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    Las olas, el viento y un pescado rabioso

    ¿Qué nos atrae de la playa, de las costas, del mar?; ¿serán los cuerpos a la intemperie bañados por el sol, el sonido de las olas que rompen en la orilla o el recuerdo de un espacio libre y feliz que quedó en la niñez?; esta nueva entrega de Algo que quiero contarte, newsletter de temas culturales, trata de responder estas preguntas a través de la literatura de la costa y de una anécdota

    Las playas, los balnearios, el mar son escenarios frecuentes en la literatura. Allí se desarrollan historias de amor y desamor, de placer y sensualidad, de puro ocio y diversión. Pero también están las otras, las que muestran la vida marginal de los balnearios o lo más primitivo del ser humano en su lucha contra los elementos. Tal vez la más simbólica en ese sentido sea la poderosa Moby Dick. Si en la obra de Shakespeare están todas las pasiones humanas, en la novela de Herman Melville, con el enfrentamiento del capitán Ahab y la monstruosa ballena blanca, se encierran los conflictos existenciales más primigenios. Y algo tiene que ver que aparezcan frente a la inmensidad del mar y la bravura de lo desconocido.

    Las aventuras de piratas; el proceso interior de un hombre enamorado de un hermoso púber en Muerte en Venecia; la lucha salvaje y cruel de un grupo de niños en la isla desierta de El señor de las moscas. Algo misterioso y atractivo tienen las costas para la literatura y también para las anécdotas personales. Quien ha nacido en Uruguay seguro que tiene una historia para contar relacionada con alguna playa o con algún río, con el atardecer de verano o con las noches de enero y el bullicio de los grillos.

    ¿Qué nos atrae? ¿Será la lejana línea del horizonte? ¿Serán los cuerpos a la intemperie bañados por el sol? ¿Será el sonido de las olas que rompen en la orilla? ¿Será la recuperación de un espacio libre y feliz que quedó en la niñez?

    Esta nueva entrega de Algo que quiero contarte, newsletter de temas culturales, está dedicada a algunas narraciones de arena, viento y olas, y tiene como agregado una anécdota personal. Mi nombre es Silvana Tanzi y podés escribirme con algún comentario o sugerencia a [email protected].

    “Es una tierra con playas de miles de kilómetros, tormentas espectaculares y escarabajos saltarines y revoloteantes del tamaño de Gregorio Samsa”, escribió con asombro el narrador británico Martin Amis desde José Ignacio, el balneario de Maldonado donde vivió durante unos años. Esas palabras aparecen en el epílogo de Koba el temible, un libro sobre Stalin que escribió con el rumor del mar como banda sonora. Sí, la belleza de un lugar puede inspirar también una historia de horror.

    De la extensa costa uruguaya ha surgido mucha literatura de balneario con sus costados plácidos y festivos y también con los menos agradables. Entonces te recomiendo aquí algunas narraciones, que para mí son muy buena literatura.

    En el cuento Cráteres artificiales, Rosario Lázaro Igoa narra la crudeza de La Paloma en invierno, un lugar que ella conoce muy bien porque allí vivió en su infancia. Sin el alboroto de los veraneantes, en su relato aparece un pueblo triste, con habitantes que viven de changas o del robo de arena. El protagonista de la historia es uno de esos pobladores pobres, que mientras apronta su domingo para ir a misa, socava su propia casa para que, curiosamente, su familia sobreviva.

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    En Barra de Valizas se desarrolla uno de los cuentos de Nueve formas de caer, de Manuel Soriano. Son los días de búsqueda de Lola Chomnalez, la adolescente argentina que desapareció de ese balneario el 28 de diciembre de 2014, y dos días después su cuerpo apareció enterrado en la arena. Soriano retoma esta historia pero a través de las conversaciones y teorías que sobre este hecho intercambian un grupo de turistas en un hostal valicero. Es un cuento con días de sol, fútbol en la playa y juego de niños, porque la vida continúa a pesar del horror de la muerte.

    También Valizas es uno de los escenarios de La uruguaya, novela del escritor argentino Pedro Mairal, que tuvo su versión cinematográfica. El protagonista es un escritor argentino que se enamora de una joven uruguaya en ese balneario de vida hipilla y liberada, pies continuamente descalzos y sensualidad a flor de piel. Él se obsesiona con ella, de tal forma que ya en Buenos Aires vive pensando en “el paisito” y sus bondades, escucha todo el tiempo música uruguaya y mira sin parar fotos y videos de Montevideo. Hasta que regresa a buscarla, vive una situación por demás desgraciada y entonces el país solidario y empático se le resquebraja.

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    En otra costa ocurre También esto pasará, de la catalana Milena Busquets. Ella escribió esta novela como forma de sobrellevar el duelo por la muerte de su madre, la legendaria editora Esther Tusquets, directora durante años de la editorial Lumen y fallecida en 2012. En esta historia, Milena adopta el nombre de Blanca, quien se va a llorar la pérdida a Cadaqués, un pueblito marítimo de Cataluña. Allí su madre había sido una mujer transgresora que se bañaba desnuda en la playa del balneario y se codeaba con la gauche divine (la izquierda divina), artistas e intelectuales renovadores y glamorosos de la Barcelona de los años 60. Blanca mantenía una relación ambivalente de admiración y lejanía con su madre, y esa relación va apareciendo entre baños de mar, sexo, mucho vino, porros y reflexiones sobre la vida. Un duelo particular, en una narración exquisita.

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    Otra novela que te recomiendo: Chesil Beach, del británico Ian McEwan. Este es su comienzo: “Eran jóvenes, instruidos y vírgenes aquella noche, la de su boda, y vivían un tiempo en que la conversación sobre dificultades sexuales era claramente imposible. Pero nunca es fácil”. El año es 1962 y el lugar es una Inglaterra llena de tabúes con respecto al sexo, tanto, que El amante de Lady Chatterley era un libro prohibido. La pareja protagonista le tiene miedo al sexo y allí están en Chesil Beach, en un hotel con vista al canal de la Mancha, mientras en silencio esperan lo peor de su noche de bodas. Una historia pequeña llena de sutilezas, un poco de mordacidad y mucha compasión por los personajes.

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    Y están la isla escocesa de Al faro, de Virginia Woolf, y la costa de Irlanda en El mar, de John Banville, y La línea del horizonte, de Antonio Tabucchi, con su historia policial en una playa marítima, y el precioso cuento El viaje hacia el mar de Morosoli o el otro viaje, el que cuenta Inés Bortagaray en Prontos, listos, ya, una travesía en auto de un matrimonio con sus cuatro niños en el asiento de atrás, que atraviesa las rutas desde Salto hacia el sur en busca de sol y yodo.

    Tímidamente, entre tanta buena literatura, te dejo aquí una historia personal que escribí en un taller de texto y fotografía que se llamó Tiro y Fuga. El título del cuento, crónica o anécdota (los géneros cada vez son más indefinidos) es Pescado rabioso. Sí, le robé el nombre a la banda de Luis Alberto Spinetta.

    Y vos, ¿tenés alguna historia de playa?

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    Pescado rabioso

    Cuando saqué la foto del pez muerto en la playa, me acordé de Ricardito. Él tenía unos 8 años y su aspecto no iba bien con el diminutivo porque era un niño enorme y con sobrepeso. Pura fuerza bruta, Ricardito. Yo tenía un año menos y era muy flaquita, por eso me daban pastillas de pescado para fortalecerme. Eran asquerosas, pero a lo mejor fueron mi escudo para jugar con Ricardito en la playa Malvín.

    Él no se quedaba un minuto quieto, era un hiperactivo sin ritalina, un demonio de Tasmania que corría por la playa aplastando castillitos y tapando de arena a los veraneantes. A mí me trataba como si tuviera su tamaño, entonces me pegaba con el puño en el brazo y siempre me empujaba. Solo se controlaba cuando su padre lo miraba serio, aunque casi nunca iba a la playa. Mi madre una vez dijo que era “buen mozo” (el padre, no Ricardito), y esas dos palabras son lo único que recuerdo de él.

    Nuestras madres eran amigas de playa. La de Ricardito se llamaba Totó y hablaba mucho. A mí se me borró su cara y solo me quedaron sus labios pintados de rojo encendido y siempre en movimiento. Totó no podía controlar a Ricardito y no le decía nada cuando me zarandeaba, salvo que me hiciera llorar. Entonces ella dejaba colgada su conversación, se paraba, lo agarraba de una oreja y se lo llevaba al lado de la reposera.

    La leyenda familiar dice que un día lo agarré de sorpresa y le pegué fuerte en el estómago, que lo dejé sentado de culo en la arena y que a partir de ese momento no me molestó más. Ahora no sé si fue tan así, creo que me lo decían para que siguiera tomando las pastillas de pescado. Pobre Ricardito, me parece que él me quería porque yo le tenía una paciencia resignada y era su única amiga de playa.

    Me quedó grabado el día que encontramos un pez muerto en la orilla. Ricardito salió corriendo, volvió con un palo y empezó a pincharlo cada vez con más energía hasta descuartizarlo. Parecía un niño poseído. Yo estaba paralizada por el horror y el asco frente a aquella masacre llena de tripas. Y encima en casa tuve que tomar las pastillas de pescado.

    Cuando dejamos de ir a Malvín le perdí el rastro. En algún momento escuché a mis padres decir “divorcio”, “Totó”, “Ricardito”, en voz baja y grave. No sé qué habrá sido de él, espero que no se haya convertido en cirujano o dentista.

    Vuelvo a la foto que saqué del pez muerto en la arena con mi sombra superpuesta y enorme. Me gustaría mandársela a Ricardito con la leyenda: “Mirate esta sombra, a ver si te atrevés ahora”. Le agregaría la canción Poseído del alba, del grupo Pescado Rabioso, aquella que dice soy un ángel de hambres muy bien reales, / soy tan frágil que tengo como vos que transformarme”, que habla de él y de mí, y un poco de todos.

    Antes de despedirme, te quería contar que me voy de vacaciones. A la playa, claro. Nos reencontramos, entonces, a mi regreso. También te cuento que estás a tiempo de ir a Mercedes para disfrutar de Jazz a la Calle, un encuentro internacional de música que termina el domingo 19. También podés ir al festival de cine de José Ignacio, que festeja sus 15 años y sigue hasta el domingo 26.