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En una de sus películas menos recordadas, Fui un ladrón, el policía obsesionado que interpreta Van Heflin dice no olvidar esos ojos: quiere llevar a la cárcel a Alain Delon, sea como sea. No se trata solo de un problema de la ley versus el delito, o la búsqueda de sanar de alguna forma una herida que ese hombre le ha hecho. Es no poder dormir a causa de esos ojos verdes bien abiertos, no soportar que la belleza esté en la vereda de enfrente y haya elegido el mal. Alguna vez Miles Davis dijo algo parecido respecto a los policías que lo detenían sin otra razón que el simple racismo cuando conducía su Porsche: no les molestaba tanto que fuera un negro en un auto caro, sino que a su lado tuviera una hermosa mujer blanca. La belleza es un don y también un problema.
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Lo primero que llevó Alain Delon por la vida fue un porte —y también un sayo— impresionante: ser el hombre más lindo del mundo. Este actor legendario del cine francés y mundial, que murió el domingo 18 de agosto a los 88 años, fue durante las décadas de los 60 y 70 una especie de Tom Cruise. Hacía policiales y películas de acción y aventuras. Asumía como Cruise las escenas de riesgo, pero a diferencia de este moría en la mayoría de las historias, como si esa figura angelical debiese pagar siempre el único y trágico destino que hay en toda vida.
En el barrio siempre decíamos: “¿Vas a ver una película de Alain Delon? Al final, muere”. Caía en Los aventureros, abrazado a su amigo Lino Ventura, que además le decía una mentira piadosa antes de cerrarle los ojos. Caía de un campanario en William Wilson, el gran cortometraje de Louis Malle sobre relato de Poe con el tema del otro y una de las pocas veces que apareció en pantalla junto con Brigitte Bardot, otro mito de la belleza; él le daba latigazos porque era un asqueroso oficial austríaco, luego ella le devolvía unas cuantas bofetadas por haber hecho trampa en las cartas. Caía en El samurai, uno de los mejores estudios sobre la soledad del sicario, con dirección de Jean-Pierre Melville. Delon en una habitación, postrado en una cama, a la espera de que suene el teléfono con un encargo, mientras un canario da saltitos en la jaula. Delon caía y caía película tras película. Curioso destino para quien en sus últimos años de vida clamó por la eutanasia sin suerte, con el fin de evitar las consecuencias de un derrame cerebral sufrido en 2019. Es como si al lindo le siguiesen disparando, pero esta vez para mantenerlo con vida.
Sencillamente, todo lo que hacía lo hacía bien. ¿Quieren obras maestras con directores consagrados? Allí están Rocco y sus hermanos y El gatopardo, de Visconti, o El eclipse, de Antonioni, o El otro señor Klein, de Losey. Nadie diría a priori que Antonioni y Delon podrían hacer un buen tándem, como después lo hizo Jack Nicholson en El pasajero con el cineasta italiano. Pero los grandes actores y los grandes directores, aunque parezcan destilar químicas muy diferentes, a veces se encuentran y producen resultados geniales.
Siempre con ese corte de pelo clásico. Con o sin bigote, pero ningún otro cambio. Cero maquillaje. Cero escondite detrás del personaje. Nada de engordar un poco para cierto papel o dejarse la melena para otro. Nada de ir al gimnasio y exhibir musculatura, eso será para años y modas posteriores. Un cuerpo delgado, un rostro tan seductor como impenetrable, la sapiencia y la seguridad excluyente de que de allí no hay que moverse. Un gran actor igual a sí mismo, un arte dentro de las artes interpretativas. Incluso en la soporífera La chica de la moto, una road movie psicodélica con paisajes… suizos, Delon se mantuvo imperturbable. Que los 60 se adapten a él.
Rebelde y díscolo de joven, y también después, cuando ya era millonario y se le había dado por promover combates de box (fue uno de los patrocinadores de la pelea entre Carlos Monzón y Mantequilla Nápoles en París), este actor cuyo asombroso talento natural desmiente la necesidad de la academia, había sido paracaidista en Indochina y a su regreso del Ejército no sabía muy bien qué hacer con su vida. Así que un día lo pusieron frente a una cámara y el encantamiento fue mutuo. Patricia Highsmith siempre dijo que el mejor Ripley del cine fue Delon, por lejos, gracias a su caracterización en A pleno sol, de René Clement. Es, tal vez, una de las mejores actuaciones que se hayan hecho sobre la ambigüedad de un personaje: ambigüedad sexual, ambigüedad moral, en definitiva, ambigüedad humana. La finísima línea que separa la decisión y la voluntad de un sujeto de su inconsciente o auténtica naturaleza. El Ripley de Dennis Hopper en El amigo americano es inolvidable, pero está loco de remate.
La jaula del amor, otra película poco conocida de Alain Delon, también dirigida por Clement, en cierta forma es un eco de Ripley, cuando el delincuentillo que encarna nuestro galán huye de ciertas deudas y chapuzas y cae en una residencia en la que conviven dos mujeres —una de ellas, una jovencísima Jane Fonda— que resultan más amorales que él. Quizá la imagen de Ripley tenga el mismo efecto refractario que la de Narciso y por eso se siga reflejando en otras películas de Delon, como en La piscina, junto con la bella Romy Schneider, según dicen los que saben del corazón, el gran amor de su vida en una vida que estuvo plagada de mujeres.
Delon-el-samurai.jpg
Alain Delon en El samurai
Filmgrab
Sus buenos y malos jamás eran de una pieza, aunque lo parecieran tras ese rostro perfecto y esa voz acorde que además de francés hablaba italiano e inglés. Los flic de Delon eran policías desencantados, casi derruidos. Los gángsteres eran simpáticos, entrañables, de palabra, como en Borsalino, junto con su amigo Jean Paul Belmondo. Todos queríamos que esos ladrones ganasen la partida. Y cuántos robos frustrados tenían, cuánto sueños y dinero evaporado, como en El círculo rojo o en Mélodie en sous-sol, en la que Gabin y Delon, impávidos, contemplan cómo una fortuna se va por una piscina.
Demasiadas películas buenas para este hombre que también fue productor (con gran olfato) y director (no era lo suyo), además de un tipo sensible para la música, lo asegura Piazzolla, quien lo conoció durante el rodaje de Armaguedon.
Y para colmo de males, como dirían los españoles, un actor de derechas, cosa que enerva a la prensa de izquierdas. Que si era amigo de Le Pen, que si era misógino, que si era homofóbico. Otra vez el reflejo de Ripley en el espejo, no vamos a negarlo. Pero en ese espejo, no sean hipócritas, también se reflejan cantidad de artistas que defienden las dictaduras en Cuba, Venezuela y Nicaragua. Ripley hay muchos, pero como nuestro galán, ninguno.
Tengo que volver a El samurai porque tiene uno de los mejores diálogos sintéticos del cine negro. Delon, con su gabardina clara, sombrero y guantes, irrumpe en la oficina de un pez gordo de la noche que está sentado tras su escritorio. En la banda sonora una pianista desgrana un swing tremendo.
—¿Quién es usted?
—Eso no tiene importancia.
—¿Qué quiere?
—Matarle.
Bang. Bang. Bang.
Alain Delon, hasta su nombre tiene una extraña perfección.