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Este nuevo mundo, que en el fondo no es más que la continuación de la cultura gatopardiana, esa que dice que es necesario que todo cambie para que todo siga igual, va demasiado rápido, hasta para un iluminado por las fuerzas del cielo y el alma de su perro muerto como Javier Milei
El 22 de febrero de 1979 se estrenó una de las películas más bellas y poéticas de la historia del cine: Ensayo de orquesta, de Federico Fellini. La película muestra las relaciones íntimas, las tensiones, las envidias, los egos, las vanidades, las bajezas, y la desesperación por el reconocimiento y la gloria de los miembros de una orquesta sinfónica. Como toda película, es un mundo exagerado, irrepetible en la realidad, pero que la explica desde un lugar que la propia vida no estaría en condiciones de hacerlo, porque una obra de arte no es otra cosa que concentración profunda de la vida, la que no podríamos tolerar si tuviésemos que sentirla en todo su espesor y sus detalles, a cada instante. Es por eso que aparecen los analgésicos, esos que la vuelven tolerable, desde un vino con amigos, los viajes, la televisión, la música, el arte en general, el deporte, el juego, los fármacos, la fe, Dios y todo lo que se quiera agregar para que nuestro día a día nos haga olvidar de la única certeza que tenemos, es decir, que estamos de paso por acá y por muy breve tiempo.
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Todo es verdad, no hay mentiras ante la magnitud inasequible de la existencia, solo matices. Mucho antes, Italo Svevo (Trieste, 1861-1928), uno de los escritores más importantes, influyentes y conocedores de eso que se llama la clase media, la burguesía, escribió una obra maestra del cuento: Un corto viaje sentimental. El cuento narra un viaje en tren entre Milán y Trieste que el protagonista realiza sin su mujer y sin su hijo, en un acto que representa para él la máxima expresión de libertad a la que podía acceder sin violar las normas de moral y conducta que una sociedad extremadamente politizada por el Estado y la Iglesia católica le permitía. ¡Somos libres! Pero no más que esto. En el viaje se cruza con muchas de las situaciones posibles que la cotidianidad de aquella clase media podían presentar, como en prueba de orquesta. Cada compañero de viaje no es una persona, es un acontecimiento.
El escritor Svevo fue el último eslabón de una familia de industriales en la siempre disputada ciudad de Trieste, entre la entonces Yugoslavia e Italia, la menos italiana de las ciudades, la más multiétnica de Europa, una especie de Venecia del Renacimiento, pero más lenta, más eslava, que fue casa de James Joyce, profundo admirador de Svevo. Fue también cuna del formidable escritor Claudio Magris y ciudad de nacimiento del mejor boxeador italiano de todos los tiempos, Nino Benvenutti, campeón mundial y olímpico de los pesos medios, Dios de Italia, fenómeno de belleza y enorme deportista al que Carlos Monzón le arrebató el título con un KO furibundo en Roma, en 1972. Las campanas de San Justo, que Luciano Pavarotti inmortalizó, son la música de esa ciudad que representa la vuelta a la dignidad de Italia, después de la doble humillación sufrida en las dos guerras mundiales: triunfante y traicionada por Francia, Reino Unido y Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial, derrotada y llena de oprobio en la segunda (más allá de la gloriosa historia de la única, verdadera y efectiva resistencia de ese conflicto al son de Bella ciao, y de la gloria de sus hombres rana una vez que Italia decide abandonar el eje).
¿Pero de qué tratan en el fondo estas dos obras de arte? Del tiempo y de la paciencia que las relaciones humanas necesitan para desplegarse, tan concentradas y apretadas que están en la brutal exigencia de existir en un tiempo-espacio efímero entre infinitas posibilidades de otros tiempo-espacio.
Escribo este artículo desde un tren en Italia, único punto en común con Italo Svevo y Federico Fellini. Llegué a Milán en tren desde Zúrich, fui y volví a Nápoles desde Milán en tren. Fui allá a la Scala tres veces, dos a escuchar la Décima sinfonía de Mahler y una a ver La valkiria de Wagner, y una vez al San Carlo de Nápoles a ver Romeo y Julieta de Gounod. Escucho ópera desde muy chico, por mi padre italiano. Entre 2005 y 2006 fui jefe del gabinete artístico del Teatro Colón, en práctica, vicedirector artístico del teatro en la última gran dirección que tuvo el Colón, la de Marcelo Lombardero. Desde 2006 que no volvía a un teatro a escuchar una sinfonía o una ópera. Atravesar la primera media hora de Mahler fue un incómodo y no tan corto viaje sentimental. Qué había pasado para que algo que veinte años antes me afectase y me interrogase en lo más íntimo ahora fuese una experiencia tan áspera como escuchar reguetón o alguna de sus variantes. Entonces se produjo la magia una vez más, y volví a conectar. Necesitaba tiempo, tiempo para que lo humano surgiera, tiempo lejos del tormento de las redes sociales, del WhatasApp, de las noticias, solo eso. Como atravesar ciudades, pueblos y fronteras suavemente, de a poco, en un tren, anticipando paisajes y dejándolos ir como suspiros.
En el medio, Javier Milei y su gente, incluido el periodista que lo entrevistó en una guionada ayuda para explicar lo inexplicable, protagonizaron el show más siglo XXI versión tecno-mediática-política que se pueda presenciar en vivo. Es lo grotesco y enfermo de la política y la vida online, esa que nos habla de honestidad, de blockchain, de transparencia, de una batalla cultural contra la ordinariez del hombre común, esa gente ordinaria de un mundo que debe desaparecer, que tiene como ídolos a personajes frágiles y llenos de defectos, como el Diego, el Pistolero Suárez, Rubén Rada, Jaime Roos, la Vela Puerca…. Contra esos que no creen que Elon Musk y su X sean lo mejor que le pasó al mundo, ese nuevo, enérgico, muy masculino (Zuckenberg, lo quiero así) mundo de metaversos, de emprendedores (extraño a los industriales y a los empresarios, mucho), de avatares para los que hasta la misma vida es fungible, se dan situaciones que ni los guionistas de Black Mirror hubiesen imaginado.
Este nuevo mundo, que en el fondo no es más que la continuación de la cultura gatopardiana, esa que dice que es necesario que todo cambie para que todo siga igual, va demasiado rápido, hasta para un iluminado por las fuerzas del cielo y el alma de su perro muerto como Milei. Es raro porque dicen que le gusta escuchar ópera todos los miércoles en Olivos. Pero la inteligencia emocional, la inteligencia, no es para cualquiera. Quizás estos pistoleros seriales (por la velocidad con la que desenfundan en X) deberían de vez en cuando hacer un viaje en tren, leer un libro o ver una película clásica, esas cosas que necesitan de un poco de paciencia y, por qué no, de aburrimiento, que carecen de golpes de efecto. Pero si eso es un lugar muy lejano, quizás alcance con un curso de meditación trascendental, muy new age, muy light, aunque seguramente menos tóxico que esta adicción tecnopolítica que los abruma y los hace dejar en evidencia que los “malditos K” no eran únicos en su especie, simplemente utilizaban bolsos de cuero en lugar de promover la cripto $libra, más efímera que una mariposa pero sin su belleza.
Ya que estamos, en una excelente entrevista realizada en Búsqueda, hace dos semanas, un personaje del conservadurismo porteño que representa muy bien la visión del nuevo mundo, aconsejó a los uruguayos que mirasen lo que estaba haciendo Milei porque estaban perdiendo un poco el rumbo. Coincido, miren a Milei, pero para seguir siendo cada día más uruguayos, porque el nuevo mundo virtual está sobrecargado de oscuridades, esas que Fellini y Svevo denunciaban con arte y que los adictos a Elon jamás comprenderían; los entiendo, el viejo mundo de emociones carnales tiene muchos caracteres.