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    Fachos, feminazis, ensobrados: lo que Aristóteles no hubiera enseñado

    Hoy hay palabras como libertad o democracia que se cargaron de ambigüedad, y otras que surgieron en momentos terribles de la historia y se emplean como un insulto o como forma de clasificar fácilmente a quienes piensan diferente; sobre algunas de estas palabras trata Algo que quiero contarte, newsletter de temas culturales

    Algunas palabras tienen una vida curiosa y van cambiando su sentido con el tiempo o adquiriendo significados múltiples de acuerdo a los acontecimientos históricos, sociales o políticos. Las que se usan para agitar o persuadir al público se cargan de emoción y de pasión, algo que es entendible, pero que tiene sus riesgos.

    Esos riesgos ya los veía Aristóteles, quien en la Retórica (siglo IV a. C.) —un libro surgido de los apuntes de sus clases, que impartía mientras caminaba rodeado de sus discípulos— planteaba que los buenos oradores debían tener tres cualidades para ser escuchados: la prudencia, la virtud y la benevolencia.

    Si bien en estetratado, sobre “la facultad de hallar en cada caso lo adecuado para producir persuasión”, Aristóteles no analizó la situación política de Atenas, estaba muy atento al lenguaje de sus políticos y de quienes impartían justicia. Por eso recomendaba a sus estudiantes “no servirse de palabras ambivalentes a no ser que se busque lo contrario a la claridad, cosa que se hace cuando no se tiene qué decir, pero se finge decir algo (...), ya que el circunloquio, al ser abundante, deslumbra, y a los oyentes les ocurre lo que a la gente respecto de los adivinos, que cuando dicen cosas ambiguas, les dicen que sí con la cabeza”.

    Hoy hay palabras como libertad o democracia que se cargaron de ambigüedad, y otras que surgieron en los momentos más terribles de la historia y se emplean como un insulto o como una forma de clasificar fácilmente a quienes piensan diferente. Es lo que ocurre, por ejemplo, con las palabras facho o feminazi.

    Desde hace tiempo escucho en conversaciones informales que alguien califica de “facho” a una persona con la que discrepa por sus ideas conservadoras o alejadas de lo que se considera progresista. Tal vez esa persona está, por ejemplo, contra la liberación de la marihuana o contra el aborto. Personalmente no estoy de acuerdo con alguien que piensa así, pero ¿es por eso un fascista? ¿Necesitamos esa palabra, con toda la carga histórica que tiene, para cerrar una discusión o poner una barrera?

    Por supuesto que también he escuchado o leído a personas sexistas, racistas o xenófobas que tienen un pensamiento comparable al fascismo del siglo XX. Alcanza con mirar las noticias para darse cuenta de que esas ideas se mantienen vivas y se han convertido en actos de intolerancia salvaje, incluso en países democráticos, como ocurre en Estados Unidos con la política hacia los inmigrantes. El mundo nos está dando, lamentablemente, varios ejemplos. ¿Hay que llamar fascismo a todo lo que ocurre y relacionamos con el pasado?

    Un-detalle-siniestro.jpg

    “Atribuir una naturaleza fascista a determinados actos, personas o partidos políticos se ha convertido en una rutina diaria, en un espectáculo al que asistimos infinidad de veces al cabo de cada jornada; mucho más a menudo, en todo caso, que entre los años veinte y los años setenta del siglo pasado, cuando la barbarie ocasionada por el fascismo aún era palpable. Sí: en la época del fascismo histórico por antonomasia (los años veinte, treinta y cuarenta del siglo XX) la palabra fascismo se empleaba con menor frecuencia que ahora”.

    Así comienza un breve ensayo que acabo de leer, titulado Un detalle siniestro en el uso de la palabra fascismo. Para qué no sirve la historia (Nuevos Cuadernos Anagrama, 2025). Su autor se llama Santiago Gerchunoff (Buenos Aires, 1977), es argentino, pero vive desde 1997 en Madrid, donde es profesor de Teoría Política en la Universidad Carlos III. También editó en la misma colección Ironía On, un ensayo que juega con el hashtag #IroniaOn, empleado para señalar que un tuit se debe interpretar como irónico. Analiza, entonces, las conversaciones que se dan en un ágora virtual que sería desconcertante para Aristóteles.

    Ironia-On.jpeg

    Pero ahora regreso al uso de la palabra fascismo que atrajo tanto al autor como para dedicarle 81 páginas. Si algo tiene de bueno esta colección de Anagrama es que, en pocas páginas, escritores, filósofos, historiadores o periodistas desarrollan un tema con una óptica original y reflexiva. No sé si estoy del todo de acuerdo con lo que plantea Gerchunoff en su libro, pero me hizo pensar en lo que no es obvio, y además incomoda bastante con sus ideas. Por eso lo considero un buen ensayo y lo recomiendo.

    El falso Brecht

    Al dramaturgo y poeta alemán Bertolt Brecht (1898-1956), reconocido antifascista, se le atribuye un poema escrito hacia fines de la II Guerra Mundial, pero este poema no es de su autoría. Le pertenece a Martin Niemöller, un pastor protestante arrepentido de haber apoyado al nazismo. Posiblemente lo hayas leído:

    Primero se llevaron a los judíos,

    pero a mí no me importó porque yo no lo era.

    Luego, arrestaron a los comunistas,

    pero como yo no era comunista, tampoco me importó.

    Más adelante, detuvieron a los obreros,

    pero como yo no era obrero, tampoco me importó.

    Luego detuvieron a los estudiantes,

    pero como yo no era estudiante, tampoco me importó.

    Finalmente, detuvieron a los curas,

    pero como yo no era religioso, tampoco me importó.

    Ahora me llevan a mí, pero ya es tarde.

    Gerchunoff parte de este poema para explicar “el detalle siniestro” en el uso de la palabra fascismo. Para él, habitualmente se leen estos versos como “un llamado a la solidaridad, a salir de nuestro ensimismamiento para defender los derechos de los demás, por ajenos que nos resulten; una llamada humanista a proteger a todas las víctimas de la injusticia, por lejanas que sean para nosotros”. Sin embargo, el ensayista considera que lo que nos moviliza cuando leemos el poema no es la solidaridad, sino el individualismo del último verso: “Ahora me llevan a mí”.

    Por otro lado, piensa que en el poema la culpa se generaliza y, de esta forma, termina exonerando a los verdugos. “No hay nada más siniestro que responsabilizar a las víctimas de su destrucción. Pero eso es lo que hacemos, sin darnos cuenta, cuando usamos la palabra fascismo y cuando nos emocionamos con el falso Brecht. (...) Se trata, pues, de una manera sutil y perversa de exonerar a los verdugos: un detalle siniestro”.

    El ensayo continúa con el uso que se hace de la palabra, y el concepto, de fascismo para analizar la política contemporánea. “La emoción en la urgencia de la ‘alarma antifascista’ es también la nostalgia o la melancolía a la que nos vemos abocados por el horror que nos produce la indefinición de nuestro tiempo; el deseo de encontrar una palabra mágica que conjure el peligro de abstracción de nuestro mundo y que al mismo tiempo cierre cualquier discusión. Una palabra con la cual ya estaría todo dicho, que organice el sentido de una guerra que sea nuestra y nos permita volver al futuro”.

    Bueno, no sé si pude extraer lo sustancial de las ideas del ensayista, pero si te interesa, hay una muy buena entrevista en la que aclara su punto de vista. Allí plantea, como pensador que se considera de izquierda, que se está abusando del concepto de fascismo “por la incapacidad de la izquierda para diagnosticar el presente”. A mí me convenció bastante.

    Ahí va una feminazi

    Si hablamos de “palabras mágicas” para encasillar con un término que remite a la historia, allí está feminazi. Tiene una motivación similar a la de facho: insultar, desprestigiar la actitud o el pensamiento de feministas consideradas radicales extremas.

    Dice también Gerchunoff: “Cuando señalamos como fascista a alguien, cuando usamos la palabra fascismo, nos sentimos virtuosos, osados y vivos de un modo muy específico”. Bueno, creo que esto sienten también quienes usan la palabra feminazi.

    Según un artículo publicado en la newsletter The Conversation, el término se popularizó en los años 90 a través de un presentador de radio y comentarista político estadounidense llamado Rush Limbaugh, quien lo empleó para calificar a “aquella feminista para quien lo importante en la vida es asegurarse de que haya el mayor número de abortos posible”. Como no le alcanzó tal sentencia, comparó el Holocausto de Hitler con la lucha feminista por la legalización del aborto. El señor Limbaugh murió en 2021 a los 70 años. Le hubiera venido bien leer el libro de Gerchunoff, aunque no sé si lo hubiera entendido.

    Hay mujeres que son feministas y llevan su discurso a un nivel de prepotencia difícil de compartir, y para qué te voy a contar de la prepotencia machista. Lo peor que nos puede suceder es combatir sus discursos con cómodas etiquetas. Esas que Aristóteles nunca hubiera enseñado.

    Esto me lleva a otra palabra desagradable.

    Ahí va un ensobrado

    Le pedí a la inteligencia artificial (IA) que me creara una imagen con el concepto de ensobrado. Me parece una palabra muy visual, incluso absurda en épocas en las que ya se usan poco los sobres, y mucho menos los billetes que se supone deben contener. Pero como la IA es muy literal, me creó esta imagen:

    Ensobrados (IA bing).jpg
    Imagen creada por inteligencia artificial

    Imagen creada por inteligencia artificial

    Entre paréntesis te cuento que la palabra literal, o literalmente, también ha tenido, parcialmente, un cambio de significado. Las nuevas generaciones no la usan con el sentido tradicional, “conforme a la letra del texto, o al sentido exacto y propio, y no lato ni figurado, de las palabras empleadas en él”, como dice el Diccionario de la Lengua Española, sino para dar énfasis, incluso al sentido figurado: “Estoy caminando por las paredes, literal”. Ahora cierro paréntesis y vuelvo a la imagen literal de la IA. Me encantó el sombrero con la palabra press y la mirada culpable de los periodistas.

    El término periodistas ensobrados se expandió con intensidad en Argentina, sobre todo durante el mandato de Carlos Menem, cuando se acusó a su gobierno de comprar periodistas a cambio de que dieran información favorable para su gestión o desfavorable para sus contrincantes. Desde entonces, continuó el debate ético de la profesión, también con los llamados “periodistas militantes” a favor del kirchnerismo. Un debate inútil porque quienes supuestamente son “ensobrados” nunca lo van a admitir y quienes practican la profesión con ética se sienten, nos sentimos, agraviados por la generalización.

    El presidente Javier Milei dobló la apuesta y a fines de 2024 acusó de “ensobrados” y de “pauteros” a 45 periodistas que criticaron su estilo o medidas de su gobierno. Este año escaló un poco más y lanzó la frase: “No odiamos lo suficiente a los periodistas”.

    Ahí va Aristóteles. Está hablando de prudencia, virtud y benevolencia, tres consejos para oradores, políticos y jueces. ¿Por qué nadie lo escucha?

    Antes de despedirme, me gustaría recomendarte una nota de Javier Alfonso sobre Arthur Miller y dos obras que están actualmente en cartel, una de ellas viene muy bien para el tema de esta newsletter: Las brujas de Salem; también te recomiendo la columna de Silvia Soler de este número: ¿Cuánto hace que no visita la Biblioteca Nacional?