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Lo que en Uruguay no siempre logramos entender es que esos patrimonios que admiramos no surgieron por la mera acumulación de unas piedras sobre otras sino como resultado de proporcionar contexto y sentido a esa acumulación
El domingo pasado, a la nochecita, fuimos a Malvín para hacer uno de los recorridos de Montevideo Sonoro. Dotados de auriculares de alta calidad y acompañados por docenas de otros melómanos recorrimos el barrio. Como zombis luminosos (los auriculares tienen una lucecita azul), cruzamos sus calles escuchando canciones que se vinculan con su historia, su gente y su idiosincrasia. Todo esto con la guía del periodista Carlos Dopico que, a través de esos mismos auriculares, va narrando los avatares del barrio y de las músicas que suenan, siempre con su estilo informado y a la vez informal.
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En la breve charla que dio en el arranque, que fue en el Molino de Pérez, Dopico deslizó la idea de que estos recorridos tecnológico-musicales que se vienen haciendo por distintos barrios de Montevideo, son una forma de construir patrimonio. ¿Cómo? Sacando lo que es memoria y conocimiento personal del interior de cada uno y convirtiéndolo en experiencia conjunta. Transformando en material social y colectivo lo que en un principio es material individual. Esa es una forma dinámica de entender el patrimonio, al que por lo general solemos percibir como la preservación de alguna estructura antigua o algún vestigio del pasado que, por razones que no siempre son explicitadas, se suponen valiosos.
En realidad el patrimonio es una construcción, un proceso, y por lo tanto es algo vivo, algo que se va desarrollando como resultado de una voluntad. Por supuesto, en el delineado de esa voluntad intervienen académicos, políticos y ciudadanos en general. Y quizá sea por eso por lo que es difícil contar con una versión operativa de esa voluntad: demasiada gente con ideas que no siempre concuerdan y que se acercan al asunto desde distintas agendas de intereses y perspectivas. Sin embargo, y por más que a los uruguayos nos cueste tener una idea manejable, la cuestión patrimonial está muy lejos de estar arrancando. Hace casi doscientos años, a mediados del siglo XIX, el arquitecto Eugène-Emmanuel Viollet-le-Duc encaró la reconstrucción de la Ciudadela de la ciudad de Carcassonne, abandonada desde la Edad Media, con la intención de recuperarla en explícitos términos de patrimonio.
Desde ese entonces la idea no ha dejado de evolucionar, abarcando también aspectos inmateriales, como algunas prácticas o tradiciones culturales. O algo no inmaterial pero sí perecedero, como ciertas comidas por ejemplo. Esto es, no es que Uruguay tenga que ponerse a inventar una definición de patrimonio. De hecho, la Ley N° 14040 del año 1972 y con la que se crea la Comisión del Patrimonio Histórico, Artístico y Cultural de la Nación propone una serie de definiciones sobre qué cosas deben ser consideradas patrimoniales y preservables. Vista a la distancia de más de cincuenta años, es claro que la redacción se apega bastante a las definiciones socio culturales de entonces y que entiende el patrimonio esencialmente como preservación del pasado. Más aún, la comisión funciona como un órgano asesor que da recomendaciones pero al que, en esencia, no es necesario darle demasiada pelota. Por supuesto, es indispensable su existencia pero leyendo sus potestades, parece quedarse corta.
De hecho, es evidente que a pesar de las mejores gestiones que pueda hacer esa comisión, las dinámicas están siendo claramente negativas para la construcción de un patrimonio a la manera de ese que admiramos cuando viajamos. España, Francia o México, por ejemplo, muestran cómo el patrimonio puede ser algo mucho más relevante que el cuidado de unas piedras viejas que alguien intenta mover para hacer un shopping. Son buenos ejemplos de cómo ese patrimonio de las piedras y los objetos se han dado la mano con una narrativa poderosa sobre el sentido y dirección que estas pueden y deben tener en el presente y, sobre todo, en el futuro cultural. Porque lo que en Uruguay no siempre logramos entender es que esos patrimonios que admiramos no surgieron por la mera acumulación de unas piedras sobre otras sino como resultado de proporcionar contexto y sentido a esa acumulación. Y que ese sentido no es uno que tenga que estar asociado a las pérdidas económicas o la negación del progreso.
Un ejemplo: en el barrio del Eixample de Barcelona, desarrollado a partir de mediados del siglo XIX, no es posible construir más de cinco pisos de altura y las fachadas de los edificios originales no pueden ser modificadas. Esta es la forma de preservar la fisonomía de un barrio que, en su momento, fue considerado un portento del urbanismo europeo y que sigue siendo uno de los más habitables de la capital catalana. Dentro de ese barrio se encuentra la Ruta del Modernismo, que recorre un puñado de edificios emblemáticos de esa escuela de comienzos del siglo XX y que es uno de sus más poderosos atractivos turísticos, con todo el ingreso que eso genera para la zona. Se puede preservar, construir un relato patrimonial atractivo para el turismo y los habitantes de la ciudad y, cosa que nos parece increíble a los orientales, hasta ganar plata en el proceso.
Dos ejemplos uruguayos en el sentido opuesto: llevamos dos décadas dejando venir abajo la Estación Central, abandonada exactamente cuatro años después de que su autor, el ingeniero Luis Andreoni, fuera homenajeado en el Día del Patrimonio. ¿Es posible imaginar una ironía más cruel y estúpida? País de recursos escasos, ¿nos podemos dar el lujo de dejar venir abajo un equipamiento sobresaliente como ese? Aparentemente, sí. Ojo, en 2018 y para el Día del Patrimonio, abrimos la Estación y fue visitada por un montón de gente. Como quien visita los huesos de un dinosaurio en un museo. Y esa parece ser la cortísima visión que hemos logrado construir en treinta años de celebrar ese día. De la idea de tener un patrimonio que nos permita proyectarnos a futuro, de manera sostenible y con un relato que nos implique a todos, no hay noticia.
Segundo ejemplo: hace un par de años la Administración Nacional de Puertos llevó a cabo la renovación y ampliación del Puerto de Piriápolis. El lugar quedó bárbaro y de inmediato fue integrado por la población y los visitantes como parte del circuito de paseo de la ciudad. Cruzando la rambla, a cuatro pasos, está el edificio de la vieja aduana del puerto, construido por los arquitectos Alberico Ísola y Guillermo Armas, autores también del maravilloso Palacio Rinaldi que está enfrente al Palacio Salvo. El edificio, que pertenece al Ministerio de Economía y Finanzas, está tapiado y no tiene la menor protección patrimonial, por más que esta ha sido solicitada por ediles, diputados y personalidades varias a lo largo de los años. Podría ser un estupendo museo de la ciudad pero esa idea no está en el mapa de nadie.
¿Qué es lo que nos impide ver el valor de lo que ya tenemos? No lo sé pero supongo que se vincula a una mirada típica del subdesarrollo, en especial del subdesarrollo cultural, que solo ve cosas valiosas en lugares que considera prestigiosos, como Estados Unidos o Europa y que es incapaz de reconocerse en lo que efectivamente tiene. Sin un contexto y una idea de futuro, el patrimonio será siempre solo parte de aquello que fuimos y nunca parte de aquello que queremos ser.