de Derechos Humanos de las universidades de Buenos Aires y de Palermo, de Argentina, y una voz sensata y analítica para tratar de enternder lo que está pasando.

    —¿Cómo nacieron, cómo fueron mutando y hacia a dónde pueden ir los actuales ataques a la libertad de expresión en Argentina?

    —Históricamente, el método más común de censura consistía en la prohibición lisa y llana de una obra (un libro, una película, un diario) o de un autor (un escritor, un artista, un periodista). Es común en contextos de gobiernos autocráticos observar la prohibición de obras o autores, aunque también han existido y existen situaciones de censura, llamémosla “directa”, bajo gobiernos democráticos. Sin embargo, a medida que la sociedad civil ha reclamado contra estas prácticas y que los tribunales, nacionales e internacionales, han fallado contra los gobiernos censores, se ha vuelto menos común este tipo de censura.

    Sin embargo, la pulsión de algunos gobernantes por silenciar voces, sobre todo voces críticas de su gestión, ha conducido a buscar mecanismos de censura más sutiles, mecanismos que no son percibidos a simple vista como censura, aunque tengan las mismas consecuencias. Uno de esos mecanismos, por ejemplo, es el uso de la publicidad oficial con fines de manipulación de los medios de comunicación. La publicidad oficial es la compra de espacios para publicidad por parte de los gobiernos. En contextos de medios o periodistas necesitados de financiamiento, la publicidad oficial es utilizada como “zanahoria o garrote”: se asigna a quienes apoyan y respaldan la gestión del gobierno y se niega a quienes expresan opiniones críticas. Se le atribuye a un expresidente mexicano, José López Portillo (1976-1982), una famosa frase al respecto que juega con la fonética de las palabras: “No pago para que me peguen”.

    En Argentina la Corte Suprema de Justicia tuvo que decidir un caso relacionado con esta práctica y entendió que, si bien nadie puede argumentar que posee un derecho a recibir publicidad oficial, el retiro de esa publicidad como consecuencia del contenido de una nota periodística debía considerarse “censura indirecta” y hace responsable al Estado por la violación del derecho a la libertad de expresión. La decisión se conoce como “caso Río Negro” y los hechos consistían en que el diario Río Negro había publicado una nota periodística en la que involucraba al gobernador de la provincia de Neuquén en un posible acto de corrupción. Como consecuencia de esa publicación, el gobernador de esa provincia retiró toda la publicidad oficial que venía publicando en el diario.

    La toma de conciencia y la postura crítica de la sociedad civil de este tipo de censura indirecta, sumada a la interpretación de tribunales nacionales (como en Argentina y México) e internacionales, como la Corte Interamericana de Derechos Humanos, ha permitido poner un cierto coto a este tipo de prácticas. Sin embargo, la creatividad de los censores es infinita. La estrategia hoy pasa con fuerza por la destrucción de la reputación de quienes expresan críticas a los gobiernos. La práctica no es nueva, aunque la revolución de Internet y el surgimiento de las redes sociales la ha hecho mucho más corrosiva. La idea de “asesinato de reputación” o character assassination ya era una práctica extendida en la década de 1930 en los Estados Unidos en el marco de las campañas electorales y se convirtió en una categoría de estudio académico en la década de 1950. Con el surgimiento de las plataformas de Internet, el fenómeno ha vuelto a ser materia de estudio académico, sobre todo desde hace unos 10 años.

    Tengo que aclarar algo que está implícito en lo que dije: todas estas formas de censura han existido siempre y siguen coexistiendo pero, gracias al relativo éxito que hemos tenido en las campañas contra la censura directa, otras formas de censura más sutiles han ido surgiendo, aunque eso no implica que no haya libros, autores o temas prohibidos incluso en democracias hoy en día.

    —La gran mayoría de los medios de comunicación de la Argentina dependen de la pauta pública. ¿Es posible escapar a esa trampa?

    —El tema del financiamiento de los medios de comunicación es un tema urgente y complejo. Como también lo es el financiamiento de las universidades, de las ONG y de los partidos políticos. Todas estas instituciones realizan tareas centrales para la democracia y, sin embargo, no siempre hay gente dispuesta a financiarlas. Diferentes medios en el mundo han experimentado y siguen experimentando formas alternativas de financiamiento. La revolución de Internet presenta un serio desafío para los medios, pero también brinda algunas oportunidades que pueden traducirse en financiamiento. Lo que creo está fuera de discusión es que la publicidad oficial no puede ser el método de financiamiento de los medios. Puede ser una vía de ingreso más, pero solo si el origen de esa publicidad es la genuina necesidad de un gobierno de difundir algún contenido. La publicidad oficial no es un subsidio ni nadie tiene un derecho a que el Estado compre espacios publicitarios en sus medios.

    —No solo los políticos en cargos ejecutivos, también existen intelectuales, empresarios, deportistas y artistas que hacen abuso de su fanatismo y utilizan su influencia para justificar cualquier defensa o ataque a gente que opina a favor o en contra, de acuerdo sus afinidades o intereses. ¿Se volvió una guerra de todos contra todos? ¿Hay salida?

    —Hay bastante evidencia de que el debate público se ha enrarecido enormemente con el surgimiento de las redes sociales. La posibilidad de aplicar filtros y elegir lo que leemos o a quién leemos puede conducir a la generación de lo que se llaman burbujas informativas o de opinión, que a su vez nos llevan a dialogar casi exclusivamente con quienes estamos más o menos de acuerdo. Algunos creen que este fenómeno de los filtros y las burbujas nos conduce a dos problemas graves para la democracia: la radicalización, pues cuando interactuamos con gente afín corremos el riesgo de incentivarnos mutuamente a ser más radicales en nuestras posiciones, y la polarización, pues tendemos a considerar que solo quienes forman parte de mi burbuja están en lo correcto y quienes están en las otras burbujas están equivocados. Si esto es así, no hay diálogo o deliberación posible entre quienes piensan diferente, y eso es el fin de la democracia como proyecto de autogobierno colectivo de una comunidad diversa y plural. Es cierto que antes de la revolución de Internet la gente leía el diario que expresaba ideas o información más o menos en línea con su propia visión del mundo. Los liberales y progresistas (en mi diccionario son sinónimos) leían diarios liberales y los conservadores leían diarios conservadores, pero los buenos periódicos estaban más o menos obligados a informar sobre un menú variado de temas e incluso a dar espacio a quienes no pensaban exactamente igual que la línea editorial. De algún modo, nos veíamos forzados a exponernos, aunque sea un poco, a la diferencia. Eso cambió para peor con las plataformas y, a menos que en un acto de ciudadanía consciente leamos a quienes expresan ideas con las que no estoy de acuerdo para comprender su punto de vista y abrirme a ser eventualmente convencido, hoy es posible pasarse el día leyendo solo a quienes piensan como uno sin exponernos jamás a algo diferente. Este problema de la dificultad de la deliberación entre quienes piensan diferente, central para la democracia, desvela a los teóricos y filósofos políticos; algunos creen que esta podría ser una de las causas por las que la democracia está tan amenazada en tantas partes del mundo por quienes expresan voces radicalizadas y antisistema.

    —¿Qué ocurre y qué ocurrió en este siglo con el acceso a la información? ¿No forma parte de ninguna plataforma política y la ciudadanía pareciera estar desinteresada por este tema?

    —El acceso a la información pública, esto es, el acceso a la información en poder del Estado, cobró impulso en América Latina a partir del comienzo del siglo XXI, sobre todo como consecuencia de la demanda de transparencia como estrategia para combatir la corrupción. Si bien ya existía legislación que regulaba el derecho de acceso a la información pública en otros países (Suecia, desde 1766, o Estados Unidos, desde 1966), este tipo de legislación o incluso la conciencia ciudadana de poseer un derecho a acceder a la información pública no existían en nuestra región. A partir del 2000 se inició una campaña muy fuerte desde la sociedad civil de muchos países de América Latina por contar con leyes de este tipo, y al día de la fecha se han sancionado más de 20 leyes de acceso a la información en nuestra parte del mundo. Pero aprobar estas leyes no es el final del camino sino el comienzo. Las leyes son instrumentos necesarios, pero no suficientes, para acceder a la información.

    Se requiere también una sociedad civil que utilice ese instrumento y Estados dispuestos a obedecer esas normas. Es verdad que en general los gobiernos son reticentes a dar información, porque la información implica control y son pocos los gobernantes que están dispuestos a someterse a ese control, pero allí es donde intervienen los ciudadanos, reclamando por información y llevando sus casos ante los tribunales cuando se les niega. En la región son varios los tribunales supremos que han reconocido este derecho, y la misma Corte Interamericana de Derechos Humanos ha reconocido el derecho de acceso a la información pública en el famoso caso Marcel Claude Reyes vs. Chile (2006). Es cierto que en la actualidad son pocos los políticos o los gobiernos que tienen el tema del acceso a la información como una prioridad en sus agendas, pero no creo que la ciudadanía se haya olvidado de esta importante agenda. El mero hecho de que usted me pregunte sobre la cuestión es algo que hubiera sido impensado antes del año 2000. Hoy son muchos los periodistas y activistas de la sociedad civil que utilizan este tipo de legislación para reclamar información y en muchos casos la obtienen. Cuando no la consiguen, muchos litigan en tribunales y los jueces obligan a los Estados a dar la información. Es correcto afirmar que no hay un movimiento social que tome las calles reclamando por este derecho, pero hemos avanzado mucho en las últimas dos décadas. Aunque esto no quiere decir que estemos bien y que ya no haya que luchar por una mejor implementación de este tipo de normativa, que no debamos educar a la ciudadanía para que ejerza su derecho a la información o que no debamos forzar a los jueces a tomar decisiones que obliguen a los gobiernos a brindar información.

    —La denuncia de Fabiola Yáñez al expresidente Alberto Fernández por violencia de género, que provocó el más o menos unánime rechazo de todos los sectores políticos y sociales, se transformó en otra oportunidad para que el presidente Javier Milei atacase a un sector del periodismo (a los que identificó como cómplices de la violencia por ocultar información) y de la sociedad, además de respaldar la decisión del cierre del Ministerio de la Mujer con la denuncia contra el expresidente. ¿Qué opinión le merece?

    —Como mencioné antes, un modo de silenciar a la prensa o de influir sobre las audiencias para que no les crean a los periodistas críticos de los gobiernos ha sido el de atacar la reputación de los periodistas o de los medios. De algún modo, este tipo de “crítica” a los periodistas es lo que se llama una “falacia ad hominem”: atacamos al mensajero, pero no decimos nada sobre el mensaje. Es curioso que el presidente, quien ha señalado el recurso a esta falacia en muchas oportunidades cuando lo han criticado, incurra en el mismo error que impugna. Creo que esta situación que usted menciona, como otras, ha sido utilizada para continuar con la estrategia de silenciar o desprestigiar al mensajero, que es otra manera de silenciar la crítica y, en definitiva, de debilitar el debate público, precondición necesaria de toda democracia.