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    La escritora Magalí Etchebarne presentó en Montevideo 'La vida por delante', premio Ribera del Duero

    Los cuatro cuentos que integran el libro transitan por el deterioro del cuerpo, la vejez y también el deseo

    Ella dice que es muy tímida y que cuando envió sus cuentos al VII Premio Ribera del Duero de Narrativa Breve, no fue consciente de lo que podía venir después, si ganaba. Ahora Magalí Etchebarne (Buenos Aires, 1983) se da cuenta de eso al ser requerida por la prensa, las cámaras, los fotógrafos por su libro La vida por delante ( Páginas de Espuma, 2024), que obtuvo el primer premio del concurso. El jurado, presidido por la escritora Mariana Enriquez, señaló la “frescura e inteligencia” de su estilo con el que desarrolla “humor en la tragedia y sabe de la tristeza con rabia y ternura”. Agregó además una frase que caracteriza muy bien su narrativa: “No hay postura ni solemnidad en su escritura”. Etchebarne estuvo en Montevideo para presentar su libro integrado por cuatro cuentos que transitan por el paso del tiempo, el deterioro del cuerpo, la vejez, y también por lo que desean las mujeres pasados sus 40 años. El bello acápite que la escritora eligió para el libro, de la poeta brasilera Adélia Prado, anticipa el sentido de sus historias. “El cielo está brumoso, hace frío, estoy fea, acabo de recibir un beso por correo. Cuarenta años: no quiero cuchillo ni queso. Quiero el hambre”. Etchebarne estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires, es editora en Penguin Random House y este es su segundo libro de cuentos, el primero se llamó Los mejores días (2017). También publicó un libro de poesía, Cómo cocinar un lobo (2023).

    La siguiente es la entrevista que mantuvo con Búsqueda.

    —¿Ser editora te alentó a publicar o te dio cierto temor?

    Escribo desde siempre, desde muy chica, estudié Letras y empecé a ir a talleres literarios. Cuando publiqué mi primer libro, una amiga, editora de una editorial pequeña, me dijo que ya era hora de reunir mis cuentos y publicarlos. Al ver tantos libros pasando por mi lado creo que me sacó un poco el pánico escénico. Pensé que lo peor que le puede pasar a un libro es que no pase nada. Eso no me parecía tan grave, y pensé que lo iban a leer solo mis amigos. Pero finalmente tuvo una muy buena circulación en Buenos Aires, incluso lo leyeron escritores que nunca imaginé que lo harían. Hebe Uhart, por ejemplo, llegó a leerlo. Fue lindo porque una vez Damián Ríos (escritor argentino) fue a la casa de Hebe y ella se lo recomendó, y no me conocía. Eso fue increíble para mí. En la misma editorial publiqué un libro de poemas, en la misma editorial pequeña.

    —No es habitual que haya concursos de libros de cuentos, ¿por qué te parece que ocurre?

    En Argentina, y supongo que lo mismo pasa acá, no tenemos esa mirada peyorativa, como de género menor. Creo que es porque tenemos muy buenos cuentistas. En España sí lo consideran un género menor, por eso Páginas de Espuma hace un gran esfuerzo por mantener su catálogo vivo y activo.

    —¿Qué te atrae del género?

    —En general, los cuentos tienen algo de potencia en la brevedad. Recién, antes de que llegaras, leí en 20 minutos un cuento, y en mi cabeza hay un personaje va a acompañarme por mucho tiempo, aunque no haya aparecido en muchas páginas de lectura. Para corregir el libro imprimí los cuentos y cuando tiré esos papeles me di cuenta de que tenían muchos más párrafos de los que finalmente quedaron. En general es eso la escritura de un cuento, es sacar, más que agregar. Lo peor que le puede pasar a un cuento es que le sobre algo. Si le falta, siempre puede pasar por estilo del autor.

    —¿Y cómo te resultó el proceso de escribir poesía?

    No me considero poeta, porque creo que no pienso en categorías. Cuando trabajo como editora sí, pero como escritora lo veo todo más mezclado. No sé si escribí estrictamente un libro de poesía, es un intento y es una manera un poco opaca, y por momentos más transparente, de escribir lo doloroso. Sobre todo es un libro que nació de una necesidad, de dejar registro. Lo escribí muy cerca de la muerte de mis padres y del vaciamiento de su casa, una experiencia bastante agotadora a todo nivel. Me di cuenta de que necesitaba inventariar lo que se iba a perder, sobre todo cosas que tenían que ver con lo que se juntaba en mi familia, las palabras que se usaban, los sonidos. En la poesía encontré la manera.

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    La vida por delante pone el acento en el cuerpo, en su deterioro, en la vejez, en la muerte. ¿Pensaste en estos temas para darle unidad al libro?

    Nunca pienso en temas cuando escribo. Tenía imágenes y escenas que quería expandir y hacer crecer. Hay un punto de partida de algo que aparece y me persigue, que me da vuelta. Trato de controlarlo pero dejo que crezca. Me di cuenta de que cuando terminé de escribir y tenía una forma cercana al final, la muerte y el paso del tiempo es algo que aparece en todos. Y a pesar de que la pandemia no aparece, es un libro impregnado de esos años. Con la pandemia mi vida se desmoronó, con mi hermana estuvimos en contacto con mucha enfermedad y muerte, mucha asistencia a más de una persona. Eso imprimió algo en el libro. El primer cuento irradia el clima del libro, narra ese pasado plagado de enfermedad. Los momentos de senilidad en la vejez, con accesos a recuerdos que no se sabía dónde estaban antes y aparecen sobre el final con muchos detalles, y por otro lado con los tiempos completamente alterados. Me pasó mucho con mi abuela y mi propia madre. Cuando lo estaba escribiendo me llevaba a lugares muy dolorosos y me preguntaba quién iba a leerlo. Entonces decidí suavizarlo o bajarle el volumen con algunas escenas que desviaran ese dolor. Por ejemplo, la hija está consumiendo hongos con un amigo y también tiene confusiones.

    Cuando abrí la cajita y saqué las cenizas, el peso me pareció insignificante. En cuanto la rompí y la levanté, se revolvió todo y un poco cayó sobre el mar, pero a casi todas las cenizas se las llevó el viento, otro tanto se nos pegó en la ropa.

    —Un recurso que usás es reírte un poco de la desgracia, como cuando las hijas esparcen las cenizas de la madre muerta…

    —Es algo que hacemos en la vida para poder sobrellevar el drama. En Temporada de cenizas sucede algo parecido a lo que ocurre en la película El gran Lebowski. Yo tenía la imagen de una cajita blanca que no dice nada, pero adentro hay una madre, algo que excede por completo una cajita. En esta escena tragicómica, los personajes intentan que no se les vuele, pero al final no pueden. Eso suele pasar con las cenizas, sobre todo en la playa, cuando hay esos intentos medio románticos.

    —¿Por qué elegiste los versos de Adélia Prado como acápite?

    —En algún tiempo me di cuenta de que los personajes, salvo Julia, protagonista del segundo cuento, tienen alrededor de los 40 años, que es mi edad. Es una edad en la que hay cosas conquistadas, quizás profesionales, y se han alcanzado algunas certezas, pero se comienza a plantear algo que no es material, sino la ilusión, el deseo. Me parece que en estas mujeres es algo difuso lo que desean, sobre todo en la última.

    —En ese último cuento, Casi siempre desesperados, el personaje masculino rompe con esa creencia de que el arte ayuda a salir de la angustia. ¿Estás de acuerdo?

    —Nunca pienso en el arte como algo que hace bien, no le veo poderes curativos. Incluso la historia del arte es la historia de locos, locas, borrachos, suicidas. No es la historia de gente sana. Ojalá lo fuera, yo estaría bien, lo estaría pasando bien en la vida. Este personaje está completamente contrariado. Está muy atento a lo que pasa alrededor, pero no ve a su pareja, es algo que tiene muy cerca y no puede ver. Para la creación está despierto, pero es ciego en lo personal. Después están esos lugares comunes que se repiten, ella piensa que un artista es alguien libre, liviano, y este tipo es un mañoso, todo lo opuesto.

    —“Todo el matrimonio mal doblado bajo la almohada”, piensa la narradora del primer cuento cuando ve el pijama de su marido que la abandonó. ¿Cómo trabajás las imágenes?

    —Ese cuento había nacido de una frase de un hombre que trata a una joven con distancia y a la vez con coquetería mientras su mujer está presente. Eso me dio una sensación de frase amarga, tal vez no dicha con total conciencia por el personaje, pero que podía despertar una amargura letal. Un poco es lo que pasa, a partir de ahí comienza el desbarranco de la pareja. Él se va con una chica mucho más joven y ella se enferma. Las imágenes aparecieron después, son las que uno le va robando de la vida.

    La primera vez que leyó una novela adaptada al rioplatense, se sorprendió al no encontrar una sola polla ni un coño, dijo que ahora estaba llena de pijas, el nombre de un pájaro tropical, el tipo de animales que gritan para anunciar apareamiento.

    —En Un amor como el nuestro, Julia, la protagonista, es una correctora. ¿Te inspiraste en el ambiente editorial?

    —Mi trabajo de editora está más cerca de las correctoras que de una escritora de novela erótica, como la que Julia tiene que corregir. Por mi trabajo tuve que leer durante mucho tiempo ese tipo de sagas que no existen tanto en nuestro medio porque es muy anglo, son mega best sellers traducidos a varios idiomas. Me imaginé quién podía ser la mujer que estuviera detrás de ese tipo de novelas y el contrapunto con la correctora, una mujer apagada y en la sombra.

    —En ese mismo cuento, las dos mujeres se van a las cataratas de Iguazú y hay un contraste entre la belleza del paisaje y los suicidios. ¿Por eso aparece un libro de Horacio Quiroga?

    —En ese cuento combiné dos universos, uno sublimemente y otro que guarda ese secreto tan oscuro del suicidio. Alguien viajó a las cataratas y me lo contó y me obsesioné con la idea. Me puse a buscar información y era cierto. Es un lugar que tiene las dos caras, funciona con Leslie y Julia, que son dos opuestos. No se sabe cuál de las dos sufre más. Igual hay alguien que sufre mucho más y que lee a Quiroga, el escritor perfecto para ser leído ahí, en la selva, que era su lugar, igual que la locura y la muerte.

    —¿Qué cuentistas te inspiran?

    —Siempre me gusta leer cuando estoy escribiendo a otros cuentistas, para ver lo que hacen. Es una forma de “copiarse” entre muchas comillas, uno lo intenta y no sale igual, por suerte. Tengo cuentistas que me encantan. Obviamente los norteamericanos, pero también las argentinas Silvina Ocampo, Hebe Uhart, Liliana Heker. Me gusta mucho Claire Keegan, escritora irlandesa, leo sus cuentos y me lleno de imágenes increíbles, entonces pienso: “Qué bueno hacer esto pero con visión rioplatense”. Es un poco lo que uno hace cuando escribe, imitar eso que a uno le gusta leer. No sé si me gustaría hacer lo que ellas hacen, pero sí provocar en el lector lo que me provocan a mí cuando las leo.

    —¿Cómo te está resultando la exposición que llegó con el premio?

    —Cuando mandé el manuscrito pensé que lo que podía ganar era el libro, pero no medí o no fui tan consciente de que iba a implicar tanta presencia de mi voz. Ahí uno empieza a construir una nueva ficción, se abre como otro libro. Cuando recibí el premio, cité una frase muy linda de José Watanabe, poeta peruano, que dice que cuando uno publica un libro tiene la sensación de que es como un niño que hizo una travesura y se esconde para esperar la reacción. Un poco me pasa eso. Tengo que dar explicaciones de lo que hice, a veces muy intuitivamente. Y voy cambiando de opinión, digo algo y después pienso: “Bueno, no es tan así”. Por suerte, como está habiendo varias entrevistas tengo la posibilidad de corregirme. Si a alguien se le ocurriera unirlas a todas, ojalá que no pase nunca, pensará: “Esta chica tiene un desequilibrio” (se ríe).