—Estoy contento porque es distinto, no hay libros así. Hay memorias de los políticos, pero memorias de arte, menos. Tengo otras memorias, pero no sé si voy a publicarlas. Si las publico ahora, es para lío. Si me da la vida, las construyo. Tengo de los 10 años de gobierno y de los cinco intermedios. Quince años de memorias, más del segundo período de gobierno, porque estaba más entrenado, al principio era más escueto. Es una dimensión del país muy importante y uno también trata de generar una ventanita de interés para quien está más allá de lo estrictamente cultural. Figari hablaba de la necesidad absoluta que el ser humano ha tenido siempre de arte.
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Pablo Vignali, adhocFOTOS
—Usted dice en el libro que pensó que iba a ser fácil recopilar textos, pero no fue tan sencillo. ¿Cuáles fueron esas dificultades?
—Me resultó más difícil de lo que pensaba. Conseguir las fotos, ubicar las fechas de las publicaciones. Por ejemplo, tenía en la computadora un texto en el que contaba que cuando se inauguró el Museo Torres García había hecho las tratativas con Manolita Piña, su señora, para entregárselo. Me mandó decir por su hija que no iba a ir a la inauguración. En ese momento tenía 100 años. Me decía si no podía ir un día antes a recorrer juntos. Y fui, estaba muy contenta. Al día siguiente, cuando llegué a la inauguración vi un tumulto y Alfredo Testoni me dijo que estaba Manolita. Había ido igual. Su hija Olimpia me dijo que el día anterior había regresado tan contenta que se había puesto a tocar el piano. Yo eso lo narraba en un texto, pero no sabía para dónde lo había escrito ni cuándo. Le pedí ayuda a la gente del Museo Torres y lo encontraron. Estaba publicado en un libro sobre un seminario acerca de Torres en Santiago de Chile. También me ocurrió lo peor: me encontré que tenía material para tres libros, y tuve que elegir. Publiqué solo a los artistas sobre los que escribí. No es un libro sobre la historia del arte uruguayo. Los prólogos estaban desparramados y me pareció importante juntarlos y documentarlos.
—También el libro va mostrando sus relaciones personales, sus amistades con artistas...
—Es la generación con la que conviví. María Freire, compañera del diario Acción, igual que Menchi Sábat y el arquitecto Enrique Benech. Ricardo Pascale fue compañero de la política y de todo, y Ángel Kalenberg compañero del liceo. Con María (Freire) me pasaban cosas graciosas. Un día me dijo que había encontrado un artículo que yo había escrito sobre Costi (José Pedro Costigliolo) por una de sus exposiciones. “Cuando no me dejaste escribirlo”, me dijo. María era la crítica de arte del diario y quería hacer el comentario. “Pero, María, es tu marido, no hagas eso”. Entonces la hice yo. Ella tenía el recorte y recién lo encontré mucho después de su muerte en un catálgo que publicaron. Es increíble porque está fechado 10 días antes del golpe de Estado, cuando se cerró el diario. Fue como el canto del cisne. Es importante contar todo esto como testimonio de la creatividad de esos años, que es un testimonio de mi pasión.
—Mientras estaba releyendo para su libro, ¿cambió de opinión sobre algún concepto?, ¿hubiera querido escribir de nuevo algún artículo?
—No especialmente, lo que sí me provocó fue inquietudes de no haber escrito más de ciertas cosas. Algo más coherente sobre el planismo, una corriente que nos gusta mucho en esta casa. O haber escrito más sobre los escultores, a pesar de haber hecho el Parque de las Esculturas y tenido amigos escultores muy cercanos como Germán Cabrera. Traté de mostrar una memoria que más allá de lo personal fuera un muestrario de una época. Mi larga vida me permite convivir desde Cuneo hasta los contemporáneos. Eso le da al libro un valor testimonial que es lo que yo quiero que sea. Por eso a cada texto le puse un prefacio que contextualiza qué significa. De Pascale publiqué el prólogo de su primera exposición, el prefacio es la sustancia de la memoria.
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Julio María Sanguinetti con sus cuadernos de dibujos y crónicas
Pablo Vignoli/adhocFOTOS
—Durante el gobierno de Gestido creó la Comisión de Bellas Artes. ¿Cómo fue esa experiencia?
—En 1967, cuando ganó Gestido y anunció su gabinete me nombró como ministro de Trabajo. Yo tenía 31 años y le dije: “Mire, general, usted me va a perdonar, pero no lo voy a aceptar. Usted va a tener dificultades porque nombró en el gabinete a personas fantásticas, pero que no son compatibles”. Había nombrado al ingeniero Carlos Végh Garzón como ministro de Hacienda, al contador Luis Faroppa en Planeamiento y al contador Enrique Iglesias en el Banco Central. Eran tres corrientes de pensamiento incompatibles. Entonces le dije que no quería ser ministro, pero que quería un cargo honorario: presidente de la Comisión de Bellas Artes. “Ningún problema, me dijo”. Por supuesto que no creo que me haya entendido y mis compañeros de cámara menos. Si será pasión por el arte que renuncié a un cargo, aunque dos años después sí fui ministro en condiciones más difíciles. Pero en ese momento formé una comisión que presidí con José Cuneo y Antonio Grompone como vicepresidentes, Alfredo Testoni y Ángel Kalenberg como secretarios. Había varios artistas, como Germán Cabrera, Washington Barcala, Jorge Páez Vilaró, y algunos arquitectos. Hicimos una tarea grande, renovamos los salones de arte, las representaciones en las bienales, llevamos a Kalenberg al Museo Nacional de Artes Plásticas. Él venía del Instituto General Electric, que había sido algo muy renovador para la época. Nos dimos el lujo de traer a César (Baldaccini) y a Pierre Restany, que era la vanguardia de la vanguardia francesa. Y además tuvimos un intento de ocupación muy divertido de los figurativos. Decían que el nuevo Salón Nacional era de los abstractos y de los modernos, que despreciaban a los anteriores artistas.
—La pelea de siempre en el arte...
—Fue muy divertido, tanto que uno de los ocupantes era Bruno Widmann, del que me hice muy amigo. En la reciente muestra que se hizo en el Museo Nacional de Artes Visuales (marzo de 2024) escribí un prólogo para el catálogo y hablé en la inauguración. Fuimos tan íntimos amigos que en Punta del Este hicimos una charla a dúo sobre su obra.
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Sanguinetti entre sus cuadros, al fondo, el retrato de Matilde Pacheco de Cuneo
Pablo Vignali/adhocFOTOS
—Usted afirma que durante su gobierno la difusión del arte hacia el exterior fue una política de Estado...
—Mi afinidad y mi pasión por el arte estuvo siempre, como periodista y como político.
En la política exterior difundíamos el arte nacional en cada visita oficial. Todos los grandes regalos siempre fueron una obra de arte uruguaya como expresión de nuestra cultura. Siempre digo que Uruguay tiene dos dimensiones de su cultura: el fútbol y la cultura. Está más allá de nuestra dimensión demográfica. En el siglo XIX no hay nadie como Blanes. No lo hay ni en Chile ni en Argentina ni en Uruguay ni en Paraguay ni en Brasil. Nadie con su categoría. Al alumbrar el siglo, el binomio Torres García-Barradas está por encima de otros artistas en cualquier lugar. No hay una escuela como la constructivista uruguaya, con la calidad de Torres García, de sus discípulos, luego de nietos pictóricos, bisnietos pictóricos, tataranietos pictóricos. Fue una escuela que marcó un estilo, algo curioso al venir del menos nacionalista de nuestros pintores, porque era universalista. Pero su impronta se incorporó a la estética nacional, y uno la ve hasta en una modesta pared de ladrillos. Y tenemos a Figari, Sáez, Cuneo. En 1987, cuando hicimos la visita oficial al gobierno de Raúl Alfonsín, llevamos una exposición que se llamó Seis maestros. Escribí un prólogo que se llama Arte y nación donde explico la importancia enorme, a veces no advertida, que tiene en la construcción nacional nuestro arte. Para empezar, Blanes le hizo la cédula de identidad a Artigas, construyó el emblema nacional con su retrato. Igual que la escena teatralizada que hizo de los Treinta y Tres.
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Sanguinetti revisa su álbum de fotos
Pablo Vignali/adhocFOTOS
—Los retratos de grandes figuras también fueron un regalo habitual en sus mandatos.
—Osvaldo Leite, Carlos María Tonelli y Jorge Damiani eran nuestros retratistas. Cuando vino el rey de España, le regalamos un retrato de la pareja real. En 1987, cuando fuimos a ver a Alfonsín, también le regalamos un retrato, y es el mejor que tuvo, está en su casa de Chascomús. Enrique Iglesias siempre dice que la política exterior de las potencias supone el ejercicio de la fuerza; los pequeños países tenemos que usar la política de la seducción. Y los regalos de arte son una política de seducción. Desde el Estado traté no solo de valorizar nuestro arte hacia adentro sino hacia afuera. Es el mejor rostro del país.
—¿Los más vanguardistas del siglo XX uruguayo fueron Barradas y Torres?
—Como vanguardia fue primero Barradas. Cuando él llega a España y conoce a Torres, venía con todo el aluvión vibracionista, Torres estaba aún en el neoclasicismo, llamado neucentisme, con el estilo catalán nacionalista. No se había pasado todavía a la geometría. Pero ambos se influyeron recíprocamente. En el libro incluyo una exposición sobre Barradas en el Malba donde lo comparo con Torres; después publiqué un prólogo que hice de Torres y lo comparo con Barradas. Traté de eliminar algunas repeticiones (se ríe). Es una dialéctica importante. Pero en la configuración de la cultura e identidad del país todos son importantes. Lo que significó Figari es extraordinario, elevó nuestra cultura africana a un nivel superior. Es lo que Alejo Carpentier llamó “la negritud” en una página que escribió sobre él cuando lo visitó en París. Figari fue un antropólogo. Su libro Arte, estética, ideal no es un libro de arte sino de antropología filosófica.
—Además de la obra y los libros son importantes las cartas. Usted cita la de Figari a Cuneo en la que le dice que nunca deje de pintar paisajes uruguayos. También está la correspondencia entre Torres y Barradas.
—La de Figari la tengo enmarcada, y la de Torres y Barradas es impresionante. Le debo a Juan Pivel Devoto que cuando el Estado compró todo el archivo de cartas de Figari me llamó y me dijo que eran para mí. “Los de arte no van a entender al personaje, y los historiadores no van a entender al artista”, me dijo. Ahí me sumergí en el tema. Don Pivel odiaba el teléfono, una vez agarró una tijera, cortó el cable y lo tiró a la papelera. “Usted se imagina”, decía, sin las cartas de Artigas, Rivera y Lavalleja, ¿cómo hacíamos para reconstruir la historia?, ¿por teléfono?” (se ríe).
—Le dedica un capítulo al Parque de las Esculturas, que usted creó al lado del Edificio Libertad. Ha sido un tema de discusión el abandono de obras valiosas y a quién le corresponde el cuidado. ¿Por qué no cuidamos ese patrimonio?
—Conocí épocas de ignorancia absoluta del concepto patrimonio. Miro hoy el tema desde el agrado de cómo el país ha adquirido conciencia. Como ministro instalé la primera Comisión de Patrimonio con Pivel como presidente. Habíamos hecho el parque de las esculturas del Roosevelt, que quedó abandonado durante la dictadura. Nos había quedado la espina clavada. En la segunda presidencia hice el Parque de las Esculturas y están los artistas más valiosos que tenemos. Estoy seguro de que en el próximo período vamos a hacer algo. Vamos a empezar desde el primer día a comprometernos.
—En el libro le dedica espacio a los coleccionistas. ¿Cuál es su importancia?
—Si tenemos los Blanes que tenemos es por los coleccionistas que juntaron las obras desperdigadas. También me dedico a otros actores y los represento en un crítico, Jorge Abbondanza, y en un galerista, Kurt Speyer, un pionero absoluto. Me parecía que era un capítulo porque he estado cerca de ellos, de coleccionistas y de galeristas.
—Usted, que tiene tantos cuadros, no se considera coleccionista...
—Tengo sí un conjunto de cuadros buenos, entre los que compré y los que me regalaron. Un lindo conjunto de obras. Pero una colección se supone que tiene una cierta coherencia. Es como los bibliófilos. Acá tenemos una cantidad inmensa de libros, pero no nos dedicamos a las primeras coleeciones, por ejemplo.
—¿Cuántos cuadros tiene?
—No tengo idea, tampoco de los libros. La casa está desbordada, los libros entran y salen. La vida ha sido así. Presto muy poco, prefiero regalar porque sé que es difícil que vuelvan.