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    El miedo a la destrucción creativa

    Uruguay precisa animarse a innovar y a competir mucho más, aceptando que algunos quedarán por el camino y que, si se les dan las condiciones óptimas, surgirán nuevos empujando el crecimiento

    La historia de la humanidad muestra que, a pesar de importantes descubrimientos que en ocasiones condujeron a mejores condiciones de vida y mayores ingresos, el crecimiento económico siempre se estancó. La expansión más o menos sostenida es un fenómeno relativamente novedoso. La distinción con el premio Nobel de Economía al estadounidense-israelí Joel Mokyr, el francés Philippe Aghion y el canadiense Peter Howitt por sus investigaciones —basadas en aportes previos de Joseph Schumpeter— sobre cómo la innovación y la tecnología son motores del crecimiento a largo plazo trajo algunas reflexiones acerca del Uruguay y sus obstáculos: salvo algunos períodos excepcionales, ayudado muchas veces por el contexto externo, el ritmo de expansión económica promedio de nuestro país ha sido mediocre.

    En redes sociales, un economista señaló que “parte de los problemas de baja productividad y bajo crecimiento económico de Uruguay tienen justamente que ver con la resistencia a la destrucción creativa (‘creación destructiva’) y temas relacionados”. Otro, más escéptico, acotó que la economía de mercado se basa en la competencia, el anonimato y la confianza en instituciones impersonales, y que ello “es imposible en un país” donde “prima la lógica de la aldea” que “sepulta por completo la aplicación de cualquier criterio de productividad o eficiencia económica”. En la misma línea, pero no tan duro, un empresario observó que “el uruguayo es culturalmente muy reacio a la destrucción creativa. Favorecemos la estabilidad y protección por sobre la adaptación y los cambios”.

    En declaraciones a Búsqueda a propósito de los premios Nobel, el ministro de Economía, Gabriel Oddone, interpretó que la inestabilidad macroeconómica que vivió Uruguay “durante muchos muchos años favoreció la existencia de agentes económicos con un horizonte corto de tiempo”, una lógica que, según su interpretación, ha ido “desapareciendo en los últimos 40 años y en particular en los últimos 20”, al forjarse una mayor certidumbre macro y determinada estabilidad institucional. Ciertamente, esos han sido pasos positivos dados en un mismo rumbo por gobiernos de distintos partidos, aunque, lamentablemente, sigue enraizada en parte de nuestra sociedad la creencia de que la apertura comercial es perjudicial, que hablar de productividad es un lenguaje de los empresarios, que desregular o desindexar en todos los casos es dañino para los trabajadores, y que siempre es mejor un Estado interventor que un sector privado pujante.

    Esas creencias perpetúan las actitudes adversas al riesgo, que son las predominantes —aunque, es justo decirlo, también hay casos exitosos de emprendimientos innovadores en varios rubros—. Como señaló en su momento el economista Ricardo Pascale, Uruguay se ubica “extremada y peligrosamente alejado de la economía del conocimiento” que domina el mundo actual.

    Por supuesto que, desde el punto de vista social, es mejor reducir los daños que derivan de la destrucción creativa asociada al cierre de una empresa. Pero otra cosa es cuando, muchas veces por preservar empleos, se usan como respirador créditos o subsidios directos o indirectos para prolongar la vida a actividades económicamente inviables.

    Nuestro país precisa animarse a innovar y a competir mucho más, aceptando que algunos quedarán por el camino y que, si se les dan las condiciones óptimas, surgirán nuevos empujando el crecimiento. No asimilar esto es una actitud autodestructiva.