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    Hambre

    Hay películas que tratan el tema culinario, la comida y la bebida como centro o gran disparador de otros temas; hay películas que dan hambre, y aquí se ofrecen un puñado de ejemplos

    POR

    Hay películas que dan hambre. ¿Hambre de buen cine? Sí, claro. Son películas que conducen a ver otras, no digo inmediatamente, pero sí con un considerable impulso: dan ganas de ir a un producto particular porque de algún modo se ha activado el botón que a eso nos lleva. Veo una película de ciencia ficción misteriosa y sugerente, casi con ribetes metafísicos (algo muy difícil de encontrar en el menú), y al instante clamo por Stalker, porque es insuperable. O veo una de terror potable —también difícil de encontrar— y añoro El exorcista, porque es insuperable. Y me prometo que veré solo un par de secuencias de estos clásicos y los termino viendo otra vez, de cabo a rabo, enteritos.

    Pero con “hambre” me refería a las películas que tratan precisamente el tema culinario, la comida y la bebida como centro o gran disparador de otros temas. Y voy con un puñado de ejemplos que me parecen esenciales.

    Ratatouille (2007), la animación de Disney, tiene como héroe a una rata chef que cocina como los dioses. En el salón se encuentra el crítico gastronómico avinagrado al que todos temen, ese al que no le viene bien nada, que no se conmueve con nada, hasta que prueba un bocado del plato especial de la rata y en un soberbio primer plano, inolvidable, su rostro sufre una inmediata transformación que lo ablanda y lo lleva a un sabor perdido de su infancia. El gusto y el olfato, los dos sentidos más debilitados del ser humano, como la llave maestra de la memoria.

    Para los usuarios de Netflix, hay un ejemplo que se titula precisamente Hambre (2023), del tailandés Sitisiri Mongkolsiri, sobre una cocinera que pasa del chiringuito familiar en el que prepara unos fideos muy ricos, a trabajar bajo los órdenes del más despiadado de todos los chefs. La historia es un poquito cuadrada, pero resulta una buena radiografía del chef como el líder autoritario, como el dictador que te dice que en la cocina no hay democracia. El momento más ambientado ocurre en un salón de fiesta para ricos, cuando el chef hace bajar desde el techo una res entera, a la que condimenta con violentas pinceladas como si fuese un artista plástico abstracto, para que a continuación los comensales se lancen a devorar la carne cual miserables caníbales.

    La más fina en materia de recetas y de gusto cinematográfico es La fiesta de Babette (1986), de Gabriel Axel. Allí, en un perdido pueblito danés, una cocinera interpretada por Stéphane Audran decide devolver a los pueblerinos, como gentileza por la hospitalidad recibida, una auténtica cena francesa. La sopa de tortuga, las codornices al sarcófago, los quesos y los vinos… y todo para unos palurdos religiosos que terminan la cena absolutamente violentados en el buen sentido.

    Italia no puede faltar en materia culinaria. Y para eso nada mejor que Big Night (1996), de Stanley Tucci y Campbell Scott, en la que dos hermanos que dirigen un restaurante pequeño organizan una comida para darle publicidad al local. La excusa será la presencia de un gran cantante, que por supuesto nunca llega a la cita. Madre mía, lo que son esos platos y la cogorza concomitante que se llevan los invitados. Dicho sea de paso, hay una estupenda serie documental de Tucci que se puede ver en DirecTV sobre la cocina en las 20 regiones de Italia. Te dan ganas de tener en la mesa de luz siempre a mano una botella de aceite de oliva, unas fetas de jamón crudo y algo de queso.

    ¿Y el sexo? También lo podemos colocar en el menú, junto a los mejores platos. Es lo que hacen cuatro amigos en La gran comilona (1973), de Marco Ferrero. Marcello Mastroianni, Philippe Noiret, Michel Piccoli y Ugo Tognazzi deciden encerrarse en una casona para comer, beber y follar hasta morir, literalmente. El placer de los fluidos. Aquí se mezcla un poquito de todo, como en la panza de un generoso comensal: drama, humor, parodia, escatología.

    No debemos olvidar que detrás de las sartenes y el aceite, detrás del amor por la comida como una de las bellas artes, hay un grupo de gente que trabaja para que el plato llegue a su mesa. Una noche en la vida de un chef estresado, que debe lidiar con el personal y con sus propios demonios, es lo que propone Boiling Point (2021), de Philip Barantini. Stephen Graham es el chef: prueba los caldos, ordena a sus compañeros, discute con la encargada del local, corrobora las reservas, habla con los comensales, atiende los pedidos y en algún espacio que le queda se mete una raya, como Ray Liotta en el final de Buenos muchachos, cuando debe terminar una salsa de tomate mientras le sobrevuela en la casa un helicóptero de la DEA.

    Un último apunte: todas estas películas que hablan del hambre, de las angelicales recetas o de la mayor o menor voracidad humana no están pensadas para veganos, y no me refiero a los habitantes de Las Vegas, sino a quienes consumen exclusivamente alimentos vegetales. No dudo de que haya buenos ciudadanos veganos, pero… ¿existen buenas películas veganas?