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    El Papa de los ateos

    Jorge Bergoglio, el porteño hincha de San Lorenzo, fue el argentino más importante de la historia y, sin pecar de la soberbia que muchas veces nos caracteriza a los argentinos, quizás también el latinoamericano más importante y con seguridad el más influyente

    Columnista de Búsqueda

    Soy ateo, hijo de ateos, educado en el casi obligado catolicismo de Argentina en las décadas de los sesenta y setenta. Estudié y sé mucho de la religión católica porque me apasiona. Me apasiona su humanidad llena de virtudes y de vicios repugnantes. Me apasiona que sea la columna vertebral de la gran reserva intelectual, ética y creativa de Occidente: América Latina. América Latina entendida no como la ficción de la Patria Grande, lamentosa y oprimida (la historia ya la conocemos), sino como fuente fresca y enérgica de creatividad y vida, en un Occidente modo sajón que no para de implosionar.

    Culpas y recriminaciones acumula el catolicismo, cuya institución, la Iglesia, y su nave nodriza el Vaticano, muchas veces las merecen por haber sido cómplices —por acción o inacción— de algunas de las peores bajezas de la humanidad: las dictaduras militares, los abusos a niños, las estafas financieras (la codicia), la estigmatización de los homosexuales, de los divorciados, la degradación de la mujer, y muchas más. Dante llenó el Infierno de la Divina comedia con papas desde el vamos. Pero ¿cuántas religiones, ideologías o creencias políticas son tan modernas hoy que aceptan las críticas más feroces sin siquiera amagar con venganzas divinas, carnales o virtuales? ¿Cuántas creencias, ideologías o religiones prefieren atravesar el camino de la vergüenza, confesar el horror de sus actos pasados y presentes y pedir disculpas por las atrocidades infringidas en lugar de convivir con el secreto de los crímenes cometidos?

    Jorge Bergoglio, el porteño hincha de San Lorenzo, fue el argentino más importante de la historia y, sin pecar de la soberbia que muchas veces nos caracteriza a los argentinos, quizás también el latinoamericano más importante y con seguridad el más influyente. El proceso de humanización de la Iglesia comenzó cuando Benedicto XVI renunció en vida y salud a su pontificado. Un hombre, no un Dios, heredó el cetro de Pedro. Francisco tomó la posta y cimentó las bases de una nueva Iglesia, esa que es manejada por seres humanos expuestos a las tentaciones, frágiles, seres humanos que dudan, que sufren, que se equivocan y que piden perdón. No es Dios el ventrílocuo que habla a través de su muñeco papal, sino hombres que asumen el riesgo de interpretar y comunicar el mensaje divino.

    Los gestos que marcarían el papado de Francisco no se hicieron esperar: Francisco, el de los pobres; Francisco, el arzobispo de Roma que, además, es papa. La elección de un cuarto común en Santa Marta en lugar de la suite imperial; su primer viaje apostólico a Lampedusa, el lugar que representa la fragilidad de los inmigrantes del Mediterráneo, los que perdieron todo, los que con su sola presencia evidencian la perversión del poder; su humilde cruz de plata, la que llevó siempre pegada a su pecho, lejos del oro y las piedras preciosas.

    Francisco en 12 años dignificó una iglesia corroída en sus cimientos. Visibilizó a las minorías nombrándolas por su nombre, como hizo Dios al crear el mundo nombrando cada cosa por su nombre (Génesis). Se enfrentó a los extremismos sin distinción de credos, razas o ideologías, comenzado por los extremismos internos de su propia Iglesia y de los países cristianos. Fue el grito de las periferias, la voz orgullosa y rebelde de Latinoamérica, firme, independiente, original, autóctona, creativa, sin lamentos. Su cruzada fue combatir la globalización de la indiferencia.

    Siempre pensé que su sueño era morir como un mártir, predicando con el ejemplo. Con Francisco, el Vaticano dejó de ser una ONG, un partido político y una agencia de viajes, porque sus viajes fueron peregrinaciones profundas a las heridas más grandes del mundo, y no simple turismo. Soy un ateo que hoy está muy triste y con miedo. El próximo cónclave decidirá qué Santísima Trinidad seguir, si la de Dios, Jesucristo y el Espíritu Santo, o la de esta nueva versión del poder que distorsionó los valores de la política, las finanzas y la tecnología, mostrando una sociedad empecinada en regresar al Medioevo. No hace falta aclarar que la abrumadora mayoría de las veces la Iglesia no optó por la primera; no por nada, los siete pecados capitales como fueron definidos por Gregorio Magno nacieron y crecieron en los monasterios. Cuántos papas habrán leído el cartel de recepción con el que inicia el canto tercero del Infierno de Dante, el de la puerta del infierno: “Por mí se entra a la ciudad doliente, por mí se entra al dolor eterno (…) dejen toda esperanza los que entran”.

    No puedo, como argentino, olvidarme de la reacción política que generó su sorpresivo nombramiento. Cristina Fernández, hasta entonces enemiga de Bergoglio, pero muy católica, estaba en Tecnópolis recitando alguno de sus interminables discursos de adoctrinamiento y simplemente mencionó que el nuevo papa era latinoamericano. Los simpatizantes y dirigentes del Pro (el Pro, ese partido político que se sentó en el sillón de Rivadavia antes de ser elegido y que hoy es una bolsa de gatos que pelean por un consorcio) veían en el papa al nuevo líder de la oposición, que además fascinaba con su aura mesiánica que tanto nos gusta a los argentinos, al que Dios había enviado para acabar con el kirchnerismo, el mal de los males, algo que ellos no podían a fuerza de escasez de ideas y de propuestas (la única oposición en la Argentina de esos días era Jorge Lanata, que solo hacía su trabajo de periodista).

    ¡Qué incapacidad tenemos los argentinos de valorar la grandeza de nuestros compatriotas y con qué facilidad nos quedamos sentenciándolos a fuerza de nimiedades! Esa pequeñez que durante 12 años en lugar de ver al líder de 1.300 millones de católicos, al hombre que revivió una institución que se derrumbaba, que marcó una agenda alternativa en un mundo huérfano de lideres, se quedó con su militancia peronista en la juventud. Borges, Maradona y Atahualpa Yupanqui corrieron el mismo destino. Como dijo alguna vez Alejandro Dolina hablando de Maradona: en un país donde somos todos cinco puntos, no aguantamos a un diez.

    Francisco es el primer papa de los ateos, el que intentó limpiar las manchas del Vaticano en el siglo XX, el que nos demostró que la cultura latina y católica puede ser muy moderna. Una cultura hecha por hombres vulnerables, no por dioses intocables y moralizantes. Si Dios existe, seguramente sonrió durante estos 12 años.